El clasicista que mató a Homero
Cómo Milman Parry demostró que la Ilíada y la Odisea no fueron escritas por un genio solitario.
La tradición occidental nunca ha lucido tan atractiva como en el cuadro de Rembrandt de 1653 «Aristóteles con un busto de Homero«. Tanto si nos encontramos frente a él en el Museo Metropolitano como si lo miramos por Internet, el cuadro nos convierte en un eslabón de una cadena que se remonta tres mil años atrás. Aquí estamos en el siglo XXI, contemplando un cuadro realizado en Ámsterdam en el siglo XVII, que retrata a un filósofo que vivió en Atenas en el siglo IV a.C., mirando a un poeta que se cree que vivió en el siglo VIII a.C. La tradición suprime el tiempo, haciéndonos a todos contemporáneos.
Sin embargo, el cuadro insinúa que Homero no pertenece a la misma dimensión de la realidad que ocupamos nosotros, Aristóteles y Rembrandt. Aristóteles está representado de forma realista con la vestimenta de la época de Rembrandt: una suntuosa camisa blanca, un sencillo delantal negro y un sombrero de ala ancha. (No fue hasta el siglo XX cuando los historiadores del arte determinaron que la figura era Aristóteles; las identificaciones anteriores incluían a un contemporáneo de Rembrandt, el escritor Pieter Cornelisz Hooft). En otras palabras, Aristóteles es un ser humano como nosotros, aunque extraordinario. Homero, en cambio, es un busto de mármol blanco, una obra de arte dentro de una obra de arte.
Es un recordatorio de que, incluso para Aristóteles, Homero era más una leyenda que un hombre. En su Poética, el filósofo atribuye al poeta la invención de la épica, el drama y la comedia. «Es Homero quien principalmente ha enseñado a otros poetas el arte de contar mentiras con habilidad», escribe con evidente ambivalencia. Heródoto, conocido como el primer historiador, consideraba a Homero, junto con el poeta Hesíodo, como el inventor de la mitología griega, calificándolos como los primeros en «dar a los dioses sus epítetos, asignarles sus diversos oficios y ocupaciones y describir sus formas».
Sin embargo, cuando se trata de cosas como cuándo y dónde vivió Homero, las primeras fuentes ya son poco fiables. Según la tradición, el poeta era ciego y nació en la isla de Quíos, donde un gremio de rapsodas -recitadores de poesía épica- se conoció más tarde como los Homéridos, «hijos de Homero», y afirmaron ser sus descendientes directos. Pero no hay pruebas de ninguna de estas afirmaciones, y algunas biografías antiguas de Homero son obviamente fantasiosas.
Heródoto escribe que Homero vivió «cuatrocientos años antes de mi época», lo que le situaría en el siglo IX a.C., pero añade que se trata de «mi propia opinión», sin ninguna prueba real. Otras fuentes antiguas dan fechas entre el 1100 y el 800 a.C., situando a Homero en lo que los historiadores llaman ahora la Edad Oscura de Grecia, cuando los reinos que leemos en la Ilíada se habían derrumbado y ciudades-estado como Atenas y Esparta aún no habían surgido. Esto fue mucho antes del desarrollo de la civilización alfabetizada y urbana que conocemos como «Grecia antigua». No hay registros escritos de este periodo, un hecho que sugiere que los griegos de la época de Homero eran analfabetos. En última instancia, la única prueba de que una persona como Homero vivió alguna vez es la existencia de la Ilíada y la Odisea mismas. Seguramente alguien tuvo que escribirlas y, por lo que podemos ver, esa persona se llamaba Homero.
Pero en el siglo XIX los clasicistas empezaron a someter la Ilíada y la Odisea al mismo tipo de análisis crítico que arrojaba nueva luz sobre los orígenes históricos de la Biblia. La tradición sostenía que los cinco libros de Moisés fueron escritos por su homónimo, pero las investigaciones sugerían que eran un compuesto de varias fuentes cosidas mucho tiempo después de la época en que aparentemente fueron escritas. Un debate similar -conocido como la Cuestión Homérica- sacudió a los eruditos clásicos. ¿Fueron la Ilíada y la Odisea realmente escritas por un individuo histórico llamado Homero, o fueron composiciones de poemas más cortos de varias personas, entretejidos para formar las epopeyas que conocemos? Los llamados «unitarios» sostenían que sólo un único autor, con una mente poderosamente imaginativa, podía haber producido poemas tan monumentales. Los «analistas», por su parte, se dedicaron a separar las epopeyas en sus supuestos componentes originales, examinando detenidamente el lenguaje y la narrativa.
Entre los que se adentraron en el debate estaba William Gladstone, cuatro veces primer ministro de Gran Bretaña, que publicó sus «Estudios sobre Homero y la Edad Homérica» en tres volúmenes en 1858, durante un breve período de ausencia del cargo. Gladstone creía que la cuestión homérica se había resuelto de forma concluyente a favor de la visión tradicional y unitaria. Los poemas, escribió, eran «regalos genuinos no sólo de una antigüedad remota, sino de una mente creadora». Y Homero, «a quien pertenecía esa mente, ha sido justamente declarado por el veredicto de todas las épocas como el patriarca de los poetas«. Resultó que el veredicto fue prematuro.
Puede que no sepamos cuándo nació Homero, pero podemos decir con certeza que dejó de existir a principios de los años treinta, cuando un joven profesor de Harvard llamado Milman Parry publicó dos artículos, en la revista Harvard Studies in Classical Philology (Estudios de Harvard sobre Filología Clásica), con el título aparentemente inocuo de «Studies in the Epic Technique of Oral Verse-Making» («Estudios sobre la técnica épica en la construcción del verso oral»). La tesis de Parry era sencilla pero trascendental: «Es mi opinión, como saben quienes han leído mis estudios sobre el estilo homérico, que la naturaleza de la poesía homérica sólo puede comprenderse cuando se ha visto que está compuesta en una dicción que es oral, y por tanto formulaica, y tradicional». En otras palabras, la Ilíada y la Odisea no fueron escritas por Homero, porque no fueron escritas en absoluto. Fueron producto de una tradición oral, interpretada por generaciones de bardos griegos anónimos que las fueron moldeando hasta convertirlas en las epopeyas que hoy conocemos. Estudiosos anteriores habían planteado esta hipótesis, pero fue Parry quien la demostró más allá de toda duda razonable.
Cuando publicó sus documentos referenciales, Parry sólo tenía treinta años. Nacido en Oakland (California), donde su padre regentaba una farmacia sin éxito, sólo visitó Grecia una vez, durante dos meses. Pero, como muestra Robert Kanigel en la nueva biografía «Hearing Homer’s Song» (Oyendo la canción de Homero) (Knopf), Parry, cuando era estudiante en Berkeley, había quedado prendado de Homero, del mismo modo que las deidades de la Ilíada se apoderan de sus humanos favoritos. En aquella época de la educación pública estadounidense, incluso alguien de la procedencia de Parry podía dominar el latín en el instituto y el griego en la universidad, donde la lengua «se convirtió en su amor profundo y permanente«, según recordó más tarde su hermana. «Creo que era la pura belleza y grandeza del griego hablado -y el gran placer que los griegos encontraban en el simple hecho de estar vivos- lo que le atraía».
La carrera de Parry como clasicista duró unos quince años, desde los primeros cursos de griego que tomó hasta su repentina muerte, en 1935, a la edad de treinta y tres años. No publicó ningún libro y sólo unos pocos artículos. Su investigación más importante, llevada a cabo en los últimos años de su vida, consistió en viajar a zonas remotas de Yugoslavia para realizar grabaciones de cantantes locales, cuyas canciones improvisadas ofrecían pistas sobre cómo podrían haberse interpretado las epopeyas homéricas milenios antes. Estas grabaciones revolucionaron la comprensión de la literatura oral, pero cuando Parry murió nadie las había escuchado aún; no eran más que una pila de tres mil quinientos discos de aluminio depositados en un almacén de Harvard.
La importancia del trabajo de Parry podría no haberse dado a conocer nunca si no fuera por otro erudito, Albert Lord, que acompañó a Parry a Yugoslavia como asistente de investigación. Lord dedicó el resto de su vida a preservar y ampliar las investigaciones de su maestro, sobre todo en su libro clásico sobre poesía oral, «The Singer of Tales» (El cantor de cuentos, 1960). Como escribe Kanigel, para los clasicistas, Parry y Lord son tan indivisibles como Watson y Crick, los científicos que descubrieron la estructura del ADN.
Parry era un candidato poco probable para la tarea de abolir a Homero, que había sido venerado como el primer gran poeta de Occidente durante casi tres mil años. Pero, por muy grande que fuera el logro de Parry, no es obvio que la biografía sea el mejor género para hacer un balance de él. Como murió hace casi un siglo, no hay nadie vivo a quien Kanigel pueda entrevistar, ni nuevas fuentes que desenterrar. Para compensar, se apoya en las descripciones de los lugares en los que vivió Parry: Oakland a principios de siglo, o París en los años veinte, cuando estudiaba para su doctorado en la Sorbona. Kanigel también dedica mucha atención al matrimonio de Parry, ayudado por una entrevista que su viuda, Marian, grabó en 1981. La única revelación aquí, sin embargo, es que los Parry no estaban muy unidos; se casaron sólo porque Marian se quedó embarazada, cuando tenía veinticuatro años y Milman veintiuno. «Ese es el principio del bebé y el final de mí», recuerda ella que le dijo. Tuvieron un hijo y una hija.
El matrimonio de los Parry es interesante sobre todo por la forma en que murió Milman. A finales de 1935, Milman se ausentó repentinamente de Harvard para ir a California, donde Marian estaba ayudando a su madre a superar una crisis financiera. Después de pasar un tiempo en la zona de la bahía, los Parrys se dirigieron al sur para visitar a la hermana de Milman, en San Diego. Pasaban la noche en un hotel del centro de Los Ángeles cuando Milman, rebuscando en su maleta, disparó una pistola cargada que había metido en la maleta, se dio justo en el corazón.
Naturalmente, una muerte tan impactante provocó rumores y conjeturas sobre el suicidio o el asesinato, que Kanigel revisa debidamente. Pero nada en la vida de Milman sugería que fuera un suicida o que Marian tuviera un motivo para matarlo. Los policías llamados al lugar de los hechos no dudaron en declarar la muerte como accidental, y los hijos de los Parry escribieron más tarde que, dado «el carácter de Milman Parry y las circunstancias específicas de su muerte», un accidente era la única explicación razonable.
Ciertamente, Parry no parece haber sido el tipo de hombre que inspira pasiones asesinas. Uno de sus colegas de Harvard recordaba: «No tenía enemigos, que yo sepa, y pocos amigos. No es que rechazara la amistad; no la necesitaba. Había conseguido su idea y se había preparado deliberadamente para llevarla a cabo, y esa era su vida». Es la idea consumidora de Parry el verdadero tema de «Oyendo la canción de Homero».
Ya en la antigüedad había algunas pistas de que la autoría de la Ilíada y la Odisea podía ser un asunto complicado. El historiador griego Plutarco, que vivió en el siglo I d.C., escribió que las epopeyas debían su existencia como poemas completos a Licurgo, uno de los primeros gobernantes de Esparta, que las encontró durante sus viajes por Asia Menor:
Cuando vio que las lecciones políticas y disciplinarias que contenían eran dignas de una atención no menos seria que los incentivos al placer y la licencia que proporcionaban, las copió y recopiló con avidez para llevárselas a casa. Pues estas epopeyas tenían ya una ligera y cierta reputación entre los griegos, y unos pocos estaban en posesión de ciertas porciones de ellas, ya que los poemas eran llevados aquí y allá por casualidad; pero Licurgo fue el primero en darlas a conocer realmente.
Licurgo era conocido en la antigüedad por haber creado las duras instituciones que hicieron de Esparta una ciudad espartana, como el entrenamiento militar para los niños y los comedores comunes para los hombres adultos. Sin embargo, poco de esto es seguro. El clasicista Gregory Nagy ha escrito, en su libro «Cuestiones homéricas» (1996), que «era una práctica común atribuir cualquier logro importante de la sociedad, incluso si este logro puede haber sido realizado sólo a través de un largo período de evolución social, al logro episódico y personal de un héroe de la cultura». En otras palabras, un modo de vida espartano que fue tomando forma gradualmente se atribuyó retroactivamente a un único legislador, cuyo nombre le dio una autoridad casi divina. Pero es muy posible que nunca haya existido una persona como Licurgo.
¿Podría ocurrir lo mismo con Homero? La historia de Licurgo implica que, hasta que él llegó, la Ilíada y la Odisea sólo existían como relatos fragmentarios contados en diversas partes del mundo helénico. En Atenas, se atribuyó una hazaña similar a otro gobernante, Peisístrato, una figura histórica bien documentada que vivió en el siglo VI a.C. Se dice que fue «la primera persona que organizó los libros de Homero, antes dispersos, en el orden que tenemos hoy». También instituyó una competición cuatrienal, los Grandes Panateneos, en la que las epopeyas eran recitadas en su totalidad por un relevo de rapsodas.
Nagy observa que muchas culturas cuentan historias sobre un texto antiguo reducido a fragmentos dispersos, luego reunidos para reconstituir el original perdido. Se sabe que la epopeya nacional de Persia, el Shahnameh («Libro de los Reyes»), fue escrita por el poeta Ferdowsi, a finales del siglo X d.C. Pero en el texto Ferdowsi afirma que la historia se perdió en una ocasión y que un grupo de sabios la recompuso a partir de fragmentos. Según Nagy, una historia de este tipo no debe considerarse un relato literal de acontecimientos históricos, sino «un mito que da cuenta de un proceso histórico»: un conjunto de relatos contados de diversas maneras en varios lugares se recoge y edita en una versión única y autorizada, que luego se proyecta hacia el pasado lejano.
En 1795, el filólogo alemán Friedrich August Wolf publicó un libro, «Prolegómenos a Homero», en el que sostenía que la Ilíada y la Odisea no pudieron ser compuestas de una sola vez en la forma que ahora conocemos. «Me resulta imposible aceptar la creencia a la que nos hemos acostumbrado: que estas dos obras de un solo genio surgieron de repente de la oscuridad en todo su esplendor, tal y como son, tanto con el esplendor de sus partes como con las muchas y grandes virtudes del conjunto conectado», escribió. Creía que las epopeyas se editaron juntas a partir de poemas más cortos que se compusieron y transmitieron oralmente durante los siglos anteriores a la llegada de la alfabetización a Grecia. En los propios poemas, señaló Wolf, nadie lee ni escribe.
Este argumento recurrió al nuevo espíritu del nacionalismo en Alemania, donde una generación de pensadores reaccionó contra el universalismo triunfante de la Revolución Francesa subrayando las diferencias que hacen únicas a las naciones y culturas. Si Homero nunca existió, la Ilíada y la Odisea podrían leerse como expresiones directas del espíritu griego.
Dado que no hay pruebas externas fiables sobre cómo se compusieron las epopeyas homéricas, el propio texto tuvo que ser persuadido para que contara su historia. Lo mismo ocurre con la Biblia hebrea, pero en ese caso está claro que se trata de una colección de libros de diferentes autores: narran acontecimientos que tuvieron lugar con siglos de diferencia y están escritos en una amplia gama de estilos, desde la crónica seca hasta el verso visionario. La Ilíada y la Odisea, en cambio, podrían ser obra de un solo poeta. Utilizan la misma forma de verso: hexámetro dactílico, en el que cada línea contiene seis grupos de sílabas. Una de las características más destacadas de la poesía homérica es el uso de epítetos, descripciones fijas que se aplican a personas y cosas una y otra vez: «Hera de brazos blancos», «Aquiles de pies veloces», «mar oscuro como el vino«. Esto da el efecto de un estilo poético único sostenido en gran medida -la Ilíada tiene casi dieciséis mil líneas, la Odisea más de doce mil-. Y, aunque las epopeyas contienen muchos episodios y personajes, cada una de ellas emplea un marco narrativo muy centrado: la Ilíada se concentra en el último año de la guerra de Troya, y la Odisea narra el viaje de retorno de un hombre a su casa tras el fin de la guerra.
Sin embargo, una lectura atenta de cada epopeya revela incoherencias que serían difíciles de explicar si una o ambas hubieran sido escritas por un solo autor. Robert Fagles observa, en la introducción a su traducción de la Ilíada de 1990, que los griegos y los troyanos del poema luchan con armas de bronce, la aleación de cobre y estaño que se utilizaba en Oriente Próximo hasta el año 1200 a.C. Evidentemente, la Edad de Hierro no ha hecho más que empezar, ya que el hierro es raro y precioso: en los juegos funerarios que Aquiles organiza para su amigo Patroclo, en el libro XXIII, ofrece como premio «un lingote lo suficientemente grande como para mantener al ganador en hierro / durante cinco años de rueda». Sin embargo, en el Libro IV se describe que el arquero troyano Pandarus utiliza puntas de flecha de hierro. Como señala Fagles, «las puntas de flecha no son cosas que esperas recuperar una vez que las has disparado». El detalle sugiere que esta parte de la epopeya proviene de una época en la que el hierro se había vuelto tan común que los arqueros podían permitirse el lujo de tirarlo.
Otro signo, evidente para expertos como Fagles y Parry, aunque invisible para quienes leemos a Homero traducido, es que el griego de Homero es una amalgama de dialectos de diversas regiones y épocas. Incluye palabras y formas gramaticales que ya desconcertaban a los atenienses en el siglo V a.C., cuando los estudiantes tenían que leer a Homero en la escuela. Como dice Fagles, el griego de Homero «no es una lengua que se haya hablado alguna vez«. Entonces, ¿cómo llegaron a escribirse en él la Ilíada y la Odisea?
El golpe de genio de Parry fue darse cuenta de que la respuesta a esta pregunta estaba oculta a la vista, en las dos características más obvias de la poesía homérica: la métrica y los epítetos. En su tesis doctoral, Parry demostró que estos rasgos estaban directamente relacionados, de una manera que nadie había notado en milenios de lectura. Su argumento se basa en el hecho de que el griego, a diferencia del inglés, es una lengua declinable, en la que las formas de las palabras y los nombres varían según su función gramatical: Aquiles es Achilleus cuando es sujeto de un verbo, Achillea cuando es objeto directo. Estas formas tienen valores métricos diferentes, lo que significa que cuando aparecen en una línea de poesía las sílabas que las rodean tienen que ser también diferentes, para conservar el patrón del hexámetro.
Parry, escribe Kanigel, demostró que «para cada héroe, dios o diosa, en cada caso gramatical, en cada posición de la línea hexamétrica, había normalmente un solo epíteto que lo acompañaba». Homero no llamó a los aqueos «de pelo fuerte» en un lugar y «de cabeza peluda» en otro porque pensara que esos adjetivos eran especialmente adecuados en ese momento de la historia. Más bien disponía de una serie de epítetos listos para usar en diferentes patrones métricos que podían encajarse en función de las necesidades del verso, como si fueran bloques de Tetris. Como escribió Parry en uno de sus trabajos, «el lenguaje homérico es obra del verso homérico«, y no al revés.
En su tesis doctoral, Parry demostró estos patrones con extensas tablas y gráficos. Todavía no estaba preparado para dar el paso de explicar por qué las epopeyas se compusieron así. Pero, para cualquiera que esté inmerso en las disputas académicas sobre la cuestión homérica, las implicaciones eran claras. En una reseña del trabajo de Parry, su director de tesis, el lingüista francés Antoine Meillet, escribió que «estos poemas estaban destinados a ser recitados y que se basaban en antiguas semi-improvisaciones orales».
Al fin y al cabo, si Homero era un escritor sentado en un escritorio con una pluma de caña y un trozo de papiro, no había ninguna razón para que tuviera que hacer sus líneas con elementos prefabricados. Podría haber rellenado los versos como quisiera. Pero, si la epopeya era improvisada sobre la marcha por un intérprete oral, los epítetos habrían sido indispensables para que el cantante mantuviera el compás mientras pensaba qué decir a continuación. Esto era especialmente cierto si el cantante no sabía leer o escribir, y por tanto no tenía un texto original que consultar y memorizar. Como escribió Parry: «En una sociedad en la que no se lee ni se escribe, el poeta, como sabemos por el estudio de esos pueblos en nuestra propia época, siempre hace su verso a partir de fórmulas. No puede hacerlo de otra manera».
Fue esta teoría la que llevó a Parry a Yugoslavia, donde todavía existía una tradición viva de poesía oral. Los capítulos de Kanigel sobre sus dos viajes -uno corto e insatisfactorio en 1933, seguido de uno largo y fructífero en 1934-35- forman la parte más absorbente de «Oyendo la canción de Homero», al igual que los viajes fueron la experiencia más interesante de la vida de Parry. Con la ayuda de un intérprete, Nikola Vujnović, Parry iba de pueblo en pueblo y preguntaba en la taberna por el mejor guslar local, un bardo que acompañaba su recitación con una gusle, un instrumento de una sola cuerda hecho de madera de arce, crin de caballo y piel de oveja o conejo.
Utilizando una máquina de grabación especialmente diseñada con dos tocadiscos, Parry podía grabar continuamente durante horas mientras el guslar repasaba su repertorio de cuentos. Estos solían tener que ver con las aventuras de héroes legendarios de los Balcanes que no habrían parecido fuera de lugar entre Aquiles y Héctor. «El cautiverio de Dulić Ibrahim», que Parry grabó en varias versiones de diferentes cantantes, cuenta la historia de un héroe musulmán, Dulić Ibrahim, cuyo verdadero amor se desposa con otro mientras él está preso de un príncipe cristiano. Cuando el príncipe, impresionado por la profundidad del dolor de Dulić, lo libera, Dulić se dirige a su casa para recuperar a la mujer. Como señala Kanigel, la historia tiene algunos paralelos notables con la Odisea, aunque no hay ninguna sugerencia de influencia directa. Cuando Dulić regresa, derrota en combate a «treinta capitanes y… veinte duques», de forma parecida a como Odiseo mata a los ciento ocho pretendientes que han estado acosando a su abandonada esposa, Penélope. Dulić es reconocido por su amado caballo, al igual que Odiseo es reconocido por su fiel perro, Argos.
No es de extrañar que Parry creyera que en Yugoslavia había entrado en contacto con el manantial de la épica. Algunas de las grabaciones que hizo, y otras realizadas posteriormente por Lord, están disponibles para su transmisión en el sitio web de la Biblioteca de Harvard. El zumbido de la ráfaga y el canto en clave menor parecen primitivos, de una época anterior a la separación de la poesía y la música. «Me gusta pensar», escribió Lord, que en estas canciones «uno está escuchando la Odisea, o antiguas canciones como ella, todavía vivas en los labios de los hombres, siempre nuevas, pero siempre iguales».
La investigación de Parry demostró que, en una tradición de interpretación oral, no tiene sentido hablar de un poema como si tuviera un texto auténtico y original. Descubrió que, cuando pedía a un guslar que interpretara el mismo poema en días consecutivos, las transcripciones podían ser dramáticamente diferentes, con líneas y episodios enteros que aparecían o desaparecían. Con el guslar que consideraba el más dotado, un hombre de unos sesenta años llamado Avdo Međedović, Parry probó un experimento: hizo que Međedović escuchara un cuento que nunca había oído antes, interpretado por un cantante de otro pueblo, y luego le pidió que lo repitiera. Tras una sola escucha, Međedović no solo pudo volver a contarlo entero, sino que lo hizo tres veces más largo y, según recuerda Lord, mucho mejor: «La ornamentación y la riqueza se acumularon, y los toques humanos del personaje impartieron una profundidad de sentimiento que había faltado».
Desde Wolf, la Cuestión Homérica había planteado una elección entre opuestos: un poeta individual de genio o una serie de cantantes populares anónimos. A través de un minucioso análisis textual, Parry zanjó el debate a favor de estos últimos. Sin embargo, al descubrir a Međedović, vislumbró cómo podría superarse el binario. Entre las generaciones de bardos de la antigua Grecia que contaban historias sobre la guerra de Troya y las aventuras de Odiseo, debió de haber uno o unos pocos que fueran genios en sí mismos: que pudieran escuchar las viejas historias formulistas y transformarlas en epopeyas tan vívidas y dramáticas que la gente las mantuviera vivas durante miles de años. No sabemos nada de esos grandes narradores, como tampoco conocemos los nombres de la mayoría de los arquitectos y albañiles que crearon las catedrales góticas. Pero bien podríamos llamarlos Homero.
Traducción: Marcos Villasmil
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NOTA ORIGINAL:
The New Yorker
The Classicist Who Killed Homer
How Milman Parry proved that the Iliad and the Odyssey were not written by a lone genius.
Adam Kirsch
The Western tradition has never been more appealingly portrayed than in Rembrandt’s 1653 painting “Aristotle with a Bust of Homer.” Whether you stand in front of it at the Metropolitan Museum or look at it online, the painting turns you into a link in a chain that goes back three thousand years. Here you are in the twenty-first century, contemplating a painting made in Amsterdam in the seventeenth century, which portrays a philosopher who lived in Athens in the fourth century B.C., looking at a poet thought to have lived in the eighth century B.C. Tradition abolishes time, making us all contemporaries.
Yet the painting hints that Homer doesn’t quite belong in the same dimension of reality occupied by you, Aristotle, and Rembrandt. Aristotle is portrayed realistically in the dress of Rembrandt’s time—sumptuous white shirt, simple black apron, and broad-brimmed hat. (It wasn’t until the twentieth century that art historians determined that the figure was Aristotle; earlier identifications included a contemporary of Rembrandt’s, the writer Pieter Cornelisz Hooft.) In other words, Aristotle is a human being like us, albeit an extraordinary one. Homer, however, is a white marble bust—a work of art within a work of art.
It’s a reminder that, even for Aristotle, Homer was more a legend than a man. In his Poetics, the philosopher credits the poet with inventing epic, drama, and comedy. “It is Homer who has chiefly taught other poets the art of telling lies skillfully,” he writes with evident ambivalence. Herodotus, known as the first historian, saw Homer, along with the poet Hesiod, as having invented Greek mythology, calling them the first to “give the gods their epithets, to allot them their several offices and occupations, and describe their forms.”
When it comes to things like when and where Homer lived, however, the earliest sources are already unreliable. According to tradition, the poet was blind and was born on the island of Chios, where a guild of rhapsodes—reciters of epic poetry—later became known as the Homeridae, “children of Homer,” and claimed to be his direct descendants. But there is no evidence for any of these assertions, and some ancient biographies of Homer are obviously fanciful.
Herodotus writes that Homer lived “four hundred years before my time,” which would put him in the ninth century B.C., but adds that this is “my own opinion,” with no real proof behind it. Other ancient sources give dates from 1100 to 800 B.C., placing Homer in what historians now call Greece’s Dark Ages, when the kingdoms we read about in the Iliad had collapsed and city-states like Athens and Sparta had not yet arisen. This was long before the development of the literate, urban civilization we think of as “ancient Greece.” There are no written records of this period, a fact that suggests the Greeks of Homer’s time were illiterate. Ultimately, the only evidence that such a person as Homer ever lived is the existence of the Iliad and the Odyssey themselves. Surely someone had to have written them, and, as far back as we can see, that person was called Homer.
But in the nineteenth century classicists began to subject the Iliad and the Odyssey to the same kind of critical analysis that was casting new light on the historical origins of the Bible. Tradition held that the five books of Moses were written by their namesake, but research was suggesting that they were a composite of several sources stitched together long after the time they were ostensibly written. A similar debate—known as the Homeric Question—roiled classical scholarship. Were the Iliad and the Odyssey really written by a historical individual named Homer, or were they composites of shorter poems by various people, woven together to form the epics we know? So-called “unitarians” argued that only a single author, with a powerfully imaginative mind, could have produced such monumental poems. “Analysts,” on the other hand, worked on separating the epics into their supposed original components by closely scrutinizing the language and the narrative.
Among those who waded into the debate was William Gladstone, the four-time Prime Minister of Britain, who published his three-volume “Studies on Homer and the Homeric Age” in 1858, during a brief stint out of office. Gladstone believed that the Homeric Question had been conclusively settled in favor of the traditional, unitarian view. The poems, he wrote, were “genuine gifts not only of a remote antiquity but of a designing mind.” And Homer, “to whom that mind belonged, has been justly declared by the verdict of all ages to be the patriarch of poets.” As it turned out, the verdict was premature.
We may not know when Homer was born, but we can say for certain that he ceased to exist in the early nineteen-thirties, when a young Harvard professor named Milman Parry published two papers, in the journal Harvard Studies in Classical Philology, with the seemingly innocuous title “Studies in the Epic Technique of Oral Verse-Making.” Parry’s thesis was simple but momentous: “It is my own view, as those who have read my studies on Homeric style know, that the nature of Homeric poetry can be grasped only when one has seen that it is composed in a diction which is oral, and so formulaic, and so traditional.” In other words, the Iliad and the Odyssey weren’t written by Homer, because they weren’t written at all. They were products of an oral tradition, performed by generations of anonymous Greek bards who gradually shaped them into the epics we know today. Earlier scholars had advanced this as a hypothesis, but it was Parry who demonstrated it beyond a reasonable doubt.
When he published his landmark papers, Parry was just thirty years old. Born in Oakland, California, where his father ran an unsuccessful drugstore, he visited Greece only once, for two months. But, as Robert Kanigel shows in the new biography “Hearing Homer’s Song” (Knopf), Parry, as an undergraduate at Berkeley, had been seized by Homer, in much the same way that the deities in the Iliad seize their favorite humans. In that era of American public education, even someone from Parry’s background could master Latin in high school and Greek in college, where the language “became his deep and abiding love,” his sister later recalled. “I think it was the sheer beauty and grandeur of spoken Greek—and the great delight the Greeks found in simply being alive—that attracted him.”
Parry’s career as a classicist lasted about fifteen years, from the first Greek courses he took until his sudden death, in 1935, at the age of thirty-three. He published no books and only a few papers. His most important research, undertaken in the last years of his life, involved travelling to remote areas of Yugoslavia to make recordings of local singers, whose improvised songs offered clues about how the Homeric epics might have been performed millennia earlier. These recordings revolutionized the understanding of oral literature, but when Parry died no one had yet listened to them; they were just a pile of thirty-five hundred aluminum disks sitting in a Harvard storage room.
The significance of Parry’s work might never have become widely known if it weren’t for another scholar, Albert Lord, who accompanied Parry to Yugoslavia as a research assistant. Lord devoted the rest of his life to preserving and building on his teacher’s research, above all in his classic book on oral poetry, “The Singer of Tales” (1960). As Kanigel writes, for classicists, Parry and Lord are as indivisible as Watson and Crick, the scientists who discovered the structure of DNA.
Parry was an unlikely candidate for the task of abolishing Homer, who had been revered as the West’s first great poet for almost three thousand years. But, as great as Parry’s accomplishment was, it’s not obvious that biography is the best genre for taking stock of it. Because he died almost a century ago, there is no one alive for Kanigel to interview, no new sources to unearth. To compensate, he leans on descriptions of the places Parry lived—Oakland at the turn of the century, or Paris in the nineteen-twenties, when he studied for his doctorate at the Sorbonne. Kanigel also devotes much attention to Parry’s marriage, helped by an interview that his widow, Marian, recorded in 1981. The only revelation here, though, is that the Parrys weren’t very close; they married only because Marian got pregnant, when she was twenty-four and Milman twenty-one. “That’s the beginning of the baby and the end of me,” she remembered him saying. They had a son and a daughter.
The Parrys’ marriage is primarily of interest because of the manner of Milman’s death. Late in 1935, he took a sudden leave of absence from Harvard to go to California, where Marian was helping her mother deal with a financial crisis. After spending time in the Bay Area, the Parrys headed south to visit Milman’s sister, in San Diego. They were staying overnight in a hotel in downtown Los Angeles when Milman, rummaging through his suitcase, discharged a loaded pistol he had packed, shooting himself in the heart.
Naturally, such a shocking death provoked rumor and conjecture about suicide or murder, which Kanigel duly reviews. But nothing in Milman’s life suggested that he was suicidal or that Marian had a motive for killing him. The policemen called to the scene didn’t hesitate to declare the death accidental, and the Parrys’ children later wrote that, given “Milman Parry’s character and the specific circumstances of his death,” an accident was the only reasonable explanation.
Certainly Parry doesn’t seem to have been the kind of man to inspire murderous passions. One of his Harvard colleagues recalled, “He had no enemies so far as I know and few friends. Not that he rejected friendship; he did not need it. He had had his idea and he had deliberately prepared himself to follow it up, and this was his life.” It is Parry’s consuming idea that is the real subject of “Hearing Homer’s Song.”
Even in antiquity, there were some clues that the authorship of the Iliad and the Odyssey might be a complicated affair. The Greek historian Plutarch, who lived in the first century A.D., wrote that the epics owed their existence as complete poems to Lycurgus, an early ruler of Sparta, who encountered them during his travels in Asia Minor:
Lycurgus was renowned in antiquity for creating the harsh institutions that made Sparta Spartan, such as military training for boys and common mess halls for adult men. Little of this is certain, however. The classicist Gregory Nagy has written, in his book “Homeric Questions” (1996), that “it was a common practice to attribute any major achievement of society, even if this achievement may have been realized only through a lengthy period of social evolution, to the episodic and personal accomplishment of a culture hero.” In other words, a Spartan way of life that gradually took shape was retroactively attributed to a single lawgiver, whose name gave it an almost divine authority. But it’s entirely possible that no such person as Lycurgus ever existed.
Could the same be true of Homer? The story about Lycurgus implies that until he came along the Iliad and the Odyssey existed only as fragmentary tales told in various parts of the Hellenic world. In Athens, a similar feat of reconstruction was attributed to a different ruler, Peisistratus, a well-attested historical figure who lived in the sixth century B.C. He was said to be “the first person ever to arrange the books of Homer, previously scattered about, in the order that we have today.” He also instituted a quadrennial competition, the Great Panathenaea, in which the epics were recited in their entirety by a relay of rhapsodes.
Nagy observes that many cultures tell stories about an ancient text reduced to scattered fragments, then gathered together to reconstitute the lost original. The national epic of Persia, the Shahnameh (“Book of Kings”), is known to have been written by the poet Ferdowsi, at the end of the tenth century A.D. But in the text Ferdowsi claims that the story was once lost and then reassembled out of fragments by a group of wise men. A story like this, Nagy argues, should be seen not as a literal account of historical events but “as a myth that happens to account for a historical process”: a cluster of tales told in various ways in various places is collected and edited into a single, authoritative version, which is then projected back into the distant past.
In 1795, the German philologist Friedrich August Wolf published a book, “Prolegomena to Homer,” arguing that the Iliad and the Odyssey could not have been composed all at once in the form we know them now. “I find it impossible to accept the belief to which we have become accustomed: that these two works of a single genius burst forth suddenly from the darkness in all their brilliance, just as they are, with both the splendor of their parts and the many great virtues of the connected whole,” he wrote. He believed that the epics were edited together out of shorter poems that were composed and transmitted orally during the centuries before literacy came to Greece. In the poems themselves, Wolf noted, no one ever reads or writes.
This argument appealed to the new spirit of nationalism in Germany, where a generation of thinkers reacted against the triumphal universalism of the French Revolution by stressing the differences that make nations and cultures unique. If Homer never existed, then the Iliad and the Odyssey could be read as direct expressions of the Greek spirit.
Because there’s no reliable external evidence about how the Homeric epics were composed, the text itself had to be coaxed into telling its story. The same is true of the Hebrew Bible, but in that case it’s clear that we are dealing with a collection of books by different authors: they narrate events that took place centuries apart and are written in a wide range of styles, from dry chronicle to visionary verse. The Iliad and the Odyssey, in contrast, could plausibly be the work of a single poet. They use the same verse form throughout—dactylic hexameter, in which every line contains six groups of syllables. One of the most prominent features of Homeric poetry is the use of epithets, fixed descriptions that are applied to people and things again and again: “white-armed Hera,” “swift-footed Achilles,” “wine-dark sea.” This gives the effect of a single poetic style sustained at great length—the Iliad is almost sixteen thousand lines, the Odyssey more than twelve thousand. And, though the epics contain many episodes and characters, each employs a highly focussed narrative framework: the Iliad concentrates on the final year of the Trojan War, and the Odyssey tells of one man’s journey home after the war ends.
Still, a close reading of each epic reveals inconsistencies that would be hard to explain if either or both had been written by a single author. Robert Fagles observes, in the introduction to his 1990 translation of the Iliad, that the poem’s Greeks and Trojans fight with weapons made of bronze, the alloy of copper and tin used in the Near East until about 1200 B.C. The Iron Age is evidently only just beginning, since iron is rare and precious: in the funeral games that Achilles stages for his friend Patroclus, in Book XXIII, he offers as a prize “an ingot big enough to keep the winner in iron / for five wheeling years.” Yet in Book IV the Trojan archer Pandarus is described as using iron arrowheads. As Fagles notes, “Arrowheads are not things you expect to get back once you have shot them.” The detail suggests that this part of the epic comes from a time when iron had become so common that archers could afford to throw it away.
Another sign, apparent to experts like Fagles and Parry, though invisible to those of us who read Homer in translation, is that Homer’s Greek is an amalgam of dialects from various regions and eras. It includes words and grammatical forms that were already puzzling Athenians in the fifth century B.C., when students had to read Homer in school. As Fagles puts it, Homer’s Greek “is not a language that anyone ever spoke.” So how did the Iliad and the Odyssey come to be written in it?
Parry’s stroke of genius was to realize that the answer to this question was hidden in plain sight, in the two most obvious features of Homeric poetry—the meter and the epithets. In his doctoral thesis, Parry showed that these features were directly connected, in a way no one had noticed in millennia of reading. His argument rests on the fact that Greek, unlike English, is an inflected language, where the forms of words and names vary according to their grammatical function: Achilles is Achilleus when he’s the subject of a verb, Achillea when he’s the direct object. These forms have different metrical values, meaning that when they appear in a line of poetry the syllables around them have to be different, too, in order to preserve the pattern of the hexameter.
Parry, Kanigel writes, showed that “for each hero, god, or goddess, in each grammatical case, in each position in the hexametric line, there was normally only a single epithet that went with it.” Homer didn’t call the Achaeans “strong-greaved” in one place and “hairy-headed” in another because he thought those adjectives were particularly apt at that moment in the story. Rather, he had a supply of ready-made epithets in different metrical patterns that could be slotted in depending on the needs of the verse, like Tetris blocks. As Parry wrote in one of his papers, “The Homeric language is the work of the Homeric verse,” not the other way around.
In his doctoral thesis, Parry demonstrated these patterns with extensive tables and charts. He wasn’t yet ready to take the step of explaining why the epics were composed this way. But, to anyone steeped in the academic wrangling over the Homeric Question, the implications were clear. In a review of Parry’s work, his thesis adviser, the French linguist Antoine Meillet, wrote that “these poems were intended to be recited and that they were based on ancient oral semi-improvisations.”
After all, if Homer was a writer sitting at a desk with a reed pen and a piece of papyrus, there was no reason that he had to make his lines from prefabricated elements. He could have filled out the verses any way he liked. But, if the epic was being improvised on the spot by an oral performer, the epithets would have been indispensable, allowing the singer to keep the meter going while he thought about what to say next. This was especially true if the singer could not read or write, and so had no original text to consult and memorize. As Parry wrote, “In a society where there is no reading and writing, the poet, as we know from the study of such peoples in our own time, always makes his verse out of formulas. He can do it in no other way.”
It was this theory that took Parry to Yugoslavia, where a living tradition of oral poetry still existed. Kanigel’s chapters on his two trips—a short, unsatisfying one in 1933, followed by a long and fruitful one in 1934-35—form the most absorbing part of “Hearing Homer’s Song,” just as the trips were the most interesting experience of Parry’s life. With the help of an interpreter, Nikola Vujnović, Parry would go from village to village and inquire at the tavern about the best local guslar—a bard who accompanied his recitation with a gusle, a single-stringed instrument made of maple wood, horsehair, and sheep or rabbit skin.
Using a purpose-built recording machine with two turntables, Parry could record continuously for hours as the guslar went through his repertoire of tales. These usually had to do with the adventures of legendary Balkan heroes who would not have seemed out of place among Achilles and Hector. “The Captivity of Dulić Ibrahim,” which Parry recorded in several versions by different singers, tells of a Muslim hero, Dulić Ibrahim, whose true love is betrothed to another while he is imprisoned by a Christian prince. When the prince, impressed by the depth of Dulić’s grief, frees him, Dulić makes his way home to win the woman back. As Kanigel points out, the story has some remarkable parallels with the Odyssey, though there is no suggestion of direct influence. When Dulić returns, he defeats “thirty captains and . . . twenty dukes” in combat, much as Odysseus slays the hundred and eight suitors who have been plaguing his abandoned wife, Penelope. Dulić is recognized by his beloved horse, just as Odysseus is recognized by his faithful dog, Argos.
No wonder Parry believed that in Yugoslavia he had made contact with the wellspring of epic. Some of the recordings he made, and others made later by Lord, are available for streaming on the Harvard Library Web site. It’s not just the scratchiness that makes them sound ancient; the drone of the gusle and the minor-key speak-singing feel primeval, from a time before poetry and music diverged. “I like to think,” Lord wrote, that in these songs “one is hearing the Odyssey, or ancient songs like it, still alive on the lips of men, ever new, yet ever the same.”
Parry’s research showed that, in an oral-performance tradition, it makes no sense to speak of a poem as having an authentic, original text. He found that, when he asked a guslar to perform the same poem on consecutive days, the transcripts could be dramatically different, with lines and whole episodes appearing or disappearing. With the guslar he considered the most gifted, a man in his sixties named Avdo Međedović, Parry tried an experiment: he had Međedović listen to a tale he’d never heard before, performed by a singer from another village, and then asked him to repeat it. After one hearing, Međedović not only could retell the whole thing but made it three times longer, and, in Lord’s recollection, much better: “The ornamentation and richness accumulated, and the human touches of character imparted a depth of feeling that had been missing.”
Since Wolf, the Homeric Question had posed a choice between opposites: an individual poet of genius or a series of anonymous folksingers. Through close textual analysis, Parry settled the debate in favor of the latter. In discovering Međedović, however, he glimpsed how the binary might be overcome. Among the generations of ancient Greek bards who told stories about the Trojan War and the adventures of Odysseus, there must have been one or a few who were geniuses themselves—who could hear the formulaic old stories and transform them into epics so vivid and dramatic that people would keep them alive for thousands of years. We don’t know anything about those great storytellers, just as we don’t know the names of most of the architects and masons who created the Gothic cathedrals. But we might as well call them Homer. ♦