El debate que Cuba merece
Washington debería comprender que no puede ni debe intentar sustituir a los actores del cambio: los cubanos.
Los intercambios sobre Cuba insisten en aportar respuestas dudosas a interrogantes erradas. Para muchos solo hay dos posturas: a favor o en contra de las declaraciones de Obama y Raul Castro el 17 D. Los matices sobran… y molestan. Sin embargo, el reto del analista es explicar cosas complejas en un espacio limitado. No para imponer un criterio, sino para contribuir a ampliar los horizontes de la conversación.
Comencemos por una premisa insoslayable. La Historia —en especial a corto y mediano plazos— no tiene un sentido lineal ni obedece a una lógica predeterminada. Nada es «impensable» y nadie puede prever todas las consecuencias de una opción política o personal.
¿Del «fatalismo geográfico» al determinismo del mercado?
Se equivocaron quienes supusieron que el comunismo no podría jamás imponerse en un país próspero situado a 90 millas de EEUU y en pleno apogeo de esa superpotencia. Erraron también los que creyeron inevitable la caída de Castro después del derrumbe de la URSS. Y ahora la idea de que la lógica del mercado traerá inexorablemente la democracia es una apuesta aun más riesgosa que las dos anteriores. Tanto, que sospecho que muy pocos de quienes la usan para defender a ultranza los acuerdos del 17 D creen realmente todo lo que dicen. Transitar intelectualmente del determinismo geográfico al del mercado es realmente patético. Pero eso es hojarasca. El 17 D no responde a una estrategia de promoción de derechos humanos, sino a una interpretación de cómo proteger los intereses de seguridad nacional de EEUU. Es desde esa perspectiva que debe ser asumido su debate.
La Habana —con agentes tan eficientes como su espía Ana Belén Montes, sembrada en el Pentágono— había logrado persuadir a Washington en tres puntos claves: a) Cuba no representa un peligro ni debe ser objetivo priorizado de la política exterior; b) el único desafío significativo que presenta el régimen cubano es su inestabilidad interna, que pudiera llegar a provocar un éxodo masivo o una situación de violencia que arrastraría a EEUU —por presiones de su política doméstica— a una intervención humanitaria; y c) si el régimen implosionara la Isla caería inevitablemente en manos del crimen organizado. Estos, cuando menos, debatibles presupuestos son los cimientos intelectuales de una nueva política dirigida a facilitar, deliberadamente, que los militares cubanos se estabilicen en el poder. Procurar «estabilidad» es la esencia de la lógica detrás del 17 D.
Asentada esa premisa en los círculos más cercanos al presidente Obama, la Casa Blanca puso en marcha un plan de negociaciones secretas a mediados de 2013 que compartimentaría, no solo a los demás poderes del Estado, sino incluso al resto de las agencias del poder ejecutivo. Una vez alcanzados los acuerdos básicos con la parte cubana, la burocracia recibió la orden de planificar su implementación, elaborar una narrativa que los legitimara y construir alianzas políticas, empresariales y mediáticas para impulsar la nueva política.
La terca realidad
Los promotores del 17 D prefieren ignorar todo dato que ponga en duda lo acertado de la línea trazada. Cualquier asomo de enfoque crítico es ripostado con pasional vehemencia. Pero algunos hechos son tercos.
Uno es que el Gobierno cubano, hasta el presente, no ha permitido a los emprendedores aprovechar la oferta de comercio directo y facilidades de todo tipo que ahora les ha ofrecido EEUU.
Ese sector no-estatal no está cubierto por las sanciones del embargo, porque antes simplemente no existía. Las sanciones están por definición dirigidas contra la economía estatal cubana, que entonces era casi el 100%. El presidente Obama hizo uso de esa realidad para tender un puente favorable al desarrollo del sector no estatal. ¡Muy bien! El problema es que La Habana solo está interesada en aprovechar el momento psicológico actual para atraer inversionistas y créditos hacia la economía estatal, en especial hacia aquel segmento (casi un 70%) controlado directamente por los militares.
Por su parte, la prensa internacional, por lo general, prefiere destacar en sus titulares cada delegación de empresarios que viaja a reunirse con el Gobierno cubano, antes que monitorear si han sido levantadas las restricciones internas al sector no estatal para que pueda beneficiarse del 17 D.
El otro hecho inconveniente es que desde el 17 D se han multiplicado las salidas legales e ilegales del país. En una sociedad «estable», pero sin alternativas de prosperidad, la única que existe es irse a otra parte. La mayoría de los cubanos apoyan los pasos de Obama, pero al transcurrir los meses corroboran que los cambios internos positivos que su nueva política hacia Cuba puede potencialmente facilitar, no se materializan. Lo impide el bloqueo… del Partido Comunista.
Los jóvenes prefieren emigrar. Pese a que por su corta edad dispondrían de más tiempo para ello, no esperarán «el nuevo amanecer» que auguran los que ponen su esperanza en el deshielo entre los dos países. No se trata solo del apuro ante los rumores de que el acceso migratorio de los cubanos a EEUU se hará más difícil. El silencioso pero masivo éxodo en marcha es un veredicto sobre la nula credibilidad administrativa del Gobierno cubano, con o sin embargo. Los recursos antes proporcionados por la URSS o Venezuela —y los que en lo adelante puedan provenir de EEUU— no alcanzan para construir una sociedad próspera bajo la elite de poder con el peor historial administrativo en la era moderna.
La visión idílica de las «reformas de Raúl» que venden no pocos medios de prensa extranjeros, no se corresponde con los masivos flujos migratorios cubanos que se mueven en dirección inversa al de los turistas ansiosos por conocer «la isla prohibida».
La inestabilidad y sus peligros tienen matriz nacional
La motivación real detrás del 17D, ubicada en el marco de la seguridad nacional, pudiera también frustrarse. La pretendida política de estabilización puede terminar incentivando la desestabilización. La causa de ese problema radica en su falsa premisa: la raíz de la inestabilidad interna no es el embargo estadounidense. Lo que hoy potencia el éxodo interno e internacional y empuja gradualmente a sectores de la población a involucrarse en actividades delictivas para subsistir es el bloqueo —férreo y persistente— del Gobierno cubano a las capacidades creativas de la ciudadanía al coartar sus libertades básicas. Prevenir una crisis de envergadura en la Isla no se logra consolidando el régimen de gobernabilidad existente porque es de él que emana el caos.
Un régimen no es el conjunto de personas que constituye el gobierno de un país sino el sistema operativo de su gobernabilidad. El régimen que resulta imprescindible cambiar en Cuba es el conjunto de instituciones, normas y valores que por más de medio siglo ha distribuido cuotas de poder, recursos y riquezas. Un cambio de líderes que no suponga un cambio de ese régimen de gobierno seria intrascendente. Lo decisivo en el futuro inmediato de Cuba no va a ser la edad del grupo dirigente que eventualmente sustituya al actual en la próxima década, sino sus ideas, conducta y el modo en que el régimen para entonces vigente les permita controlar y ejercer el poder.
El régimen que hoy existe —y todavía arrastra el totalitarismo primitivo de su ADN soviético— ha dado ya todo de sí y no puede ser el sistema de gestión de la gobernabilidad, ni siquiera bajo una modalidad autoritaria, en el nuevo mundo globalizado por esta era digital digital con economías de conocimiento del siglo XXI. La Cuba 1.0 nacida el 20 de mayo de 1902 fue desplazada en 1959 por la Cuba 2.0 de los hermanos Castro. Es un sistema operativo ya obsoleto que insisten usar a base de agregarle parches. Pero el advenimiento de la Cuba 3.0 es inevitable. El asunto en discusión es bajo cuál de sus posibles modalidades, democrática o autoritaria, se va a materializar. De manera conspicua algunos importantes promotores del 17D han proclamado sotto voce su voluntad de coexistir e invertir en una Cuba 3.0 de capitalismo de Estado autoritario.
Pero la consolidación de un futuro régimen de capitalismo de Estado autoritario no ofrecería seguridad a los intereses de EEUU. Mucho menos cuando los dirigentes cubanos y sus más probables sustitutos no han cambiado de mentalidad ni conducta en política exterior e insisten en tejer alianzas con países y potencias con regímenes de similar orientación en América Latina, Europa, África y Asia enfrentados a Washington.
Embargo: ¿estrategia o herramienta de una política?
El embargo no fue concebido como una doctrina permanente y rectora de las relaciones bilaterales entre EEUU y Cuba, sino como herramienta complementaria de la política de turno hacia la Isla. Más allá de constituir la primera respuesta punitiva por las nacionalizaciones no compensadas de las propiedades estadounidenses, pronto derivó en instrumento complementario de una estrategia dirigida a «revertir» el Gobierno de los hermanos Castro (roll-back) y luego a «contenerlo» en sus fronteras (containment).
El hecho es que —si se revisa esta historia de manera desapasionada— ninguna de las dos estrategias —roll back o containment— dio resultado. Los hermanos Castro continuaron en el poder y mantuvieron su intervencionismo en varios continentes, hasta que la Perestroika y la caída de la URSS hicieron difícil y finalmente imposible ese tipo de intervención en los asuntos de otros países. La injerencia cubana, lejos de ser abandonada, asumió nuevas y más eficaces modalidades hasta hoy.
Pero tampoco funcionaron dos décadas del llamado «compromiso constructivo» de Canadá y la Unión Europea nacida desde la caída de la URSS. Tan pronto se abrió la perspectiva de obtener nuevos subsidios de Venezuela, La Habana revirtió todos los pequeños espacios que había comenzado a tolerar en la economía o el debate intelectual. Ninguno de los dos enfoques logró modificar la mentalidad y conducta de la elite de poder cubana. Sus líderes siguen ralentizando los cambios internos (incluso hacia un modelo de capitalismo de Estado autoritario) y tejiendo alianzas con gobiernos agresivos como los de Corea del Norte y Rusia.
Entonces, ¿qué hacer?
Si a continuación este analista dedica algún espacio a buscar posibles respuestas a esa interrogante es porque, al igual que a muchos, lo abruma la pobreza intelectual que permea muchos de los actuales debates sobre la política hacia Cuba. La confrontación bipolar embargo sí o no está lejos de encerrar todas las opciones.
La promesa olvidada del 17 D
Quizás lo más importante sería que Washington comprendiese que no puede ni debe intentar sustituir a los actores del cambio: los cubanos. EEUU puede facilitar la creación de un contexto favorable para que sean ellos los que vean con claridad que el único muro que los separa de sus aspiraciones es el interno. Pueden por ello coexistir, en sinergia positiva, dos políticas paralelas: una hacia el Estado cubano y otra hacia la ciudadanía y su diáspora.
Lo apropiado es generar una nueva visión estratégica que vaya más allá de aquellas antes fracasadas del roll back, containment y constructive engagement. El 17 D no lo logra. Nació plagado de inconsistencias. Sin embargo, contiene elementos novedosos y prometedores que deben ser reconocidos y rescatados de la confusión conceptual que hoy prevalece y del temprano olvido al que ya están siendo sometidos.
El primer paso en una dirección más prometedora podría ser la incorporación de la receta de Raúl Castro al ritmo del deshielo estadounidense: «Sin pausa, pero sin prisa».
No sería descabellado que los legisladores estadounidenses acordasen una «pausa» a las concesiones unilaterales de Washington para dar un margen de tiempo a que sean correspondidas por La Habana. Es hora de que usen el espacio que el 17 D ha creado para que permitan al pueblo cubano beneficiarse de él. No se trataría de reclamar concesiones de Cuba hacia EEUU sino hacia los ciudadanos cubanos y que coinciden con los Pactos Internacionales de Derechos Humanos que ya ha suscrito ese gobierno.
Antes de dar nuevos pasos por el lado estadounidense, el Gobierno cubano debería iniciar otros en asuntos tales como permitir, al igual que a los inversionistas extranjeros, la participación de los cubanos y su diáspora en todos los sectores de la economía nacional y que el sector no estatal de la Isla pueda comerciar y sostener transacciones económicas directas con EEUU, lo cual ya ha sido autorizado por el lado estadounidense. Otras cuatro demandas no menos importantes serían, autorizar y facilitar el pleno acceso ciudadano a Internet (indispensable para el desarrollo económico en la era digital), garantizar la libertad de movimiento nacional e internacional de todos los cubanos (a cientos de miles se les sigue negando la entrada al país mientras que a unos dos millones se les restringe a un permiso de visita con tiempo limitado) y respetar la libertad de creación y expresión. En lógica consecuencia con ello, debería también poner fin a la violencia política y detenciones arbitrarias contra disidentes y opositores.
Si el Gobierno cubano insiste en que antes de considerar siquiera uno de esos pasos se debe levantar el embargo a la economía estatal puede respondérsele que tiene en sus manos una solución inmediata para eliminarlo. Toda empresa que fuese traspasada al sector no estatal de la economía quedaría automáticamente fuera de las sanciones económicas vigentes ya que ellas fueron desde un inicio dirigidas contra el sector estatal. En otras palabras: la clave y el ritmo del cese de las sanciones estadounidenses a las empresas cubanas radicaría en la voluntad reformista real del Gobierno en la Isla. En esas circunstancias, podría decírsele a aquellos que desean que el embargo termine que eso ya es técnicamente posible, pero deben dirigir sus demandas a La Habana, no al Congreso de EEUU. Es allí donde deben ejercer su presión.
Pero como nadie es tonto, el proceso de privatización tendría que realizarse en primera instancia a favor de quienes trabajan en esas instituciones aunque ellos podrían luego vender sus acciones si así lo desearan. Esa política haría difícil encubrir una arbitraria «piñata» cubana en favor de los militares y miembros de la elite de poder que un decreto de simple privatización facilitaría. El tema de las indemnizaciones a propiedades estadounidenses confiscadas sin compensación podría dársele solución con fondos especiales creados a ese fin y/o haciéndolos accionistas principales de sus antiguas empresas si aun existieran y eventualmente tuvieran todavía interés en ellas.
EEUU podría de este modo asumir de inmediato el papel de defender los intereses de los trabajadores cubanos que, con su apoyo, tendrían la posibilidad de transformarse en accionistas de sus actuales centros laborales. Para aquellos que en Washington se oponen a suscribir tratados de libre comercio por el impacto negativo que pueden tener en trabajadores sin derechos de sindicalización independiente —como ocurre a los cubanos que hoy laboran para contratistas extranjeros— esa pudiera ser una fórmula noble a apoyar.
Las sanciones económicas todavía vigentes contra las empresas estatales cubanas —conjuntamente con las medidas de apertura que ha hecho el presidente Obama hacia el sector no estatal— pudieran entonces redefinir su propósito del siguiente modo: «Actuar como incentivo y facilitador de reformas en la estructura de propiedad empresarial de la sociedad cubana, dirigidas a empoderar al sector no estatal emergente y a fortalecer la autonomía y libertades básicas de todos los ciudadanos». Esa sería una descripción de objetivos adecuada para una nueva política hacia Cuba en la que las sanciones e incentivos sean sus herramientas subsidiarias.
Sin embargo, al final, este es un asunto que corresponde dilucidar al Gobierno y la sociedad de EEUU. Por su parte, los cubanos debieran tener presente que las soluciones no vendrán de Washington ni de Bruselas, por buenas que puedan ser ocasionalmente las decisiones que emanen de allí.
¿Dialogar con Washington y Bruselas o con los cubanos en La Habana?
Lo que hoy está en juego es el destino de la sociedad cubana en la era digital y la economía de conocimiento en un mundo globalizado. No solo está en juego el destino de las generaciones presentes, sino la pobreza o prosperidad de las futuras.
Ese es un tema demasiado sensible para ser delegado a actores extranjeros que —con entera justicia— lo han de enfocar desde su propia óptica e intereses nacionales. Algunas de sus decisiones pueden contribuir a estabilizar y consolidar un proceso de transformaciones hacia un régimen de Capitalismo Militar de Estado. El pueblo cubano no ha sido ni va ser consultado acerca de si esa opción, ultimada entre actores foráneos y la elite de poder cubana, es la que realmente anhela. Pero el enfoque elitista, opaco y no democrático, del proceso de decisiones sobre el porvenir nacional ha sido una constante compartida en este proceso de negociaciones por los dirigentes cubanos y sus interlocutores.
El Gobierno cubano lleva más de medio siglo conversando y negociando asuntos que afectan a ese país exclusivamente con interlocutores extranjeros. El verdadero debate sobre el futuro de Cuba debe trasladarse de Washington y Bruselas a la Isla. Los interlocutores deben ser todos cubanos. Ya es hora. Lo que esa nación merece y requiere es poder sostener su propio debate nacional —incluyente, libre y pluralista— para decidir sus opciones y labrarse por sí misma el porvenir.
El papel más prometedor que pudieran asumir hoy los gobiernos extranjeros y el propio Papa Francisco es contribuir de manera creativa a que los cubanos —sin mordazas y en igualdad de condiciones— puedan finalmente dar inicio a ese diálogo nacional. El lugar para hacer esa contribución es La Habana. Allí están los principales actores de este conflicto endógeno del que la URSS, EEUU y Venezuela han sido las principales expresiones externas de su internacionalización.
Propaganda y política
Desde el 17D se ha fortalecido la ya debilitada narrativa oficial de La Habana de que los problemas que aquejan a la sociedad de la Isla se deben al conflicto entre Cuba y EEUU. Esa siempre ha sido una persuasiva falacia que por demasiado tiempo muchos creímos y a la que casi ningún cubano daba ya crédito en la víspera del 17 D.
La gente ya sabía que sus problemas tenían sobre todo una matriz nacional. El principal muro a derribar, ahora se comenzaba a ver con claridad, estaba en casa y era un producto cubano. Se abría paso la comprensión de que el embargo total a las fuerzas productivas y creatividad nacional provenía de la Plaza de la Revolución.Y en eso vino el 17D con su mea culpa unilateral. La unilateralidad en asumir toda la responsabilidad por lo sucedido estos años ha resultado más dañina, al revivir las falsas percepciones de la propaganda oficial, que la unilateralidad de las concesiones económicas.
Washington debe argumentar mejor su nueva política y presentar con mayor trasparencia sus verdaderos propósitos si no desea seguir inyectando nueva vida a las falsas percepciones fabricadas por la propaganda de La Habana.
Este debate no es una pelea de niños en el patio de la escuela a ver quién gana, aunque a menudo lo parezca. Las consecuencias de lo que finalmente se decida en Washington sobre estos temas serán de muy largo alcance para los cubanos, pero también para EEUU.