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El derecho internacional muere en Gaza

La destrucción de Gaza tras los ataques de Israel en seis imágenes  impactantes

 

Gaza no es simplemente un territorio bajo fuego, es el escenario más doloroso y persistente de una tragedia contemporánea que, a fuerza de repetirse, amenaza con volverse costumbre ante los ojos del mundo. Desde octubre de 2023, lo que ya era una emergencia humanitaria se ha transformado en una catástrofe legal, moral y humana sin precedentes recientes, con claros indicios de genocidio. 

Más de dos millones de personas, en su mayoría mujeres, niños y ancianos, han sido sitiadas, bombardeadas, desplazadas y sometidas a una política del hambre que no parece fruto del caos, sino de un cálculo meticuloso. Todo indica que Gaza se ha convertido en una cárcel a cielo abierto, sin comida, sin agua, sin refugio y sin esperanza.

Pero quizá lo más desgarrador no sea solo la magnitud del sufrimiento, sino la indiferencia que lo rodea si no la complicidad pasiva de gobiernos y organismos internacionales, el lenguaje vacío de los líderes, la propaganda que disfraza el horror bajo el manto del “derecho a defenderse”, todo eso duele tanto, o más, que las bombas.

El resultado: un exterminio lento, sistemático y racializado que ocurre ante nuestros ojos, sin ocultamiento, sin disimulo, a plena luz del día.

Desde hace muchos años, Gaza vive bajo un bloqueo total por tierra, mar y aire, y gran parte del mundo lo tolera. Lo que alguna vez se presentó como una medida de seguridad se ha convertido en un castigo colectivo, una práctica prohibida expresamente por el Derecho Internacional Humanitario.

Tras los ataques del 7 de octubre de 2023, el cerco se endureció aún más: se cortó la electricidad, se clausuraron los pasos fronterizos y se multiplicaron los bombardeos a mercados, hospitales, escuelas, convoyes humanitarios e incluso a zonas designadas como seguras, incluida una iglesia católica.

La ONU estima que más del 70 % de las víctimas han sido desplazadas por la fuerza o alcanzadas directamente por el fuego. Organizaciones como Médicos Sin Fronteras y Save the Children describen escenas inenarrables: partos sin anestesia, amputaciones sin antibióticos, niños desnutridos muriendo por infecciones tratables, cuerpos que yacen en las calles sin poder ser recogidos. El principio más básico del derecho humanitario: distinguir entre civiles y combatientes,  ha sido sepultado bajo los escombros.

Hablar hoy de “inseguridad alimentaria” es eufemismo, se trata de una hambruna inducida. La entrada de ayuda humanitaria es esporádica, cuando no saboteada, convoyes atacados, alimentos pudriéndose en las fronteras, permisos bloqueados sin explicación. No es negligencia, es estrategia: usar el hambre como arma de guerra.

El Protocolo I de los Convenios de Ginebra lo prohíbe expresamente. 

Artículo 54. Protección de los bienes indispensables para la supervivencia de la población civil

  1. Se prohíbe atacar, destruir, sustraer o inutilizar, a sabiendas, bienes indispensables para la supervivencia de la población civil, como alimentos, zonas agrícolas, cosechas, ganado, agua potable y obras de riego— con el propósito de privar de su valor nutritivo a la población civil o con otros fines.
  2. Se prohíbe usar el hambre de las personas civiles como método de guerra.

Esta disposición es una de las más claras y tajantes del derecho internacional humanitario. Su violación constituye un crimen de guerra.

Negar alimentos, destruir cosechas, impedir la entrada de medicinas, atacar el sistema de agua potable: todo eso son crímenes de guerra. Y, sin embargo, es el pan de cada día en Gaza. Madres incapaces de alimentar a sus hijos, hospitales colapsados por la desnutrición, miles de niños mostrando signos de inanición.

Lo que ocurre en Gaza trasciende lo militar. No es solo una ofensiva, no es solo una guerra es, cada vez más, un intento de aniquilar a un pueblo no por lo que ha hecho, sino por lo que es, por lo que representa, por existir.

El genocidio no necesita ser inmediato ni total para constituir crimen. Según el artículo II del Convenio para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio (1948), basta con demostrar la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso.

Esa intención se manifiesta no solo en las matanzas directas, sino también en la imposición deliberada de condiciones de vida destinadas a provocar la destrucción física de una población. Eso es precisamente lo que evidencia el bloqueo sistemático, los ataques indiscriminados contra zonas civiles, el uso del hambre como arma de guerra, la eliminación de refugios, y la impunidad con la que todo ello se ejecuta.

La jurisprudencia internacional ha confirmado que el genocidio puede ser resultado acumulado de múltiples acciones cuando responden a una voluntad de exterminio. Así lo dictaminó el Tribunal Penal Internacional para Ruanda en el caso Akayesu, al establecer que la destrucción puede ser progresiva y, aun así, constituir genocidio.

Es imposible no recordar la limpieza étnica en la antigua Yugoslavia, en particular la masacre de Srebrenica (1995). Más de ocho mil musulmanes bosnios fueron ejecutados en pocos días, mientras las fuerzas serbias avanzaban ante la pasividad de cascos azules. Años después, el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia (TPIY) calificó esos hechos como genocidio, estableciendo que no solo la matanza directa, sino también el desplazamiento forzado y la destrucción sistemática de comunidades constituyen crímenes de esa magnitud.

Gaza, al igual que Bosnia, en su momento, sufre hoy un asedio que desborda los límites de la guerra convencional y enciende las alarmas más graves del derecho internacional.

A estas alturas, parece claro que el objetivo no es derrotar a Hamás, sino hacer desaparecer a los palestinos de Gaza: porque son palestinos, porque viven allí, porque estorban a un proyecto político que ya no oculta su verdadero rostro. Algo similar a lo que padecieron los kurdos bajo el antiguo Imperio Otomano.

Este exterminio se lleva a cabo con bombas, pero también con silencios, con decisiones diplomáticas estériles, con discursos que justifican lo injustificable o que se evaporan sin generar reacción. Cada explosión en Rafah o Jan Yunis lleva el sello de fábricas ubicadas en tierras lejanas. Cada veto en el Consejo de Seguridad de la ONU es una licencia para matar.

Europa, que enarbola los derechos humanos como bandera, ha sido cómplice por omisión. Condenas tibias, llamados a una “proporcionalidad” que nunca se exige, y una neutralidad que, en los hechos, protege al más fuerte.

El derecho internacional ha sido arrasado junto con las casas y hospitales de Gaza.

Incluso los gobernantes del mundo árabe e islámico, salvo contadas excepciones, han preferido priorizar intereses internos y económicos por encima de una respuesta ética contundente.

Sudáfrica denunció a Israel ante la Corte Internacional de Justicia por presunto genocidio. La CIJ emitió medidas cautelares para proteger a la población civil, pero Israel las ha desoído sistemáticamente, incluso las órdenes de arresto solicitadas contra líderes de ambas partes en conflicto.

Sin embargo, en un mundo donde el poder suele imponerse al derecho, estos mecanismos jurídicos, por legítimos que sean, corren el riesgo de quedar reducidos a tinta sobre papel. El derecho, que debería proteger la vida, ha sido vaciado de eficacia.

Mientras en La Haya se discuten tecnicismos legales, en Gaza los niños mueren de sed. Si Gaza no consigue justicia, el Derecho Internacional perderá su razón de ser. Y con él, morirá también la esperanza de un orden global basado en la dignidad humana.

Gaza ya no es solo una tragedia. Es una advertencia. Un espejo donde se refleja la hipocresía de un sistema internacional que se proclama defensor de los derechos, pero arma a quienes los violan; que habla de justicia, pero calla ante la muerte.

Si no somos capaces de detener esta matanza, no será solo Gaza la que desaparezca: con ella se extinguirán la legitimidad de los derechos humanos, la credibilidad de las instituciones globales y la conciencia moral de nuestro tiempo. Porque hay guerras que no solo destruyen ciudades. También nos deshonran a todos, y esta, sin duda, es una de ellas.

 

 

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