El desdén por el comercio
Quien se dedica al comercio cuenta con una certeza; con cada peso que se gana, ayuda a alguien más.
La clase intelectual, que se precia de su laicidad, tiene, no obstante, un prejuicio muy católico: el desdén por los negocios, el lucro y el comercio. Me quedó claro tras ciertas reacciones a mi columna de la semana pasada. Mauricio Rubio, indispensable columnista de ‘El Espectador’, me señaló que el problema comienza desde temprano. Algunos de sus estudiantes universitarios en los 90, dijo por Twitter, “se ofendían cuando les preguntaba cuánto pensaban ganar al graduarse. Estudiaban para servirle al país”.
Que un número elevado de futuros profesionales antepusiera ‘el bien del país’ al propio sería una calamidad de grandes proporciones. Nadie sabe a ciencia cierta en qué dirección queda ‘el bien del país’. Y menos a los 20 años, cuando aún no se ha saboreado a plenitud la perversidad de la ley de las consecuencias imprevistas. Un bienintencionado legislador logra pasar una norma que protege ciertos derechos de los trabajadores, o que prohíbe el consumo de alguna sustancia dañina. El mercado reacciona con un aumento del desempleo y la informalidad, o con el surgimiento de mafias y mercados negros. ¿Se le hizo ‘bien al país’?
¿Dedicarse a escribir papers académicos le hace bien al país? No siempre: algunos son muy influyentes, pero otros son leídos, si acaso, por un puñado de personas y relegados al olvido. ¿Volverse activista furibundo de alguna causa le hace bien al país? Depende de la causa, por supuesto, y, de nuevo, de las posibles consecuencias imprevistas de ese activismo. ¿Trabajar en política o para el sector público le hace bien al país? No mucho si uno es una pieza en un engranaje burocrático, ineficiente o, peor, corrupto. ¿Meterse a guerrillero le hacía bien al país? En absoluto, pero muchos de quienes lo hicieron pensaban que sí.
Quien vende una libra de mantequilla o un anillo de diamantes no transforma la sociedad, pero mejora la vida de quien compra la mantequilla o el anillo.
No digo que esos jóvenes sean cínicos o despistados. Solo que es imposible saber a priori si sus buenos propósitos conducen realmente al progreso con el que sueñan.
Quien se dedica al comercio, en cambio, así parta de intenciones menos elevadas, cuenta, como mínimo, con una certeza. Cada peso que se gana se lo gana proveyendo algún bien o servicio de utilidad para alguien más. Quien vende una libra de mantequilla o un anillo de diamantes no transforma la sociedad, pero mejora la vida de quien compra la mantequilla o el anillo. Y del agregado de millones de transacciones de ese tipo emerge parte considerable de lo que llamaríamos el ‘bien general’. Que es dinámico: el día en que sus productos dejan de gustarles a los demás, el comerciante debe buscar otra cosa que sí guste. A diferencia del burócrata o el legislador, no puede obstinarse en propuestas inútiles, o arriesga su modus vivendi.
Imaginemos una variación del famoso experimento filosófico de la ‘posición original’ de John Rawls. Somos seres adultos y pensantes que, antes de entrar al mundo, estamos tras un ‘velo de ignorancia’ que oculta los detalles de nuestro futuro. Bajo esa incertidumbre, se nos plantea escoger un oficio para desempeñar en la vida, guiados por un solo criterio: maximizar el bien que le podemos hacer a la sociedad. Mis respuestas serían, en ese orden: médico, músico o comerciante.
Es gratuito, pues, el desdén de las clases ilustradas hacia el tendero, el abarrotero, el mayorista, el distribuidor, el intermediario, el dueño de una cadena de supermercados o el fabricante que expende sus mercancías. Su valor para la sociedad es axiomático. Si de hacer el bien se trata, la carga de la prueba está del otro lado. Tendrían que ser quienes no se dedican al libre intercambio de bienes y servicios en transacciones mutuamente beneficiosas quienes se preguntaran si sus ocupaciones y oficios son netamente positivos para el mundo. En caso de que eso les preocupe. Que no debería.
Thierry Ways
@tways / tde@thierryw.net