El desencanto democrático, un incentivo para la corrupción
Al conmemorar el Día Internacional de la Democracia, una reflexión sobre su relación con la corrupción. Aunque el poder limitado es su esencia formal, su dinámica concreta no está exenta de ese riesgo.
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“Corruptio optimi pessima,” rezaba el adagio latino. Referido a los regímenes políticos, evocaba la transformación de los buenos gobiernos en gobiernos pervertidos, corrompidos. La corrupción se veía como la alteración de algo en su esencia, hacia una versión ajena y extraña. Aunque la distancia entre lo público y lo privado difería de nuestra idea moderna de las relaciones entre Estado y sociedad, la percepción de corrupción implicaba el abuso del poder para el interés y beneficio particular de los bienes públicos por parte del depositario de la autoridad. Más allá de la apropiación de lo público, la corrupción también implicaba el abandono de lo público.
Curiosamente, la tradición clásica desestimaba a la democracia como un sistema inherentemente corrompido: el gobierno de las masas depauperadas por su propio interés, que debía ser moderado por una tutela de los mejores o por una mejora de la sociedad. Solo quienes defendían los gobiernos populares apelaban a las virtudes mínimas de la población, una noción que se volvió dominante desde las revoluciones ilustradas. Con éstas, la identificación de los monarcas o la aristocracia con el patrimonio público de uso discrecional fue vista como una aberración. Fue superada por la profesionalización de la función pública.
Democracia versus corrupción
El ideal democrático se fundamenta en la idea de que la dispersión del poder entre los individuos y las organizaciones que los representan salvaguarda contra la corrupción. La lógica es sencilla: el mandato de los funcionarios públicos deriva de la voluntad del electorado y no puede acumularse súbitamente. Diversas fuentes de influencia basadas en una pluralidad de intereses, junto con el escrutinio de votantes y rivales políticos, deberían prevenir que los funcionarios utilicen su posición para beneficio personal. Los controles constitucionales, basados en pesos y contrapesos y la división de poderes, han sido el arreglo mínimo en que se ha desplegado ese ideal. Hasta en las sociedades civiles complejas de las democracias contemporáneas. Los mecanismos institucionales e informales de transparencia y responsabilidad pública están diseñados con ese propósito.
Por ello, existe una correlación entre bajos niveles de corrupción y altos índices de calidad democrática. Los sistemas autoritarios pueden prometer orden, pero suelen permitir a sus gobernantes un nivel de beneficios y prebendas escandalosos para las sociedades abiertas. La expansión de su autoridad y la ausencia de controles facilitan este expolio por parte de los apparatchiks y los oligarcas.
Una democracia liberal es funcional cuando cuenta con mecanismos de limitación al poder: elecciones, un poder judicial independiente, prensa libre y una sociedad civil activa. La fortaleza de estas instituciones crea un entorno político donde el comportamiento corrupto es más probable de ser expuesto y castigado, llegando a ser también socialmente inaceptable.
Democracia y corrupción
Empero, la relación entre democracia y corrupción no es tan simple. El ideal democrático aspira a limitar la corrupción, pero la práctica muestra desviaciones y carencias. La atención a intereses particulares puede distraer del bien común. A fin de cuentas, los políticos democráticos, impulsados por la necesidad de asegurar votos o de lograr la aprobación de medidas, pueden recurrir a prácticas clientelistas o prebendas en favor de sus seguidores o aliados, utilizando bienes públicos. Esto incluye desde las burdas prácticas de la machine politics, hasta las sofisticadas relaciones de mercadeo, financiamiento de campañas y tráfico de influencias.
Un aspecto preocupante de la gobernanza democrática es que los incentivos al abuso pueden ser mayores que sus barreras, especialmente cuando quienes lo practican lo hacen en favor de un supuesto interés legítimo. Los numerosos escándalos públicos reflejados en los medios son casi tan abundantes como las codificaciones y salvaguardas vigentes.
Corrupción de la democracia
Las consecuencias de la corrupción en sistemas democráticos son profundas. Si los ciudadanos perciben a sus líderes como corruptos o subordinados a intereses especiales, se desilusionan con el proceso democrático. El desencanto no es infundado. En muchas democracias avanzadas, la desideologización y aversión al conflicto entre los partidos tradicionales, junto con un aumento en la desigualdad de recursos, sirven como fundamento material para esta creencia, exacerbada por la prensa libre y su persecución del escándalo.
El ascenso de los populismos contemporáneos es una manifestación saliente de ese desencanto: demagogos o profetas se posicionan como outsiders que mandarán con manos limpias. El fervor purificador les permite evadir límites a su propio poder, convirtiéndose rápidamente en beneficiarios de su nueva posición, típicamente más que las viejas oligarquías desplazadas.
Sin embargo, el efecto más pernicioso de la corrupción es el abandono de la ciudadanía del proceso democrático. Cuando los ciudadanos pierden la fe en la eficacia de sus votos o en la honestidad de sus líderes, pueden desentenderse del sistema. La apatía y el cinismo pueden verse como una forma de corrupción en sí misma. Al abdicar su papel como participantes activos en el proceso democrático, los ciudadanos pierden su cualidad intrínseca como seres políticos, dejando campo abierto a fanáticos y oportunistas.
El desafío democrático
Es evidente que la relación entre democracia y corrupción es multifacética y presenta numerosos desafíos. Si bien la limitación del poder puede servir como freno a la corrupción, no es inmune a ella. Los mismos mecanismos que hacen que la democracia funcione —elecciones, competencia política y la necesidad de apoyo público—también pueden crear incentivos para la corrupción.
La clave para abordar esta paradoja radica en fortalecer y hacer valer las instituciones que sustentan nuestra gobernanza. Esto incluye no solo marcos constitucionales y normativos, sino también una sociedad civil activa, una prensa independiente y una ciudadanía políticamente comprometida. Solo reforzando estos pilares podemos mitigar las influencias corruptoras que amenazan con socavar la esencia del ideal democrático, que sigue siendo la mejor promesa disponible.