El desgarro que la realidad le impone a la identidad kirchnerista
En la conformación del fenómeno político llamado “kirchnerismo” hay algunas palabras que sirvieron para construir una identidad. “FMI” y “ajuste” son dos de ellas
El martes pasado, el ministro de Economía, Martín Guzmán, hizo un anuncio muy duro, especialmente para un gobierno peronista. Guzmán informó que, de allí en más, quedaba eliminado el IFE, esto es, el aporte menor a 5.000 pesos mensuales que recibieron las personas más afectadas por el freno a la economía que se produjo por la pandemia. La medida fue tomada luego de una pulseada que duró semanas dentro del Gobierno y en la que, finalmente, se impuso el criterio fiscalista de Guzmán. Esa discusión tal vez sea la más trascendente que haya dividido al oficialismo porque ya no se trata de los cansadores roces entre el presidente Alberto Fernández y la vicepresidenta Cristina Kirchner: afecta, en cambio, a lo más esencial de la identidad kirchnerista. Se empezó a debatir algo que es muy profundo y que definirá el destino del Gobierno.
En la conformación del fenómeno político llamado “kirchnerismo” hay algunas palabras que sirvieron para construir una identidad. “FMI” y “ajuste”, son dos de ellas. El kirchnerismo es un movimiento político que, en el terreno económico, está “contra las recetas de ajuste del Fondo Monetario Internacional”. No importa si, realmente, el kirchnerismo es eso. Pero se lo ha repetido a sí mismo infinitas veces. Gran parte de su identidad se confunde con esa frase: “En contra de las recetas de ajuste del FMI”.
El anuncio del final del IFE se produjo precisamente en el momento en que una misión del Fondo Monetario llegaba al país. El oficialismo sostiene que una cosa con la otra no tienen relación. Pero, ¿cómo creerlo? ¿Se puede calificar, por otras parte, esa decisión como un “ajuste”? El Gobierno argumenta que no, porque el IFE fue anunciado como algo temporario. Un ajuste es cuando se retira un derecho adquirido y esto no es lo que ocurrió, sostienen los funcionarios.
Esa discusión semántica se agota ante un hecho muy contundente: a pocos días de las fiestas, se le retira un aporte mínimo a millones de personas que aún no se recuperaron del impacto de la pandemia. Se lo llame como se lo llame, es una medida que busca un ahorro fiscal en medio de una situación dramática: deja sin una mínima red a muchísimos desamparados. Por eso, dirigentes de La Cámpora, como Fernanda Raverta o Andrés Larroque, pelearon hasta el final para evitarlo.
La decisión tomada obedece a una estrategia de la Casa Rosada que trasciende al IFE. La Argentina necesita dólares para mostrar que tiene manera de evitar una devaluación brusca. El único que puede proveer de esos dólares, en este contexto, es el Fondo Monetario. Pero el favor tiene su contrapartida en una reducción progresiva, pero también drástica, del déficit fiscal. Una parte significativa de ese recorte del déficit provendrá de la recuperación de la economía en la pospandemia. Pero esa recuperación no sucederá si en el medio se produce una devaluación. Por eso, el Gobierno necesita dólares frescos para evitarla. Al menos así se razona en el Palacio de Hacienda.
La eliminación del cuarto IFE es apenas una de las medidas fiscalistas tomadas por el Gobierno. Esta semana, además, alumbró una fórmula de movilidad jubilatoria que desengancha a las jubilaciones –y a las AUH— de la evolución de los precios. El argumento es muy atendible: lo que no se puede pagar, no se puede pagar. Pero, ¿no era el kirchnerismo el movimiento que aumentaba y multiplicaba las jubilaciones? En esos movimientos se puede percibir lo duro que le va a resultar al Frente de Todos mantener la armonía frente al enfoque económico que empieza a ser dominante en el Gobierno.
En Grecia, cuando la izquierda llegó al poder, pasó lo mismo. Un acuerdo con el Fondo Monetario produjo divisiones irreconciliables. Alexis Tsipras, el primer ministro que había comenzado su militancia en el Partido Comunista, defendió el acuerdo con el Fondo con estas palabras: “Tenemos que elegir si preferimos suicidarnos o seguir viviendo”. Cuarenta legisladores de su coalición lo abandonaron. Para lograr la aprobación parlamentaria, necesitó del apoyo de la oposición conservadora. Sus cuatro años de Gobierno fueron tumultuosos.
Una parte de la dirigencia kirchnerista, la que encabeza Máximo, el hijo de la vicepresidenta, duda de esa estrategia porque cree que un recorte de gastos puede ahogar la recuperación. Es un clásico dilema para un gobierno en tiempos de escasez. ¿Qué cosa ahogaría más esa recuperación: una devaluación o un ajuste fiscal demasiado duro? ¿Qué camino tomar? ¿Cuánto de cada remedio? A esas dudas se le suma la incomodidad cada vez más evidente de la familia Kirchner ante la posibilidad de que el gobierno de Alberto Fernández haga pie. Las dudas ideológicas, las instrumentales y la pelea pequeña de poder juegan, todas ellas, un rol en esa ensalada.
Desde la asunción de Alberto Fernández se han sumado muchos desafíos a la imagen que el relato kirchnerista –y también el antikirchnerista—atribuye al Gobierno. Luego de varios meses de negociación, hubo arreglo con los acreedores privados. El país que primero visitó el Presidente fue Israel. Luego condenó las violaciones a los derechos humanos en Venezuela.
El Presidente, además, derribó un tabú cuando habló por Zoom en el Coloquio de Idea y enojó a la vicepresidenta cuando recibió empresarios en Olivos el 9 de julio. Fernández también impuso sus criterios políticos al entablar una relación cordial con líderes de la oposición como Horacio Rodríguez Larreta y, fundamentalmente, Gerardo Morales. Luego recibió, uno a uno, junto a su ministro de Economía, a los principales empresarios del país. En las últimas semanas, redujo retenciones, emitió deuda en dólares para permitir la salida de fondos que quedaron en pesos durante la bicicleta de Macri, aumentó la tasa de interés, dio señales claras de contracción monetaria. Algunas de esas medidas generaron elogios de origen inesperado como los del ex vicepresidente del Banco Central, Lucas Llach, o los de Claudio Loser, el argentino que más alto llegó en la historia del Fondo Monetario.
A decir verdad, el kirchnerismo nunca fue exactamente eso que dicen que fue. Néstor Kirchner, al llegar a la gobernación de Santa Cruz, decidió dejar de pagar los sueldos estatales durante cuatro meses, porque el Estado estaba fundido. Luego devolvió el dinero con creces gracias a las regalías que recibió de la privatización del petróleo argentino. Alicia Kirchner recortó los salarios estatales al llegar al gobierno de su provincia en 2015.
Mucho más atrás en el tiempo, Juan Domingo Perón explicó de esta manera el recordado ajuste que puso en marcha en 1952. “La economía justicialista establece que de la producción del país se satisface primero la necesidad de sus habitantes y solamente se vende lo que sobra. Lo que sobra, nada más. Claro que aquí los muchachos, con esa teoría, cada día comen más y consumen más y, como consecuencia, cada día sobra menos. Pero han estado sumergidos, pobrecitos, durante cincuenta años. Por eso yo los he dejado que gastaran y que comieran y que derrocharan durante cinco años todo lo que quisieran, se hicieran el guardarropa que no tenían, se compraran las cositas que les gustaban, que tomaran una botella cuando tuvieran ganas….pero indudablemente ahora empezamos a ordenar para no derrochar más”.
Claro. Kirchner era Kirchner. Y Perón era Perón. Fernández aún debe demostrar que es Fernández. Sea cual fuere la política económica, necesita de un líder que la imponga y la defienda. La negociación permanente tal vez sea necesaria en una coalición, pero termina produciendo costos innecesarios. No parece recomendable caminar en zigzag cuando la cornisa es tan angosta.