El desprecio de Franco a José Antonio
Apenas habían pasado cuatro días del fusilamiento. José Antonio Primo de Rivera empezaba a ser El ausente. Entonces, el 24 de noviembre de 1936, María Santos Kant, desconcertada, se armó de cuajo para dirigirse en una carta ni más ni menos que a Francisco Franco. Ella se identificaba como la novia de Primo de Rivera, el creador de la Falange. Lo habían ejecutado el día 20 en la cárcel de Alicante, pero en ambas partes vociferaba la confusión. Entre los nacionales, nadie quería darse por enterado. Sin embargo, la noticia corría por el bando republicano. Franco contestó una semana después mediante un subalterno: “El general no sabe nada directamente relativo a la suerte de dicho señor…”.
Otro de los 600 documentos que la Fundación José María Castañé acaba de donar a la Residencia de Estudiantes de Madrid —EL PAÍS ayer publicó el que reflejaba el sueldo de Franco cuando era jefe del Estado Mayor— da cuenta de la tensa relación de desprecio mutuo que mantuvieron los líderes de la cabeza del fascismo en España. Aparte de desvelar la identidad de una de las misteriosas amantes del creador de la Falange: “Mi general: Soy la novia de José Antonio Primo de Rivera. Prefiero darle esta explicación escueta, con la sobriedad que él ha impuesto a su Falange, porque creo que ella excluye comentarios de lo que está siendo para mí estos meses en que se han dicho y hecho sobre José todas las suposiciones y se han dado las noticias más contradictorias…”.
Para aquella mujer, sólo cabía escoger entre los murmullos del bando nacional y la euforia que su muerte provocaba en los sectores republicanos más radicales. La verdad era que Primo de Rivera llevaba cuatro días muerto. Lo fusilaron tras un juicio sumarísimo, que concluyó el 18 de noviembre, en que también condenaron a cadena perpetua a su hermano Miguel, como recoge Julio Gil Pecharromán en su biografía José Antonio Primo de Rivera. Retrato de un visionario (Temas de Hoy).
No funcionaron para salvarle ni los intentos de canje —uno de ellos con la familia del general republicano Miaja—, ni las peticiones de clemencia, ni las negociaciones en las que, discreta pero vagamente, se mezcló Franco. Con su pericia para el cálculo, el futuro dictador ya había echado las sabrosas cuentas que le salían gracias al cadáver de Primo de Rivera: ninguna sombra de político con liderazgo que le estorbara en su camino hacia el poder total y un aseado corpus ideológico del que apropiarse para fundamentar su política del odio.
Todo por ganar. Se habían conocido por mediación del cuñadísimo, Ramón Serrano Suñer. Siempre en medio, jugó sus cartas de acercamiento. Pero no pudo tender puentes entre ambos hasta que Primo de Rivera murió. Franco se identificaba políticamente con la derecha tradicional de la CEDA de Gil Robles más que con la Falange. Otra cosa es que la crudeza de la guerra le llevara a acoplar finalmente su extremismo a tono con el movimiento que mezclaba churras nazis y del fascio italiano con merinas de catolicismo a ultranza pasado por el horno de Menéndez Pelayo.
Si José Antonio llegó a comparar a la baja ante Serrano Suñer a Franco y su cuadrilla con su padre, Miguel Primo de Rivera, el anterior dictador que sirvió de colchón con muelle medio oxidado a Alfonso XIII, el militar se mostraba alérgico cuando se topaba con un retrato del líder de la Falange. Tanto que una vez llegó a comentarle a su cuñado: “¡Lo ves, siempre a vueltas con la figura de ese muchacho!”.
José Antonio Primo de Rivera
No existen historiadores serios de una u otra tendencia que lo nieguen: a Franco le vino al pelo la muerte de José Antonio. Es lo que sostiene Stanley G. Payne, reconocido como el mayor experto en todo lo que tenga que ver con la Falange: “Fue una situación complicada. Pidió un intercambio de prisioneros que se dio un año después con el canje de Fernández Cuesta. Podemos concluir que no hizo todo lo que podía hacer para lograrlo, como llevar a cabo una iniciativa personal al más alto nivel, pero es que tampoco quiso”. Mejor muerto que vivo. Más beneficioso en la tumba y sobrevolando, eso sí, el armazón del futuro estado totalitario como mito al que rezar en días de concentraciones patrióticas.
Entre los sublevados, callaron la noticia durante dos años y esperaron a que acabara la guerra para trasladar el cadáver de Alicante a El Escorial en una procesión propia de santurrón medieval. Lo hicieron con el cadáver a cuestas, andando y custodiado de noche por antorchas durante casi 500 kilómetros. Comenzaba entonces el nacimiento del mito. Y los beneficios del caído.
“Hoy, me dirijo a usted, mi general —y he esperado antes de molestarlo el probar todos los métodos— por si fuese posible el que usted me diera alguna noticia. No vea en mí una inconveniencia de sus preocupaciones y trabajo, ni mucho menos una falta de respeto. La verdad es que se ha convertido en hábito en todos los españoles la costumbre de confiar y poner en usted mi general nuestras esperanzas. Porque quiero evitar la posibilidad de tener una contestación y no recibirla —por estar aquí de paso— las señas más seguras son. María Santos Kant. Sección Femenina de la Falange. Juan Bravo 6. Segovia. Que Dios le premie mi general y nos le guarde por muchos años. Arriba España”.
Ni en Google, ni en los índices onomásticos. El rastro de María Santos Kant no aparece en ninguna de las biografías consultadas. Es un misterio para los expertos. De la vida sentimental de Primo se han escrito manantiales. Sobre sus tendencias sexuales, también. El gran amor imposible de su vida tuvo nombre y marido. De ella habla Ian Gibson en su ensayo En busca de José Antonio. Se llamaba Pilar Azlor de Aragón y Guillamas, duquesa de Luna, descendiente del reino de Aragón. Su relación se mantuvo desde 1927 pero acabó antes de que ella se casara en 1935 con Mariano de Urzaiz y Silva, oficial de la Marina.
Después… Misterio y muchas admiradoras. María Santos Kant podía ser una de tantas enfebrecidas fans del soltero de oro, abogado de éxito y diputado con porvenir. “Alguien que en mitad de la confusión se autocondecorara como la novia de José Antonio”, comenta Gibson. Pero, ¿a tan alto nivel? Ahí queda la pregunta para los historiadores. El caso es que obtuvo respuesta oficial. Escueta y ambigua, en la línea del más puro Franco siempre provisto de claroscuros y una baraja de ases en la manga.
La fechada en Salamanca el uno de Diciembre de 1.936 a la Srta M. S. Kant: “El Sr GENERAL FRANCO me encarga manifieste a usted que recibió su carta del 24 actual referente al Sr. Primo de Rivera. El Sr General no sabe directamente nada relativo a la suerte de dicho señor, porque las emisoras rojas aseguran haberlo fusilado y no es creíble lo digan sin que sea ello verdad, pues el mentir en este asunto no tendría para ellos utilidad. Sintiendo no poderle dar mejores noticias, usted disponga de su affmo…”.
La misiva confunde. Más cuando la confirmación plena llegó dos años después en el bando franquista. Un tiempo sobrado para vampirizar su endeble corpus de ideología fascista y ponerlo al servicio de un líder sin mucha imaginación teórica en cuestión de sistemas de pensamiento.
Franco tenía clara su acción. El aniquilamiento del enemigo: “Repito, cueste lo que cueste”, como le admitió el dictador al periodista estadounidense Jay Allen cuando le preguntó si para lograr sus fines tendría que matar a media España. Fue el mismo reportero que entrevistó a José Antonio poco antes de morir en la cárcel de Alicante.
Después, su objetivo se reducía a perpetuarse en el poder, también a cualquier precio. Para ello, en cuanto a Primo de Rivera, apenas pudo disimular su desaparición como un bendito golpe de suerte. El ausente, “dicho señor…”, se convertía en el espectro constantemente presente.