El día del Rey Borbón
Los silbidos estaban garantizados. Pero había que ir. No podía no ir. Es verdad que había argumentos, incluso razonables para que Felipe VI no acudiera a la manifestación de ayer. No había precedentes en la historia de España. Ni siquiera Don Juan Carlos asistió a la manifestación tras los atentados del 11-M. Luego estaban los especialistas en protocolo que repetían que el Rey si asiste a un evento es siempre para presidirlo. Y aquí no iba a ser así. Y, por supuesto, había otros argumentos, no menos atendibles, de conveniencia y seguridad. De los que siempre se encuentran si se buscan, pero que tampoco convencían.
Sin duda lo más llamativo en los días precedentes –incluso el mismo día anterior a la manifestación– había sido la utilización que los grupos y partidos independentistas habían hecho del atentado para intentar sacar rédito político. Nadie dudaba de que seguirían haciéndolo con la manifestación, por muy repugnante que resultara la idea. Y así fue. Los silbidos al Rey estaban asegurados. Ninguna novedad, por cierto. Los ha escuchado en otros de sus viajes a Cataluña, y también en varias finales de la Copa del Rey. No iba a ser ahora distinto.
Pero vayamos unos días atrás. La presencia de los Reyes de España en Barcelona tras los atentados fue como un bálsamo en una sociedad dolida y en estado de «shock». Quizá lo más llamativo fue también la solidaridad del resto de España con los catalanes. Fue tanta, que hasta los más independentistas la notaron y, a pesar de sus ideas, agradecieron. Pero la presencia de los Reyes supuso un paso más en esa dirección. No sólo Don Felipe y Doña Letizia representaban ese cariño de los españoles, sino que captaron el propio afecto y agradecimiento de los catalanes. Los padres de las víctimas sólo permitieron la presencia Real en los hospitales. Y aunque la Generalitat también quiso utilizar aquel afecto y convertirlo en reproche, el ridículo fue tremendo. Los padres y familiares transmitieron a los Reyes un agradecimiento del que no hicieron partícipes a los políticos. Y claro, los independentistas tampoco podían admitir aquello. Fue entonces cuando Don Felipe se dio cuenta de que su presencia habitual en Cataluña en los últimos meses había conseguido una cercanía que ahora daba sus frutos. Notó su agradecimiento. Y fue entonces cuando decidió que debía asistir. Si se retrasó la confirmación desde el protocolo zarzuelero fue por otros motivos: seguridad, oportunidad, no dar argumentos a los que acusaban al Monarca de ser el responsable de los atentados… Pero la decisión ya estaba tomada. Por cierto, recibió el apoyo inmediato de la Reina y del presidente del Gobierno. El Rey no irá a manifestaciones, pero ésta era una manifestación distinta, y también se hizo evidente que muchos españoles querían estar representados no sólo por el presidente del Gobierno, sino también por el Jefe del Estado. Me dirán que sienta un precedente. Pues bienvenido sea ese precedente.
Los silbidos al Rey y al presidente del Gobierno –al presidente del Gobierno y al Rey– no impidieron que la manifestación discurriera con cordialidad. Saludó Don Felipe a todos los grupos que incluso deshicieron, para saludarle, la cabecera ficticia que montó Colau para poner a Don Felipe en segundo lugar. Pero el lugar de la manifestación estuvo donde estaba el Rey. Tanto es así que casi todas las autoridades se posicionaron en esa segunda cabecera. Y por eso las banderas estrelladas y los pitos consiguieron lo contrario de lo que perseguían. El Rey Borbón como le llaman despreciativamente los más radicales de los independentistas, tuvo uno de esos días que quedarán en la memoria de su reinado. De esos en los que un Monarca se gana el trono. No hubo sonrisas. No hubo aplausos. Sí agradecimiento incluso de las representantes musulmanas que le acompañaron. Había dolor por el atentado, pero también afecto al Rey. El odio siempre lo ponen otros.