Democracia y PolíticaJusticia

El día en que Hannah Arendt se hizo independentista

¿Luchar por la independencia de Cataluña es una obligación moral? La respuesta de Cuixart es clara: sí. El problema para él es que la ley penal no entiende de desobediencias civiles

Desde que Gramsci dejó escrito que una victoria política siempre viene precedida de un triunfo ideológico, la idea de alcanzar la hegemonía cultural como paso previo para lograr el poder se ha generalizado. No solo en el ámbito de la izquierda, el terreno natural de los seguidores del escritor italiano. También líderes como Reagan Thatcher vieron la necesidad de combatir la llamada superioridad moral de la izquierda con un discurso fuertemente ideológico que muchos han llamado la revolución conservadora.

El soberanismo catalán ha bebido históricamente de estas fuentes. Al menos, desde la llegada de Pujol a la Generalitat, quien desde el primer día hizo suya la célebre reflexión de Vicens Vives sobre los catalanes.

En ‘Noticia de Cataluña’, título al que le obligó la censura franquista, el historiador sacó la siguiente conclusión: “El primer resorte de la psicología catalana no es la razón, como en los franceses; la metafísica, como en los alemanes; el empirismo, como en los ingleses; la inteligencia, como en los italianos, ni la mística, como en los castellanos. En Cataluña, el móvil primario es la voluntad de ser”, sostenía Vicens, haciendo suya la célebre definición de Renan al responder a una pregunta muy simple: ¿que es una nación? Ni más ni menos, sostenía el erudito francés, que la voluntad de pertenecer a una comunidad.

Este argumento puede parecer irrelevante en un proceso penal como el que con buen criterio y extrema pulcritud —sin aspavientos gratuitos— preside el juez Marchena, pero en realidad es el núcleo del problema. Ayer, el sonriente Cuixart, en la sesión de mañana, se agarró como un clavo ardiendo a la idea de que detrás de los sucesos de septiembre y octubre de 2017, los meses del ‘procés’, no solo hay un mandato de los dos millones de catalanes que votan de forma recurrente a los partidos independentistas sino, también, una obligación moral.

Es decir, que la independencia, tal y como se plantea, forma parte (con algo de retraso) de los grandes hitos políticos registrados en la segunda mitad del siglo XX, y en cuyo santoral se encuentran figuras como Martin Luther KingGandhi, Rosa Parks, la mujer negra que se negó a ceder un asiento en un autobús a un blanco, y hasta Hannah Arendt.

La escritora alemana, como se sabe, reivindicaba el compromiso cívico —hay quien lo ha llamado la ética republicana— como un valor esencial en la democracia. Una especie de valor supremo que coloca los derechos humanos en la cúspide de la acción política.

Jordi Cuixart, como él mismo se definió, es “medio español” (su madre es murciana) y empresario. Es propietario de una compañía exportadora que da empleo a 70 trabajadores y que se dedica a los embalajes. Pero, en realidad, su pasión es el activismo político ejercido a través de Òmnium Cultural, una asociación que no recibe subvenciones —asegura— creada hace casi 60 años por patricios de la burguesía catalana (CarullaCendrósMillet i MaristanyVallvé y Riera).

Hacer país, hacer Estado

En cualquier otro territorio del Estado (probablemente, excepto el País Vasco) esta comunión entre el activismo político y empresa sería irrelevante. Pero no en el caso de Cataluña. Sin duda, porque hacer primero país y luego Estado, que decía Pujol, obliga a remar en la misma dirección, lo que explica que Cuixart se presentara ayer ante las alambicadas paredes de la sala de vistas del Supremo como mitad soldado y mitad monje utilizando, como él mismo dijo, “las técnicas de la desobediencia civil”.

Mitad soldado porque él, que podía estar tranquilamente disfrutando de su patrimonio, ha optado por la desobediencia civil, lo que obliga a tomar las armas en el sentido pacifista del término.

Es decir, haciendo política de ‘manos arriba’ y ‘culo al suelo’ como un acto de resistencia cívica cuando llegan los guardias. Y mitad monje porque si antes quería salir de la cárcel a toda costa, así lo afirmó ante Marchena para justificar que abjurara de sus declaraciones anteriores ante el juez instructor, ahora está dispuesto a pasar años en la cárcel en aras de respetar sus convicciones. “Mi prioridad ya no es salir de la cárcel”, dijo con cierta solemnidad.

El tiempo dirá si eso es verdad, pero por el momento hay una cosa clara. El proceso penal es independiente de una realidad incontestable. A estas alturas del ‘procés’, 13 años después del Estatut aprobado en referéndum y mutilado por el Constitucional, lo relevante para Cuixart y los otros dirigentes presos es intentar convencer y seguir haciendo país. Hubieran preferido vencer, pero el enemigo, el Estado, es demasiado fuerte, por lo que al final se han tomado el juicio como una etapa necesaria en el camino hacia la independencia. En el camino de la purificación.

Es decir, una especie de redención que en la antigüedad suponía sacar de la esclavitud al cautivo después de pagar un precio. Y el precio, en este caso, es la cárcel.

El problema para Cuixart es que la ley penal no entiende de filosofía moral, ni mucho menos de desobediencia civil, por lo que apelar a los santones de la no violencia de poco les va a servir a los procesados. El problema para la ley penal, sin embargo, es que llega hasta donde llega, y no parece que la presumible condena pueda devolver la política catalana al punto de partida.

Mientras tanto, Cuixart y sus camaradas de celda seguirán recitando el ‘No passareu!‘ del poeta Apel-les Mestres. Su problema es que la ley ya ha pasado.

 

 

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