El día en que Trump se quitó la careta
Donald Trump hizo durante años del despido una forma de vida. A lo largo de 14 temporadas, en horario de máxima audiencia, el multimillonario dio a la nación lecciones sobre cómo fulminar a los candidatos en su show The Apprentice. “¡Estás despedido!”. Esa era la humillante frase que multiplicó su fama, le catapultó a la política y que a las 17.40 del pasado martes, enviada en sobre lacrado y con suave lenguaje oficial, abrió la mayor crisis de su presidencia.
El despido del director del FBI, James Comey, ha supuesto para Trump un regreso a sí mismo. Una de sus caretas ha caído y ante el mundo ha emergido su rostro más feroz, la del presidente capaz de eliminar con sus propias manos al responsable de investigar si su equipo de campaña se coordinó con el Kremlin para atacar a la candidata demócrata Hillary Clinton. Es la trama rusa. El escándalo que día y noche le persigue y cuyo núcleo recoge el informe ICA 2017-01D de la Dirección de Inteligencia Nacional.
Este expediente, elaborado por la CIA, el FBI y la NSA, analiza meses de actividad del Kremlin y ofrece una conclusión aterradora: “Vladímir Putin ordenó una campaña en 2016 contra las elecciones presidenciales de EEUU. El objetivo era socavar la fe pública en el proceso democrático, denigrar a la secretaria Clinton y dañar su elegibilidad y potencial presidencia. Putin y el Gobierno ruso desarrollaron una clara preferencia por Trump”.
Léanlo despacio. Trump era el elegido por los rusos y Trump fue el ganador de los comicios. La conclusión es fácil. Pero no hay pruebas y el encargado buscarlas acaba de ser despedido por el propio presidente. Pocas veces la sospecha resultó tan evidente. Y el republicano no hace sino engrandecerla. En su huida ha llamado “enemigos del pueblo” a los periodistas que investigan el caso y ha creado la etiqueta de fake news para sus exclusivas. En palabras de Trump todo se reduce a un “enorme montaje de esos demócratas que no saben perder”. Pero los hechos no son tan simples.
Diecisiete de sus más cercanos colaboradores mantenían nexos con Moscú. Hubo reuniones secretas con el Kremlin en las Islas Seychelles y en el curso de un mes el consejero de Seguridad Nacional, Michael Flynn, perdió el puesto y el fiscal general, Jeff Sessions, quedó inhabilitado parcialmente por ocultar el contenido de sus conversaciones con el embajador ruso en Washington. Dos bajas significativas, aunque menos explosivas que el despido de Comey.
Los directores del FBI, elegidos por los presidentes y refrendados por el Senado, gozan de un mandato de 10 años y de una inmensa autonomía. Sólo uno en 109 años de historia había sido destituido. Fue con Bill Clinton y por motivos éticos.
El caso de Comey es distinto. Por mucho que se le quiera ahora entronizar, el director del FBI se movía con torpeza en la arena política. En su día concitó el odio tanto de los demócratas por reabrir el caso de los correos de Clinton como el de Trump por cerrarlo poco después. Pero entre sus agentes era adorado. Se le consideraba un muro frente a las presiones, el fiscal que en 2004 se negó a firmar el programa de escuchas masivas de la NSA. Un ejemplo de celo puritano.
Con estos antecedentes, la salida de Comey ha dañado profundamente la credibilidad de la Casa Blanca. Las encuestas-flash revelan que una mayoría desaprueba la destitución y, lo que es aún más importante, que la exigencia de una investigación independiente se ha vuelto atronadora. “La decisión de Trump le ha debilitado y tiene como efecto que la mayoría de los estadounidenses insistan ahora en una investigación plena de los vínculos con Rusia”, afirma el profesor Larry J. Sabato, director del Centro para la Política de la Universidad de Virginia.
Los republicanos, conscientes del peligro de autodestrucción, se han cerrado en banda al nombramiento de un fiscal especial. Y mucho menos están dispuestos a aceptar cargo alguno de obstrucción que pueda alimentar un remotísimo impeachment. La única válvula de escape procede del propio FBI, siempre que el nuevo director no la asfixie, y de los comités del Senado y de la Cámara de Representantes. “Pero los republicanos, por mucha que sea la controversia, mantienen un frente unido en torno a Trump y pueden ralentizar o frenar cualquier investigación”, señala Andrew Lakoff, profesor de la Universidad de California Sur.
El futuro de las indagaciones es incierto. Y Trump no parece dispuesto a quedarse quieto. Sin importarle dejar en evidencia a sus portavoces y sus alambicadas explicaciones del despido, ha roto cualquier formalismo, ha llamado «fanfarrón» a Comey y ha proclamado que quería fulminarle desde hacía tiempo. El motivo es múltiple, pero a nadie se le escapa que, aparte de la trama rusa, el director del FBI se había atrevido a desmentir su acusación de que Barack Obama le había espiado y que, después de testificar el 3 de mayo con asepsia sobre Clinton, el presidente ya no confiaba en él.
Tras su destitución, el director del FBI permaneció silencioso. Luego, ante el incremento de la presión, dio dos pasos de seguridad: dejó abierta la puerta a una declaración ante el Comité de Inteligencia del Senado y, a través de allegados, filtró a The New York Times que el 27 de enero pasado el republicano le había citado para cenar a solas en la Casa Blanca. El objetivo era presionarle para que le prometiera lealtad. “Seré honesto”, fue la respuesta de Comey.
Publicada esta reconstrucción, Trump montó en cólera y en la mañana de viernes sacó el cuchillo. Por Twitter conminó al despedido a que no hablase más: “Será mejor para Comey que no haya grabaciones de nuestras conversaciones antes de que empiece a filtrar a la prensa”. La amenaza era clara, directa, letal. Un presidente de Estados Unidos blandía supuestas escuchas para callar a un ex director del FBI.
La careta había caído. No hablaba ese Trump untuoso y paternal que tanto se gusta a sí mismo. Hablaba el tigre crecido en Queens, el matón de la escuela militar de Cornwall, el admirador de Putin. El mensaje llegó a Comey. Esa misma tarde se supo que declinaba acudir al Comité de Inteligencia del Senado. Cerraba su propia puerta de seguridad. Optaba por el silencio. Trump, otra vez, había ganado.