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El discurso de Feijóo o el valor de una derrota

Si quiere ser presidente tendrá que aprender a morir y a renacer. Todos los grandes políticos, y si me apuran, todas las grandes personas, han pasado por ahí

La derrota en política siempre es transitoria. Tal vez esta sea la premisa emocional desde la que Alberto Núñez Feijóo pronunció su discurso de investidura. Es más que probable que los números no le salgan esta vez, pero el líder popular estaba obligado a creer que la ocasión de hoy le permitirá construir las bases de sus éxitos futuros. A eso hay que sumarle otro objetivo: encarecer, al máximo posible, el precio de la investidura ajena. Feijóo no reparó en circunloquios y fue directo al neto de sus principios: «tengo principios, límites y palabra», señaló, y este es el motivo por el que no asumirá una amnistía que, según sus cálculos, también a él le habrían servido para salir investido presidente.

El tono fue solemne y severo, aunque Feijóo no es Castelar ni Obama. Lo suyo es una colección de convicciones cabales y transversales a gran parte de España a las que, siguiendo el decir de Víctor Hugo, es posible que todavía no le haya llegado su momento. La intervención de Feijóo giró en torno a tres ejes de desigual efecto, aunque el balance final fue positivo. Sobre todo si asumimos que el contexto era endiablado. Salvó una circunstancia dificilísima y ponerse delante de un hemiciclo poblado de diputados que son capaces de susurrar y hasta proferir insultos mientras habla un candidato a la presidencia del Gobierno es como para que a uno se le caiga el alma a los pies. O más abajo. Pero tres fueron, digo, las líneas argumentales: una más principalista y de ambición moral, otra más programática y, por último, fue intercalando tesis más afiladas y hasta desafiantes que, para sorpresa de algunos, resultaron singularmente efectivas.

El ámbito de los principios fue el previsible y sirvió de arranque y de cierre. Núñez Feijóo recordó a los constitucionalistas de Cádiz, el abrazo entre Fraga y Carrillo, el espíritu de la Transición, los Pactos de la Moncloa y hasta el pacto de Estado contra la Violencia de Género. La concordia entre españoles y la ambición de España como nación son sus axiomas morales. Y son ciertos. La España sin bloques, dialogante, moderada y respetuosa con el imperio de la ley que a todos nos hace libres e iguales es un capital que la izquierda ha decidido regalarle a la derecha y que el líder de los populares ha querido y sabido leer con claridad. Si tengo que ser sincero, y con a la distancia que da la tribuna de prensa, ahí hay un hombre diciendo algo en lo que cree. Se podrá estar o no de acuerdo, pero el aplomo ante la dificultad de la sesión francamente creo que entronca con el ámbito de las convicciones íntimas.

Más grises fueron los minutos dedicados a los seis grandes pactos de Estado consabidos. En primer lugar, porque a nadie se le inflama el corazón proyectos legislativos y, en segundo, porque ya los conocíamos. El nivel de detalle y la precisión con la que expuso estas medidas demuestran que Feijóo lo tenía todo preparado para gobernar. Aunque si quiere ser presidente tendrá que aprender a morir y a renacer. Todos los grandes políticos, y si me apuran, todas las grandes personas, han pasado por ahí.

Pero quizás el Feijóo más sorprendente es el que asumió algunas dosis de orgullo respondón. Un registro que le convendría exhibir con más frecuencia y que conocimos, recuerden, en el debate a dos. El candidato a la presidencia del Gobierno volvió a insistir en que su partido es el primer grupo del Congreso, lo que le sirvió para recordarle al PSOE que son segundos. A Sánchez no le gusta que le hieran en su orgullo delante de 350 testigos y Feijóo debería manejarse mejor en ese código mínimamente provocador. En términos semejantes les advirtió a los independentistas de que pronto, quizá muy pronto, serán ellos las víctimas de la palabra rota del presidente. Pero aún más decisiva fue la pregunta que les lanzó a las fuerzas independentistas conservadoras: ¿de verdad creen en el PNV o en Junts que sus electores les votaron para aplicar el programa económico de podemos? Abundar en esa fractura ideológica es un imperativo para quien, desde ya, tiene la obligación de ejercer como líder de la oposición.

El fracaso de esta investidura es casi una certeza presente, y tal vez por este motivo Núñez Feijóo hizo bien en fiarlo todo a futuro. Habló de las manos tendidas, subrayó la ruptura simbólica que entraña el sanchismo, dado que oponerse a una amnistía es lo que habrían hecho todos los presidentes de la democracia: de Suárez a Zapatero. Recordó, de hecho, que fue el socialista quien pidió el apoyo a los populares para enfrentarse al plan Ibarretxe. No sé si Feijóo será algún día presidente, pero sí creo que hoy cumplió uno de sus objetivos. Muchos diputados tendrán en las yemas de sus dedos la posibilidad de desactivar un desafío constitucional como el que entraña el chantaje independentista. Tras este discurso nadie podrá decir que no lo supieron, que no había otra opción. Feijóo instó a reconstruir los puentes entre las dos grandes formaciones políticas de España, recordando un país que fue y que, lamentablemente, es posible que todavía no haya vuelto a existir. Puede que esta vez no ocurra, pero quienes ahora decidan sacrificar su crédito participando activamente de la ruptura del régimen constitucional habrán de recordarlo por siempre. Es seguro que habrá una mayoría que dirá no a Feijóo. Pero su labor hoy era otra: recordar lo grave que puede acabar siendo decir que sí a la otra alternativa.

 

 

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