Contrario a la economía circular, la retórica circular no es productiva, tampoco ecológica y sí escasamente creativa. A esta esfera del lenguaje pertenece el discurso-informe leído por Raúl Castro para su despedida como secretario general del Partido Comunista (PCC) en la apertura del VIII Congreso.
Pese a haber sido supuestamente elaborado de conjunto, el discurso está lleno de contradicciones, negaciones internas y limitaciones conceptuales. Parece pensado para 1980 con las luces políticas estrechas de 1960. Pero es un intento de hacer parecer como un estadista a quien en tres días será ya un exsecretario general, aunque sea en sus últimos días públicos.
El discurso recorre un campo amplio de ámbitos —de la economía a la geopolítica y la teoría— que resulta extraño a un tipo con exclusivas credenciales de buen administrador militar. No solo a Fidel Castro le interesaba la posteridad.
Aquí me interesa referirme específicamente a un punto estratégico, reconocido por él mismo, por razones diametralmente opuestas a las que para los ciudadanos cubanos sería fundamental. Este es el Artículo 5 de la Constitución, que destacó uno de los énfasis del tono retórico en el discurso.
El Artículo 5 garantiza al PCC el poder del Estado en la misma medida en que debilita su legitimidad. Eso es todo lo que para mí se desprendía del doble proceso de escuchar el discurso y de visualizar las calles de La Habana al mismo tiempo. Porque si un grupo política e ideológicamente autoconstituido como Estado carece de respuestas propias en todos los ámbitos en los que intenta organizar a una nación, pierde entonces su capacidad de autojustificación: una de las expresiones de la legitimidad.
¿Cuál es una de las consecuencias políticas de esta esquizofrenia?
El racismo de Estado. La consagración constitucional del Artículo 5 es racismo de Estado no solo en términos estricta o directamente políticos, es decir desde el punto de vista de la discriminación a otras opciones ideológicas. No lo es tampoco solo desde una visión étnica o racial. Lo es en formas más esenciales: en su fundamento cultural. A fin de cuentas, desde Michel Foucault se sabe que los racismos étnico y racial no son más que las manifestaciones de superficie del conjunto de contravalores, concepciones y actitudes que fundamentan los sentimientos de distintividad y superioridad totales de unos grupos humanos sobre otros. Para lograr su hegemonía, ese conjunto de aberraciones necesita racionalizarse si quiere jerarquizar, normalizar y luego banalizar el poder total. Es precisamente la banalización lo que impide ver la naturaleza racista de toda hegemonía política no fundada en el voto, sino en las concepciones.
De dónde nace el racismo de Estado: la pretensión de organizar la política en torno a una específica visión del mundo, que se considera superior a la visión del resto de los mortales.
Los comunistas en Cuba se dan a sí mismos, desde toda la estructura de su catedral simbólica, ya sin su cúpula utópica, capacidades, legitimidades y derechos que niegan al resto de los cubanos por causa justamente de las suyas en particular. El día 16 de abril de 2021 es un amargo recordatorio de esas pretensiones infundadas.
Pero el problema histórico agregado que tienen los comunistas posteriores a 1959 es que no han logrado salidas simbólicas ni prácticas eficaces para resolver las viejas y nuevas tensiones de Cuba; más bien las han profundizado. Dicen, por ejemplo, que las tiendas en monedas libremente convertibles, que profundizan la desigualdad, son necesarias para lograr la igualdad de su «socialismo próspero y sostenible«. Algo así como la necesidad de lo oscuro antes que aparezca la luz.
En realidad, lo único que han logrado desde el racismo de Estado es capturarlo y disolver la política de un modo que los expone en su desnudez racista frente al retorno de todo lo reprimido en Cuba: la religión, la cultura, el homosexualismo, la afrodescendencia, la diversidad ideológica, las desigualdades, la marginación, el amor a la buena vida y el capitalismo; en un escenario de ocupación cultural desde el Estado por una tribu política dominante en decadencia.
Como al final no pudieron hacer desaparecer todos estos mundos, incorporan a la ortodoxia marxista-leninista la cooptación de todo lo que este niega en teoría. Sin remordimientos.
Lo violencia de esta dominación se cobija en la reafirmación e irrevocabilidad constitucionales de un vacío ideológico (el socialismo real) que ya no genera sentidos auténticos de pertenencia, así como en la deslegitimación cívica de otros valores que hoy ofrecen salidas simbólicas y prácticas a los cubanos. Claro que la dominación se actualiza en tiempos híbridos, endosando a José Martí en el Artículo 5, en un doble despropósito ético y cultural que intenta compatibilizar a Martí con Lenin.
El racismo es eso: hegemonizar, no por la vía de la competencia cívica entre valores distintos, sino por la postulación de una pretendida superioridad, prohibiendo a sistemas simbólicos diversos la participación en igualdad de condiciones dentro del espacio público.
Dice el Artículo 5: «El Partido Comunista de Cuba, único, martiano y marxista leninista, vanguardia organizada de la nación cubana es la fuerza dirigente superior…» Un escándalo moral y un anacronismo cultural y sociológico irredactables.
Sin capacidad de integración simbólica, fundamento doctrinal, conexión con la modernidad, capacidad para gestionar la pluralidad y diversidad culturales, justificación económica, representación ciudadana, instrumentalidad y narrativa política propias, aprecio de la libertad, y valores educativos perdurables, el rey ideológico está más desnudo. Pero sigue siendo voraz. Y ahora, desde el discurso político más conservador que he escuchado, instituye la militarización preventiva de la vida cívica e institucional del país. Solo EEUU e Israel dan esta importancia simbólica al estamento militar.
Por ello, por su voracidad, no cabría confundir el programa constitucional de un partido político con una Constitución. El parteaguas entre ambos pasa por la soberanía. Mientras que en el primero el Partido es el soberano, en la segunda lo es el ciudadano. El primero puede adquirir estatus legal, es decir implicar obligatoriedad para los ciudadanos que no pertenecen al Partido, pero esto no convierte al programa en Constitución, toda vez que desconoce la soberanía primaria.
Con la nueva Constitución, que incluye los derechos fundamentales, el conflicto entre ley fundamental y soberanía permanece, junto al conflicto entre elección y representación. Abriéndose una triple distancia: entre electores y presidencia, entre Constitución y soberano, y entre ciudadanos y PCC.
El desafío sigue siendo el de pasar de una Constitución de molde soviético a una Constitución cubana. Modificar ese Artículo 5 cuyo origen, según el discurso de ayer del general, aparece a ratos en el pueblo, a ratos en el PCC mismo, y en verdad fue concebido y redactado por Fidel Castro, es crucial para que en el espacio público se reflejen los rostros plurales de Cuba. Es la única garantía de que la nación deje de ser un Partido, y abra paso a lo nacional.
El discurso del general acaba de desconectar a Cuba del PCC.