El discurso demagógico erosiona la democracia en México
Luis Antonio Espino es consultor en comunicación en México.
La demagogia se basa en la noción de que la sociedad está dividida en personas “buenas” y “malas”, y que la solución a los problemas está en identificar, censurar y castigar a los “malos” por el daño que hacen a los “buenos”. Cuando la demagogia domina el debate público, este deja de centrarse en los hechos, los datos y las ideas, y se enfoca primordialmente en la identidad de las personas.
Durante una campaña electoral, el discurso demagógico puede ser útil para movilizar votantes. Pero cuando la demagogia se vuelve el eje de un gobierno y las políticas públicas se diseñan, aplican y evalúan en términos de una batalla de “ellos” contra “nosotros”, el resultado es muy dañino y costoso para las sociedades. Eso es lo que pasa en México, donde la demagogia domina la política, así como el discurso y las decisiones de gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO).
En el universo de AMLO, los derechos de las personas dependen de su identidad. Si pertenecen al “nosotros”, que son quienes lo apoyan y a quien él reconoce como “el pueblo”, todo se vale y se permite. Si pertenecen al “ellos” de quienes llama sus “adversarios”, los derechos se vuelven un concepto elástico y manipulable desde el poder.
Un ejemplo es la relativización del derecho a la salud durante la pandemia. México es el cuarto país con más muertes por COVID-19, en buena medida porque el Estado no asume su deber de informar para prevenir contagios. Al contrario, el presidente es quien le dice a una sociedad con cada vez menos acceso a servicios de salud que “tenemos que correr riesgos”. Quienes contradicen al gobierno se vuelven los “malos” del relato demagógico, así sean niños que sufren enfermedades y necesitan la vacuna. Hace unos días, el subsecretario de Salud Hugo López-Gatell señaló que los menores que buscan ser vacunados mediante amparos legales “le están quitando la oportunidad a una persona que tiene un riesgo mayor”. Hasta agosto de este año habían muerto 758 niños por COVID-19. Días antes, al hablar sobre los cuestionamientos legítimos de padres y maestros sobre el riesgo del regreso a clases presenciales, López-Gatell dijo que “fallecen más menores en accidentes que por COVID-19”. También ha señalado que los padres de niños con cáncer que exigen medicamentos para sus hijos forman parte de un “tipo de narrativas de golpe (de Estado)”.
En el discurso de un gobierno democrático, la oposición es legítima y necesaria para la buena marcha del país. En México, como ocurre en otras naciones del continente dominadas por el populismo, la oposición se define desde el poder como antagonista del “pueblo”. De las palabras a la persecución real hay poca distancia, y en México las amenazas de AMLO contra políticos opositores son evidentes, como cuando dijo a Ricardo Anaya, excandidato presidencial opositor, que “no afecta ir a la cárcel cuando uno es inocente”. La sociedad mexicana sospecha de Anaya y tal vez por eso no le ha dado importancia a este uso faccioso de la justicia. Tampoco prestó mucha atención cuando Lía Limón, alcaldesa opositora de Álvaro Obregón en Ciudad de México, fue agredida por policías. Citlalli Hernández, secretaria general de Morena, el partido del presidente, justificó esa violencia e incluso culpó a Limón de provocarla. Uno no puede llamarse un demócrata si denuncia la brutalidad policial solo cuando afecta a uno de “nosotros” y la celebra cuando los lastima a “ellos”.
La demagogia supone un abandono total de la congruencia retórica y por eso lo que se critica duramente en “ellos” se considera permisible si lo hacemos “nosotros”. Así actúa el padre Alejandro Solalinde, quien antes defendía migrantes pero ahora difunde teorías conspirativas para culpar a las personas que vienen desde América Central en caravana de formar parte de ataques contra AMLO. Y casi ninguna de las voces afines al presidente se escandalizan al escuchar al secretario de la Defensa Nacional, Luis Cresencio Sandoval, decir que el principal objetivo del Ejército en la frontera sur del país es “detener toda migración”.
La democracia sostiene que la deliberación colectiva y abierta sobre los problemas es la mejor forma de encontrar alternativas de solución. Esa deliberación requiere dos ingredientes fundamentales: un discurso público basado en hechos y datos, y unos medios de comunicación que trabajen sin presión alguna desde el poder. En México ambas cosas están en riesgo.
El presidente insiste en su asalto sistemático a la verdad: hizo 88 afirmaciones falsas en el discurso de 55 minutos con motivo de su tercer informe de gobierno. Cuando las personas son sometidas a una saturación de esta intensidad, el discurso político deja de ser instrumento de entendimiento común de los asuntos públicos y se convierte en arma para imponer el punto de vista del poderoso. Por otro lado, los medios de comunicación siguen bajo constante asedio. A través de un ejercicio semanal impulsado por el presidente, irónicamente llamado “Quién es quién en las mentiras”, una funcionaria se ha erigido en una suerte de comisaria de la prensa y las redes sociales. En la demagogia, las mentiras de “ellos” son inaceptables, pero las de “nosotros” se justifican, por lo que esa funcionaria puede hacer afirmaciones falsas ante toda la sociedad sin que haya consecuencias, pues el objetivo es sustituir la comunicación del Estado con propaganda favorable a un grupo político.
La demagogia, desde luego, no es monopolio de Morena y AMLO. Para muestra, el espectáculo que dieron algunos senadores del opositor Partido Acción Nacional al firmar públicamente una especie de pacto ideológico con VOX, partido de ultraderecha español que también enarbola un discurso tóxico y profundamente demagógico de “ellos” contra “nosotros”. Esto es alarmante porque entraña el riesgo de radicalizar la competencia política, llevando a nuestra democracia a una mayor erosión.
Si los mexicanos no entendemos que desterrar a la demagogia del corazón de nuestra conversación pública es el más apremiante reto intelectual y político de nuestra generación, entonces el peor presidente del siglo XXI todavía está por venir.