Democracia y PolíticaEconomía

El dólar para lelos

El-dólar-para-lelos-por-Federico-Vegas-640

Los fatuos y los pasmados

Existe un dólar Cúcuta, uno Simadi, otro Sicad y el inasible Cencoex. Se habla también del dólar turístico, de un dólar para los corredores de carros, los enfermos, los científicos y los artistas. ¿Cuál sería entonces ese dólar para lelos? Se le conoce como el “bolívar” y es la moneda oficial de los alelados que vivimos en la República Bolivariana de Venezuela. Así lo siento, con una rara tristeza que no logro expresar.

Uno pregunta en las tardes, un poco por vicio: “¿Hasta dónde habrá llegado hoy el dólar?” y te responden como si fuera divertido asustarte: “¡Pasó tranquilo más allá de los seiscientos!”, pero nadie nombra al bolívar mientras nuestra alelada moneda va esfumándose. Ya cuesta saber qué representa: ¿un café?, ¿medio café? ¿una cucharadita de café? La única cifra inmutable son los bolívares que necesitas para llenar el tanque de tu carro, otro síntoma de alelados, y quizás el más grave.

Cuando uno viaja al exterior y cuenta, algunos alardeando, otros con vergüenza: “Yo vengo de un país insólito donde con un centavo de dólar llenamos el tanque y dejamos una buena propina”, nadie te entiende, ni te cree ni te respeta. Tal como proclamó Jorge Giordani a los días de dejar el puesto de gran gurú de nuestra economía que tuvo durante doce años: “Venezuela es el hazmerreír de América Latina”.

Comprendo que este asunto de ser unos lelos no resulte grato. El sonido “lelo” es tan revelador que no necesita —y quizás no lo tiene— un origen definible. Me paro frente al espejo, repito la palabra “lelo” unas veinte veces y siento un canto que todo lo invade, como una voz que viniera de los orígenes del lenguaje a reprocharnos nuestro alelamiento.

“Alelar”, tan parecido y distinto a “anhelar”, es un verbo transitivo que significa “hacer o volver lelo, estúpido, ingenuo, idiota, tarado, majadero, mentecato, imbécil, torpe y bobo”. El adjetivo “alelado” agrega, por si fuera poco, “fatuo” y “pasmado”. Un fatuo es un tipo lleno de presunciones o vanidades infundadas y ridículas. Un pasmado es quien está embobado y no se entera de qué está pasando realmente.

Esta dualidad de pasmo y fatuidad nos asoma a los mecanismos por los cuales ese absurdo artificio de llamar “bolívar” a la sustancia que se nos desvanece entre las manos es causa y efecto de nuestra destrucción. Por un lado, nuestros gobernantes continúan esgrimiendo una idealización de Bolívar como eje de una presunción vanidosa y cada vez más ridícula; por el otro, los gobernados nos sometemos embobados a la gradual inconsistencia de los bolívares que tenemos en la cartera, a su cada vez más irreal realidad. Lo ideal y lo real son estados que están constantemente buscando compensarse, ajustarse, sobrevivir. En nuestro país se devoran mutuamente.

La pasión alienante

Para continuar explorando la relación entre “fatuo” y “pasmado” digamos que “alelado” se parece bastante a “alienado”, un termino donde se ha cebado desde la teología hasta la política más rastrera. Marcelino Madriz decía que la alienación es una mezcla de perplejidad y huevonada. Tomás de Aquino la asociaba a la posesión del hombre por el demonio. Para la siquiatría, los sicóticos sustituyen la realidad por un delirio; el alienado, en cambio, sustituye la realidad por el discurso de otro.

Intentando comprender este segundo tipo de sustitución, hice uno de esos rápidos planeos que nos permite Wikipedia y aterricé en la psicoanalista Piera Aulagnier (1923-1990). Piera fue discípula de Lacan y basó sus teorías en el estudio de la relación madre-hijo durante las fases iniciales. Escribió un libro titulado Los destinos del placer: alienación, amor, pasión. Hoy voy a tratar de conseguirlo y comprarlo (tarea que me gusta más que leer o escribir). En este momento sólo puedo ofrecerles una sinopsis que me entusiasma:

La autora sostiene que en la relación amorosa el amante está obligado a mantener un compromiso con el placer y sus padecimientos; en cambio, en un estado de pasional alienación, lo que debería permanecer como objeto del placer se transforma en un objeto de pura necesidad.

Pobre de quien no haya conocido los serenos sufrimientos de un verdadero amor y la locura de una pasión que nos domina como una droga.

El índice del libro también está lleno de estimulantes ofertas: “El momento de la duda”, “El encuentro pensado y el encuentro real”, “Las exigencias de la realidad”, “El placer necesario y el placer suficiente”, “Las relaciones de simetría y el amor”, “Las relaciones de asimetría y la pasión”, “Del amor necesario a la pasión alienante”. El capítulo que voy a resumirles es quizás el menos placentero: “El estado de alienación”, pero trata el tema que hoy nos interesa.

Para Piera Alaugnier la alienación necesita del encuentro entre dos individuos: una persona que es capaz de dominarte con sus apasionantes ideas y otra fácil de dominar por tener problemas de identificación consigo misma. En los casos que esta relación se da a escala social, al alienado le cuesta cada vez más crear sus propias referencias e identificaciones y termina por aceptar el discurso de un poderoso sistema que piensa por él, decide por él, define quién es y le impone sus ideales hasta llegar a borrar toda vivencia de lo que está realmente viviendo. Llega un momento en que la alienación produce una idealización de esa misma fuerza alienante y la considera “una buena causa”. El adepto, combatiente, compañero, camarada o partidario de este ideal atribuye a la fuerza que lo domina el privilegio de garantizar la verdad. Esta subyugación es mayor en la medida en que el adepto ha sufrido demasiado y ya no quiere sufrir más, así que prefiere no encarar su situación real con tal de seguir creyendo. En estas condiciones, el sujeto se ve obligado a negar tanto la realidad de lo que sucede como cualquier interpretación personal de lo sucedido. Ha entrado en un estado de rendición y ya nunca podrá cuestionar al poder, pues lo necesita para sobrevivir física y espiritualmente. No le importa que otro piense y decida por él, porque ni siquiera está consciente de ello. Es el líder quien define la realidad, algo que aporta a los sujetos alienados la sensación de que poseen una “verdad” incuestionable que los ubica entre los “elegidos” para imponer esa misma verdad a los demás.

Lo más interesante de Alaugnier espero encontrarlo en su libro, pues todo parece indicar que estas tensiones sociales las analiza partiendo de las relaciones entre la madre y el hijo, el analista y su paciente, y, sobre todo, entre  el amante y el amado, el campo de batalla y de placer que más me atrae con sus amores simétricos y pasiones asimétricas.

La segunda resurrección de Bolívar

Sabemos que la alienación en Venezuela no la descubrió ni la estrenó el chavismo. Las interpretaciones de Hegel, Marx, Foucault y Marcuse dan para muchas visiones y puntos de vista que han sido utilizados tanto por la derecha como por la izquierda. Lo que debe llamar nuestra atención, si queremos centrarnos en el tema del Bolívar idealizado y el bolívar monetario, es que el chavismo ha promovido una revisión de la imagen de Simón Bolívar como no se daba desde Guzmán Blanco.

La celebración del centenario del nacimiento de Bolívar en 1883 fue la apoteosis de una reivindicación del héroe. Como propone Enrique Calzadilla en Las ceremonias bolivarianas y la determinación de los objetos de la memoria nacional en Venezuela, había llegado el momento de “saldar las cuentas pendientes” y fijar “los elementos que signan desde aquellos días y hasta hoy, la relación de los venezolanos con su tiempo pretérito”. Ya en 1879 Guzmán había decretado al bolívar como nuestra unidad monetaria nacional.

Con el chavismo se va a dar una segunda resurrección, pero no resultaría fácil reinventar lo ya inventado, consagrar lo consagrado ni endiosar a quien ya es un Dios. Se le enderezó el pescuezo al caballo de nuestro escudo, se le añadió una estrella a la bandera y se le dio un nuevo rostro al héroe, con huesos más pronunciados y aspecto más tridimensional. El esfuerzo mayor se centró en convertirlo en el centro irradiante de una ideología política hasta refundar el país con el nombre de República Bolivariana de Venezuela. Y así, mientras un Bolívar se elevaba hasta un aire enrarecido el otro continuaba cayendo en picada.

Los ecuatorianos sufrieron la misma crisis con su moneda y tomaron medidas drásticas. El 9 de enero del 2000 el sucre fue reemplazado por el dólar estadounidense, partiendo de una tasa de cambio de 25.000 sucres por dólar. El sucre —llamado así en honor a Antonio José de Sucre— había sido creado en 1884 y estuvo en vigor durante 116 años. Ahora el bolívar tendría la distinción de ser la única moneda en el mundo con el nombre de un héroe, quien tiene que cargar sobre su estampa y apellido con la peor crisis económica de nuestra historia. La única medida ante el desastre fue inventar el “bolívar fuerte”, que ayer andaba por la sexta parte de un centavo de un dólar, poco más del segmento entre la barbilla y las cejas de Lincoln de unpenny.

El 31 de diciembre de 1973, hace más de cuarenta años, Renny Otolina presentó su último programa de televisión. El tema central de su despedida como locutor —y de su inicio como político— fue la necesidad de recuperar nuestra identidad a través de la figura de Bolívar. Uno de los puntos que trata extensamente es el absurdo de utilizar el nombre del Libertador para denominar nuestra moneda nacional. En ese momento el dólar estaba a 4,30. Luego el centro de su reclamo no tenía que ver con un desplome que ha reducido el valor de nuestra moneda más de ciento cincuenta mil veces.

El uso del nombre de Bolívar en algo tan vil como el dinero, y significa que cada día el nombre de Bolívar pierde importancia. Nadie en el mundo cuando habla del bolívar piensa en Simón Bolívar, solo piensa en cuál es la equivalencia en dólares de un signo monetario. No solamente eso, quienes tratan de acaparar bolívares no están tratando de acaparar gloria o Libertadores de América, lo que quieren es acaparar dinero y el poder que ello represente. Cuando en 1879 se bautizó la unidad monetaria, que era el venezolano de oro, con el nombre de Bolívar, se le quiso rendir un tributo, y hubo buena fe, pero el resultado no es ese. Que tenga la efigie de Bolívar nuestra moneda es una cosa. La moneda inglesa tiene el rostro de la Reina Isabel, pero no por eso se llama Chavela, la peseta española tiene la cara de Franco y no se llama franco y así por el estilo en el mundo entero.

Cuando aquí se diga Bolívar no hay sino uno, y la moneda se llame peso, ¿saben cuál va a ser el resultado? Que la moneda se llamará peso y Bolívar no habrá sino uno. Ese gran paso no será dado sino en la medida que tengamos conciencia de nosotros mismos como país, y en la medida en que acudamos a nuestra historia para ver de dónde venimos, encontrar un apoyo y saber hacia donde nos vamos a proyectar.

Es un inmenso placer volver a escuchar a Renny después de tantos años. Era un mundo en blanco y negro donde los locutores se fumaban media caja por programa. Renny hablaba con una sinceridad y una proximidad que solo Hugo Chávez volvió a lograr décadas después. Al escucharlo, Renny parece ciertamente un líder profético pero a la vez sensato, preocupado por frases rimbombantes como la de un historiador que proclamaba: “El signo monetario que lleva la efigie de Bolívar viene a ser el símbolo de nuestra independencia económica”. Este tipo de alegre congelación de nuestra historia, dispuesta a presumir que el perfil de El Libertador nos garantizará una independencia eterna, era el tipo de idealismo que Renny quería enfrentar. Comenzaba a entender que una vocación bolivariana podía servir como una guía para que Venezuela se reencontrara consigo misma, pero, al mismo tiempo estaba consciente de que ese proceso requería darle a Bolívar un papel justo y equilibrado que creara conciencia en los individuos y no alienaciones masivas.

El verdadero enigma no está en cuáles fueron las circunstancias de la muerte de Renny, sino qué habría podido ofrecerle al país de no haber muerto.

Cuatro décadas después se creó la Republica Bolivariana, una invención con la misma intención y peores consecuencias que la de llamar a nuestra moneda “bolívar”. Es una terrible paradoja utilizar el nombre de un alma liberadora para crear una figura cerrada y excluyente, con límites geográficos y el andamiaje de una constitución.

Es tan inspirador imaginar a un Bolívar deseoso de una patria fértil a ideas que él no podía ni soñar con su imaginación creadora, a proyectos tan renovadores como los que él ofreció a su propio tiempo. El sello de “Bolivariana” no se está aplicando a un grupo de estudio o a una secta de historiadores, sino a un país donde deben concurrir millones de conciencias y siglos de pasadas y futuras visiones. No se le haría un favor a Cristo creando repúblicas cristianas. El espíritu bolivariano debe ser una búsqueda, una actitud, no una camisa de fuerza ni un fin en sí mismo, impuesto con unas fronteras y unas leyes.

Y algo más grave aún, al imponerle al país un matrimonio formal con el pensamiento de Bolívar lo estamos haciendo coparticipe de nuestros errores y aciertos, sometiendo sus ideas al devenir de nuestra interpretación y competencia. Es una vanidosa pretensión creer que se tiene la sabiduría para sostener la visión de un hombre que le pertenece a la historia de la humanidad. Ni nosotros somos dueños de su memoria ni el es ya dueño de nuestro destino. Solo se explica tal apoderamiento bajo la urgencia de encontrar ideales válidos, altisonantes, propagandísticos, para una “buena causa” que sirva de base a un sistema alienante.

Más sentido tiene el que Lord Byron bautizara con el nombre “Bolívar” a su goleta que nosotros calificar de “Bolivariana” a Venezuela entera. La pasión de Byron por el Libertador si acaso involucraba a sus marineros, quienes suelen mudar de puerto y de embarcación. En cambio, obligar a la patria a ser Bolivariana, implica la exclusión de los disidentes y hasta Páez pasa a ser un paria. Lord Byron, por cierto, idolatraba a los dos héroes. En una de sus cartas habla de José Antonio Páez con emoción y algunos errores geográficos:

Europa se ha tornado decrepita; además es siempre lo mismo. En cambio, aquella gente es fresca como su mundo y violenta como un terremoto. Además me siento enamorado del general Páez, quien ha demostrado que mi abuelo tenía razón cuando hablaba de los patagones y de su gigantesco país.

Por las mismas razones que hoy no existe un solo país que le de el nombre de un prócer a su moneda, no conocemos otra patria que haya sido rebautizada o adjetivada con el pensamiento de un solo hombre. Sólo encuentro ejemplos con esta tendencia fundamentalista en las llamadas repúblicas islámicas, y es evidente que el Islam abarca una historia más amplia.

La trampa platónica

Ya una vez les conté de las reflexiones de Borges (basadas en Coleridge) sobre cómo todos los hombres nacemos aristotélicos o platónicos. Los platónicos intuyen que las ideas son realidades con las cuales podríamos dibujar un mapa sobre el orden del universo. Los aristotélicos creen que las ideas son generalizaciones y que el lenguaje no es otra cosa que un sistema de símbolos arbitrarios. En esta polémica eterna los platónicos tienen una gran ventaja: las ideas que proponen son “singulares, increíbles e inolvidables”. Puede que no sean ciertas, pero nadie puede negar que son atractivas y, quien las combate, suele parecer un “representante del mero e insípido sentido común”.

El gobierno se exhibe como platónico y esgrime sin contención sus visiones increíbles e imposibles de olvidar por sus terribles efectos. Ciertamente quieren hacer de su gobierno una esfera inmóvil, pero actúan y mantienen esa ausencia de giros y alternativas con una aristotélica voluntad militar que evite todo riesgo verdadero. Han pasado, como diría nuestra bella Piera, del discurso “identificante” al discurso delirante.

Tal como anuncia Aulagnier, en Venezuela existe un enorme sector del país que ha  aceptado un discurso que decida por él, lo defina y le imponga sus ideales hasta llegar a borrar toda vivencia de lo que está realmente viviendo. Esta alienación es comprensible, pues ciertamente se trata de adeptos que han sufrido mucho y ya no soportan sufrir más. Querían amar, creer, identificarse, tener una historia y un futuro, y cuando este se les va haciendo cada vez más incierto, no encuentran la fuerza para encarar su situación real y prefieren negar la realidad. Su situación es tan precaria que ahora necesitan de ese poder para sobrevivir física y espiritualmente. Ya hemos pasado mucho más allá de “El momento de la duda” y “Las exigencias de la realidad”. Ya se acabó el “amor necesario” para entrar en la cruda asimetría de una “pasión alienante”.

¿En que medida nuestros gobernantes han construido una trampa de la que no podremos jamás salir? ¿Cuáles son las leyes que la estructuran? ¿Cómo dejar registro de la multitud de pasadizos ilícitos, expoliaciones y falsas salidas, para algún día revertir la secuencia y salir de los meandros por donde vagamos desesperados?

Yo quisiera señalar una de esas trampas y es precisamente la conexión entre la fórmula para mantener viva la imagen idealista de una República Bolivariana y la estrategia de continuar manteniendo a los venezolanos con un bolívar para lelos. La ecuación es muy simple: si el gobierno acapara y maneja los dólares junto a la idealización de Bolívar, y el pueblo enfrenta con bolívares sus enormes dificultades para asumir y enfrentar la realidad, mientras más pobres y extraviados sean los gobernados, más ricos y afianzados serán los gobernantes. Es difícil concebir una relación más patética de poder y sumisión, idealismo y realismo.

La muerte y el apocalipsis

En el capítulo que traté de resumirles del libro Los destinos del placer: alienación, amor, pasión, se repite varias veces la palabra “muerte”. Decidí no incluirla, pues me asusta y me repele, pero se ha ido haciendo inevitable. Tomo dos frases que aparecen separadas pero podemos unirlas: “La alienación culmina en la muerte del pensamiento propio”. “Esto se logra porque entre el líder y los individuos circula un poder de muerte”. Veo en el índice dos capítulos que desarrollan este tema: “La alienación y la muerte” y “El deseo de autoalienación”.

Elucubrando sobre el posible contenido de estos capítulos, recordé un ensayo titulado “El punto Ciego” del arquitecto Leo Krier, texto al que suelo regresar cuando mis esperanzas andan rasando el desconsuelo. Podemos decir que es el manifiesto de un arquitecto enamorado de la ciudad, a la que llama “un documento de memoria, inteligencia y placer”. Hacia el final de su ensayo Krier nos advierte:

Una humanidad cuya finalidad ya no es más la búsqueda del placer, sino la omnipresencia de la necesidad debe encontrar irónicamente su único placer en su propia destrucción, en el reconocimiento de su inutilidad. Un estado de placer es también un estado de contemplación de nuestro propio ser y hacer. Si ser y hacer no son sino una mera necesidad, el momento de contemplación ha dejado de ser un momento de satisfacción para convertirse en uno de urgencia. En esta perspectiva, la meticulosa auto destrucción de la humanidad se convierte obviamente en un momento de descanso, un descanso ante la urgencia inaguantable, frente a la fealdad y una inútil agonía.

No es difícil encontrar en estas líneas algunas resonancias con el libro de Piera Aulagnier, como la tensión entre placer y necesidad. También está en ambos textos la idea de la autodestrucción, una inquietante posibilidad que nos asoma a las consecuencias de nuestro estado de alelamiento.

Ya pocos recuerdan la cantata tan cacareada de “¡Patria, socialismo o muerte!”. Han sido tantas las fanfarrias, las promesas, las amenazas, las quimeras, los disparates y atropellos. Pero cuando a la palabra “muerte” se le soltó a recorrer el país encontró tierra abonada, y es hora de preguntarnos: ¿De qué se trata ese poder de muerte que circula entre el líder y los ciudadanos? ¿Qué sucede cuando muere el pensamiento propio? ¿Es algo que termina y se detiene, o que destruye a todo lo que le rodea? Quizás esa idealización que llega a los límites de exhibirse como un compromiso de muerte sea la última salida para un pueblo que no quiere ver la realidad. Si es cierto que siempre ha sufrido, es probable que prefiera hacerlo como parte de un apocalipsis histórico, un cataclismo bolivariano y patriótico. Eso explica su incapacidad de respuesta, su ferviente pasividad ante unos gobernantes que exhiben sin pudor su riqueza, su condición de intocables, de intactos irremisibles.

La urgencia inaguantable y la inútil agonía se van haciendo parte de un paisaje natural, cotidiano. Algunos creen que la explicación de nuestra incapacidad de reacción es el abatimiento, la falta de esperanza en una opción, y el cruel dominio de quienes tienen el poder del petróleo, pero no podemos olvidar el placer y el descanso, y la necesidad, de la autodestrucción, de esa llamada autoalienación. El término auto suicidio, que sonaba tan gracioso, ya no lo es tanto.

Siempre recuerdo la frase de Luis Giusti: “Venezuela es un país condenado al éxito”. Yo le temo a las condenas tanto como al éxito, el cual siempre he asociado con salidas fáciles, superficiales, egoístas, provisionales, vacías. Creo que hay que tomarse muy en serio la posibilidad de que la República Bolivariana de Venezuela sea un país condenado a no aceptar su fracaso.

Botón volver arriba