El Estado avergonzado
Hay una mayoría de ciudadanos de Cataluña que esperan algo del Gobierno, algo creíble. Una interlocución directa y la sensación de que España se interesa por ellos
El independentismo es algo menos de la mitad de la sociedad catalana y Puigdemont, Torra y sus adherentes son bastante menos de la mitad del independentismo. Además, el presidente Rajoy dejó al independentismo en general sin estrategia ni oxígeno, arrinconado en sus contradicciones, en su división y puesto ante sus responsabilidades penales.
El movimiento que explicó ayer Puigdemont por videoconferencia, además de confuso y desnortado, representa a una minoría de catalanes. Y también a la minoría de un independentismo que, de la mano de ERC y del PDECat, está virando hacia posiciones más pragmáticas, basando su estrategia en buscar un nuevo pacto con el Estado que si bien les dejaría sin la independencia, les permitiría llevar a cabo las políticas e inversiones para las que que se supone que quieren separarse de España.
Tiene poco sentido, por lo tanto, que el Gobierno asuma que Quim Torra es el interlocutor de los catalanes. Ni siquiera el Govern, dividido y sin rumbo cierto, lo es. Ha sido un error de concepto desde los años de Felipe González que España dejara de dirigirse a los catalanes, para interactuar sólo con la Generalitat. Independentistas o no, los catalanes hemos dejado de sentirnos interpelados por los sucesivos gobiernos de la nación, y el Estado ha ido reduciendo su presencia en Cataluña.
Ha dado la sensación, desde la recuperación de la democracia, de que los distintos presidentes del Gobierno pensaban que tenían que pedir permiso a la Generalitat para invertir en Cataluña o para dirigirse a los catalanes, como si asumieran la propaganda nacionalista –que al final, por acción y por omisión se ha acabado imponiendo– de que España es un cuerpo extraño entre los catalanes, y que el Gobierno «son ellos» y «nos atacan»; y la Generalitat son «los nuestros» que «nos defienden».
En condiciones normales, y según la Constitución, la Generalitat es el Estado en Cataluña, pero estas condiciones normales no se han dado prácticamente nunca. El presidente Pujol dijo siempre que no era independentista, pero creó la sensación de agravio y la de la extranjería de España en Cataluña. A partir de Artur Mas, abiertamente la Generalitat ha pretendido sustituir al Estado, expulsarlo, y convertirse ella misma en la única autoridad política. Es muy poco probable que España recupere el terreno perdido entre los catalanes tratando de pactar con quien minuciosamente les ha ido arrancando de esta tierra.
Hay una mayoría de ciudadanos de Cataluña que esperan algo del Gobierno, algo creíble. Una interlocución directa y la sensación de que España se interesa por ellos y tiene algún proyecto para mejorar sus vidas. Hay una mayoría incluso de independentistas que está cansada de la tensión permanente que no lleva a ninguna parte, y a los que el Gobierno tiene no sólo la oportunidad sino el deber de hacerles ver que continuar siendo español es algo más que renuncia a ser independentista. Y que España cuenta con ellos, les quiere, les ayuda y les necesita.
El proceso independentista ha fracasado. Pero hay algo que permanece y que si no se remedia acabará a la larga con el Estado, y es que por complejo y por torpeza, España ha acabado reducida en Cataluña a la caricatura que de ella han hecho los nacionalistas.