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El estallido haitiano

Haití vivió estos días un amotinamiento social producto de la suba de los combustibles reclamada por el Fondo Monetario Internacional (FMI), que derivó en una crisis política y en la renuncia del primer ministro Jack Guy Lafontant. Sin haberse recuperado del terremoto de 2010, que destruyó buena parte de las infraestructuras, el país sigue sometido a una elite corrupta y a la crónica inestabilidad política y social.

El viernes 6 de julio se jugaba el partido Brasil-Bélgica en la Copa Mundial. Ya desde la época de Pelé y Diego Maradona los haitianos, a falta de un equipo local que los represente, han adoptado a esos equipos e hinchan como fanáticos «brasileños» o «argentinos» como si fueran nativos de esos países. Por eso el gobierno haitiano, pensando que el equipo de Brasil ganaría el partido, decidió lanzar el decreto del aumento del precio de los combustibles impuesto por el Fondo Monetario Internacional (FMI) apostando a que la euforia por ese triunfo serviría de distracción para que los haitianos aceptaran ajustes de gran magnitud (38% en la gasolina, 47% en el diésel y 51% en el kerosene).

La combinación de la derrota brasileña y del aumento de precios fue, sin embargo, un coctel explosivo que desencadenó el estallido social más grande que se haya conocido desde hace años. Las causas del amotinamiento social venían acumulándose desde hace tiempo e hicieron que el volcán social explotara en todo el país. Media hora después del final del partido, bandas de jóvenes y motociclistas de barrios marginales tomaron las principales calles, incluso las de zonas secundarias no asfaltadas. Instalaron barricadas de piedras, neumáticos incendiados, automóviles y todo lo que pudieron encontrar a la mano. Luego empezaron los saqueos, la destrucción y el incendio de numerosos comercios, incluyendo los más importantes de la zona metropolitana.

La ciudad de Pétion-Ville, que forma parte de la zona metropolitana de Puerto Príncipe –la capital haitiana– y que desde el terremoto de 2010 es el principal centro comercial del país, con los principales hoteles y supermercados, fue el epicentro de las mayores destrucciones. Al día siguiente de los motines la zona parecía el escenario de una guerra. Y estas imágenes se repitieron en el área cercana del aeropuerto, donde se encuentran los mayores concesionarios de venta de vehículos. En las ciudades de la provincia se vieron las mismas escenas, pero sin destrucción de negocios.

Las características de los motines

El país se bloqueó. Los ciudadanos que no pudieron regresar a sus casas la tarde del viernes y el sábado que siguieron a los disturbios debieron refugiarse donde pudieron y regresar a sus hogares al día siguiente de madrugada o varios días después, muchos recorriendo grandes distancias a pie. Pero ¿cuáles fueron las características de este movimiento y de este momento particular, además de la violencia inusitada?

La primera característica de este movimiento es su simultaneidad en puntos distantes del país, y su organización. Existe un debate en las redes sociales sobre si ha sido un movimiento espontáneo del pueblo enfurecido o si ha sido un movimiento bien preparado y dirigido. Contra la tesis de la espontaneidad juegan la buena organización y la enorme extensión territorial de los motines, junto con el hecho de que la mayoría de los blancos de los ataques parecían bien determinados de antemano. Aparte de algunos daños colaterales, las principales víctimas fueron las grandes tiendas, hoteles, concesionarios de vehículos, todos ellos pertenecientes a familias acaudaladas, en muchos casos descendientes de cristianos sirio-libaneses, así como sucursales de las compañías de teléfonos celulares. No se tocó ningún medio de comunicación, ni siquiera la Televisión Nacional de Haití (RTNH).

Una estación de radio difundió durante los días precedentes consignas bastante precisas y jugó en un cierto sentido un papel de organizador colectivo de la rebelión. Nadie, empero, quiso asumir la responsabilidad por los acontecimientos, probablemente por los riesgos de consecuencias penales. Por otro lado, como son muchos los grupos que rivalizan para presentarse como la «vanguardia» de la sublevación popular, el motín ha quedado en manos del «pueblo», para satisfacción de todos. Lo evidente es que se trata de un movimiento sin dirección política y con una actitud incluso nihilista. En consecuencia, hay que pensarlo en un contexto en el que los «desarraigados» del éxodo rural y los «desesperados» que viven en los barrios marginales, presentes en todos los rincones de las ciudades, se están volviendo el grupo mayoritario del país.

Hace falta un análisis profundo de lo que Karl Marx llamaba con desprecio el «lumpenproletariado» y los cristianos han recuperado como «un pueblo mesiánico». Pero no cabe duda de que el propio gobierno contribuyó a esta explosión social. Desde hace meses, contra todos las advertencias de sindicatos, asociaciones gremiales, organizaciones de la sociedad civil, oposición política, iglesias, universitarios y economistas, el gobierno del primer ministro Lafontant y su portavoz, el ministro de Cultura y Comunicaciones Guyler C. Delv, anunciaban la inminencia del aumento de los combustibles, indicando que, no obstante, esta medida iba a afectar principalmente a las clases pudientes con grandes vehículos. Era claro que esto no era cierto, ya que el aumento del transporte se derramaría luego sobre otros productos de consumo popular. Se agregaba además el hecho de que los trabajadores demandaban, desde hacía meses, el aumento del salario mínimo –hoy de poco más de 5 dólares mensuales– sin obtener satisfacción a su reclamo. Pero no solo eso: agregando leña a la caldera social, el 4 de julio, solo dos días antes de los motines, el fiscal de Puerto Príncipe dio la orden, sin un fallo de un tribunal que lo aprobara, para demoler sorpresivamente, incluso con personas adentro, una veintena de casas de bloques pobres, construidas ilegalmente en la alrededores de la casa donde vive el presidente Jovenel Moïse, y dejar en la calle a las familias desalojadas. La razón que dieron es que esas casas representaban un peligro para la seguridad y la intimidad de la pareja presidencial.

La población de diferentes estratos sociales interpretó esta noticia como un abuso de poder de un ser insensible hacia los pobres. Durante dos días se erigieron barricadas de protesta por las víctimas de estos actos en la vía de acceso a la casa del presidente, en medio de insultos. Hay que señalar que Moïse, al ser elegido presidente en 2017 por el Partido de Haitianos de Calabazas Rapadas (PHTK, en referencia a su propio look personal), eligió esa casa para instalarse en la capital en una zona en la que ya existían estas casas precarias. Durante el año y medio de su mandato, el número de viviendas precarias siguió aumentando, como sucede en toda área metropolitana ante la ausencia total de una política pública de construcción de viviendas de bajo costo, y más aún después del terremoto de 2010 que dejó sin techo a cientos de miles de haitianos.

La otra característica del estallido social fue la pasividad e inacción de la Policía Nacional, que no tomó ninguna medida preventiva para proteger los puntos neurálgicos de la ciudad ante la inminencia del aumento de precios ni intervino durante las jornadas del 6 y 7 de julio. El jefe de la Policía, Michel-Ange Gedeon, al ser interrogado por periodistas, dijo que el gobierno no le había pasado ninguna información ni directiva en previsión de posibles movimientos de protesta en caso de publicarse oficialmente el decreto del aumento de los combustibles. Tampoco llegó ninguna orden durante los acontecimientos, y por otra parte no disponían de los medios necesarios, ni en efectivos, ni en material, para hacer frente a motines de esa envergadura. Por el contrario –dijo–, la Policía evitó un baño de sangre.

Una parte del sector privado declaró que la Policía era responsable de lo sucedido por falta de asistencia a las personas en peligro. Hasta se sugirió que la institución policial habría estado en el origen de las revueltas, en una tentativa de derrocar al gobierno actual. Se rumoreó incluso que los motines podrían ser un complot de la Policía con agentes de Estados Unidos por la posición amigable del gobierno haitiano hacia el presidente venezolano Nicolás Maduro en la Organización de Estados Americanos (OEA), donde recientemente Haití se abstuvo de condenar a Venezuela. Desde hacía varias semanas reinaba un clima de descontento en la dirigencia de la Policía respecto del Poder Ejecutivo, debido a que este último trató de atribuirse prerrogativas como el nombramiento y desplazamiento a puestos de provincia de los comandantes de las policías regionales.

Marcha atrás con los aumentos

Las fuertes manifestaciones y motines se prolongaron desde el viernes 5 a la tarde hasta el sábado por la noche, cuando el presidente, tras 24 horas de silencio, apareció en la Televisión Nacional y pronunció un discurso surrealista en el que, parafraseando al general Charles de Gaulle, declaró: «Ustedes hablaron y yo los escuché», para anunciar que el gobierno retiraba el decreto del aumento de los precios de los combustibles.

Sin embargo, para aumentar la confusión y el surrealismo, el domingo, cuando las manifestaciones se calmaron, el secretario del Consejo de Ministros Renald Luberice afirmó que ni él ni el primer ministro ni el presidente estaban al tanto de la publicación del decreto de aumento. Inmediatamente después empezaron las reacciones. La oposición radical al gobierno, que ya desde el principio del mandato de Moïse en febrero de 2017 había organizado varias marchas y manifestaciones en su contra, pidió la renuncia del presidente.

El diputado de Pétion-Ville Jerry Tardieu, ex-directivo del Hotel Oasis, uno de los afectados por los motines, pidió la renuncia del primer ministro, por inepto, en una carta al presidente. Los diferentes grupos del sector privado de la economía, reunidos en el Foro Económico del Sector Privado, emitieron el lunes 9 de julio un comunicado en el que condenaban «los actos de violencia y vandalismo que han golpeado empresas e instituciones privadas y públicas, a ciudadanos haitianos y extranjeros, actos de barbarie que perjudican la capacidad de atraer inversiones». Subrayaron, además, «su convicción que estos actos reflejan en gran medida un alto grado de frustración y hasta de desamparo de la mayoría de los conciudadanos frente al deterioro de sus condiciones de vida desde hace muchos años». El Foro «se extrañó de la inacción de las fuerzas del orden» y estimó que «esta situación refleja la ausencia de liderazgo de las más altas autoridades del Estado haitiano, incluyendo el presidente y al primer ministro». En el documento se sostiene que «el presidente de la República debería sacar las conclusiones lógicas de esta situación y pedir al primer ministro y a su gobierno que presenten su renuncia».

El miércoles 11, los alcaldes de todo el país se sumaron a los pedidos de renuncia de Lafontant, un médico amigo del presidente sin pasado político. El Core Group, heredado de la Misión de Estabilización de la Naciones Unidas en Haití (Minustah) que finalizó en 2017 y constituido por el representante del secretario general adjunto de la ONU, la OEA y los embajadores de Estados Unidos, Canadá, Francia, Alemania y Brasil, también se reunió con Moïse, pidiéndole la renuncia de su primer ministro para salvar la Presidencia. Sin embargo, Lafontant parecía aferrado a su puesto. Los parlamentarios, incluso muchos de su mismo grupo político, reclamaban su renuncia y denunciaban intentos de «compra de votos» para conseguir una mayoría que evitara su renuncia. Lafontant estaba ya bajo interpelación del Parlamento, cuya sesión final había sido pospuesta por maniobras del Poder Ejecutivo para evitar la caída del primer ministro.

En estas circunstancias, el Parlamento lo convocó nuevamente y Lafontant se presentó triunfante a la sesión el sábado 14 creyendo que iba a tener la mayoría a su favor o que la sesión no tendría lugar por falta de quórum. Finalmente, el primer ministro escuchó las alegaciones en su contra e inmediatamente, en un breve discurso de 10 minutos, expresó su frustración, pidió que el Parlamento le quitara el poder a la Policía y profetizó que esta terminaría disuelta, como el Ejército de Haití. Se despidió sin mayor protocolo anunciando que ya había entregado su carta de renuncia al presidente antes de asistir a esa sesión.

Por otra parte, el miércoles 11, el ministro de Relaciones Exteriores haitiano Antonio Rodríguez se reunió de urgencia en Caracas con el canciller venezolano, Jorge Arreaza, para reactivar proyectos de desarrollo en Haití en el marco del proyecto Petrocaribe, un convenio de cooperación para el suministro de petróleo a bajo costo y en condiciones preferenciales. Hay que recordar que este convenio, que comenzó hace una década, cuando Hugo Chávez y René Préval –ambos ya fallecidos– estaban en el poder, ha sido la fuente de malestar y de manifestaciones y disturbios: cuando Moïse llegó al poder en 2017, salió a la luz que gran parte de este fondo de unos 3.800 millones de dólares se había esfumado sin dejar ninguna obra tangible que ayudara al desarrollo del país. Pero aunque el actual presidente declaró ser el paladín de la lucha anticorrupción, no tomó ninguna medida contra los corruptos de una lista que presentó el Parlamento, y bloqueó así las posibles salidas para que estos fueran llevados a tribunales.

El jueves 12 de julio, Jerry Rice, representante del FMI, declaró en Washington que iba a seguir cooperando estrechamente con las autoridades haitianas para corregir la estrategia de aumento de las tarifas y avanzar en aumentos progresivos en paralelo a la reducción progresiva de las subvenciones al precio del combustible.

En busca de un nuevo gobierno

Ya empezaron las tratativas para designar a un nuevo primer ministro y formar un nuevo gobierno. Moïse, por ahora, logró permanecer en el cargo. Pero la mayoría de las voces aconsejan conformar un gobierno de consenso nacional, con un primer ministro que no pertenezca al círculo del presidente. Habrá que eliminar los privilegios suntuarios de las autoridades y parlamentarios, llevar adelante una verdadera lucha contra la corrupción y apuntar a políticas de desarrollo económico y social que den la esperanza de una salida real a la mayoría de la población pobre, para evitar que continúe el éxodo masivo de jóvenes al exterior en busca de una vida decente, para que Haití pase a ser un país con esperanza.

Mientras tanto, hay una sensación de vacío de poder y todos los políticos están con los colmillos afuera. «Hay un perfume de poder en el aire», en palabras del fallecido presidente Leslie Manigat. Todas las opciones son posibles en Haití en este verano caliente y en esta estación ciclónica.

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