El estornino de Mozart
Mozart y el ladrón musical
Criar un polluelo es algo angustioso. Imitar las condiciones perfectas de un nido es difícil y en cualquier momento algo puede torcerse: una ligera variación de la temperatura en un sentido u otro y el polluelo desnudo puede congelarse o morir de agotamiento por el calor; la falta de un ingrediente esencial en la dieta quizá provoque un retraso en el desarrollo y una muerte aparentemente repentina; o un pájaro puede ser enfermizo, como parecía el caso de Carmen, y simplemente no sobrevivir. La noche posterior a que robáramos y rescatáramos a nuestra cría de estornino tuve una pesadilla: subía una escalera retorcida típica de los sueños, cruzaba una puerta y entraba en mi propia casa. El suelo estaba cubierto de estorninos ensangrentados, agonizantes. Me desperté temblando y desperté a Tom. “Dios mío, Tom, esto ha sido un error horrible”. Tom se revolvió sin dejar de roncar. Me puse una bata, corrí descalza a mi estudio y alumbré a la cría con la linterna del iPhone. Vi que respiraba profundamente. Comprobé el termómetro: una temperatura perfecta de treinta grados bajo la cálida lámpara de luz roja. Metí la mano y toqué el cuerpo del polluelo, le saqué una liendre errante. Luego me senté en una silla y observé su respiración hasta el amanecer.
Mientras vigilaba constantemente a Carmen en esas primeras semanas, envidié a Mozart, que tuvo un estornino como mascota, pero se ahorró la angustia de criar un polluelo. Las pajarerías de Viena no vendían sus aves hasta que estaban robustas y crecidas y, como parece que el estornino de Mozart cantaba el día que lo compró, sabemos que tenía que ser un adulto, probablemente de al menos un año de edad. Los pájaros más jóvenes practican el canto y la mímica, pero pocos son lo suficientemente hábiles como para cantar una línea de un concierto de Mozart. Y, aunque es imposible saber con certeza los detalles de cómo obtuvo Mozart su estornino, sí conocemos muchos aspectos esenciales, como por ejemplo su cronología.
12 de abril de 1784, Innere Stadt, Viena. Mozart se sienta en el pequeño escritorio de su piso, moja la pluma y anota el precioso Concierto para piano n.o 17 en sol en su registro de obras terminadas. Se trata de la 453. a composición completa de Mozart; tenía veintinueve años.
26 de mayo. Mozart recibe la confirmación de su padre, Leopold, de que la copia del concierto que había enviado por carruaje postal ha llegado sana y salva a Salzburgo. Wolfgang le contesta que está ansioso por conocer la opinión de su padre sobre esta obra y las otras piezas que ha enviado; no le urge tenerlas de vuelta “mientras nadie más se haga con ellas”. Mozart siempre se mostró un poco paranoico ante la posibilidad de que su música cayera en manos equivocadas y la imitara o robara un compositor de menor categoría.[1]
En cuanto a lo que sucedió después, hay muchas posibilidades. Pero probablemente fue algo así:
27 de mayo, Grabenstrasse. A Mozart se le bajan las medias hasta los tobillos y se detiene en la bulliciosa calle para subírselas. Mientras introduce la fina seda bajo los puños del pantalón, le sorprende escuchar una canción silbada. Es una melodía alegre y agradable, un fragmento hermoso que le resulta familiar. Mozart tarda un momento en recuperarse de la conmoción que le produce escuchar el estribillo, pero finalmente sigue la procedencia de la canción. Los silbidos se repiten y lo guían calle abajo hasta la puerta abierta de una pajarería. Allí ve un estornino enjaulado que salta al borde de la percha, ladea la cabeza y se queda mirando atentamente los ojos del maestro, piando con calidez. ¡El pájaro coqueteaba! Y, si había algo a lo que Johannes Chrysostomus Wolfgangus Theophilus Mozart respondía, era al coqueteo. Entonces el estornino lo repitió de nuevo; se volvió, apuntó el pico al cielo, esponjó las resplandecientes plumas de su garganta y cantó el tema del allegretto del nuevo concierto de Mozart, que este había terminado apenas un mes antes y nunca se había interpretado en público. Bueno, casi lo cantó. El estornino hizo una pequeña modificación rítmica (una teatral fermata en la parte superior de la frase) y elevó los dos últimos soles del fragmento a sol sostenido, pero la melodía básica era inconfundible.
El mimetismo del estornino no tiene nada de extraño: como familia del miná, se encuentra entre los mejores imitadores de la tierra y rivaliza con los loros en su capacidad para imitar pájaros, instrumentos musicales y cualquier otro sonido, incluida la voz humana. Pero ¿cómo aprendió el estornino de la tienda la melodía de Mozart? La composición era un secreto absoluto y no estaba previsto que se interpretara en público hasta mediados de junio, cuando se estrenaría bajo la dirección de Mozart con la joven y dotada estudiante para quien la compuso, Barbara Ployer, al piano.
Mozart estaba tan encantado con el estornino que casi olvidó su sorpresa. El pájaro y él se silbaron frases uno al otro, compartiendo fragmentos de sus repertorios. Entonces Mozart sacó un cuaderno de bolsillo y copió el nombre de la especie de pájaro, Vogel Stahrl, una versión del nombre alemán del pájaro conocido como estornino europeo en Norteamérica y estornino común en Europa.[2] Un comentarista afirma que Mozart llamó a su pájaro Star, una interpretación errónea de esa nota en la que simplemente se refería a la especie. En cualquier caso, como es útil usar un nombre para contar la historia y no hay constancia del nombre real del pájaro, Star nos viene como anillo al dedo.
No hay detalles de esta historia y algunos musicólogos, que solo la conocen superficialmente, afirman que Mozart reaccionó con furia y celos a la interpretación pirateada por el pájaro de su propia composición. Pero, si leemos el cuaderno del compositor, comprobamos que nada podría estar más lejos de la verdad. Bajo las palabras Vogel Stahrl, Mozart escribió su propia versión de la melodía y luego la del estornino.
¿Su comentario sobre la interpretación del estornino? Das war schön! “¡Eso ha sido maravilloso!”.
Que Mozart tuviera un pájaro no es ninguna excentricidad. Los pájaros eran unas mascotas muy populares en la Europa del siglo XVIII porque la historia natural estaba de moda y caracterizaba las actitudes ilustradas de las clases cultas. Gracias al emergente comercio marítimo internacional, las aves exóticas como los loros y los minás, así como animales que iban desde los uombat y los canguros hasta las grandes tortugas terrestres, se abrieron paso en las colecciones públicas y en las cada vez más populares tiendas de animales y pájaros. (“¿Podré recuperar la calma hasta que consiga abrazar a mi uombat?”, escribió Dante Gabriel Rossetti a su hermano en 1869 mientras esperaba con impaciencia que su nueva mascota cruzara el mar desde Australia hasta Inglaterra).
Las aves exóticas eran caras. El historiador cultural Christopher Plumb escribe en The Georgian Menagerie que un loro podía costar lo que ganaba un sirviente al año, y la venta de pájaros era un buen negocio para los comerciantes de alto nivel que podían permitirse traer especies exóticas desde África y Australia. Pero fue el comercio de pájaros autóctonos –como los pinzones, los camachuelos, las palomas y a veces los estorninos– lo que hizo que las aves de compañía fueran accesibles a una población más amplia y aportaran un interés tanto decorativo como musical a los salones de la clase media.
Poco se sabe de los cazadores de pájaros locales; muchos vivían casi en la pobreza, al margen de la sociedad. Atrapaban, criaban y vendían pájaros a pajarerías o en ocasiones directamente al cliente con simples jaulas artesanales, en puestos callejeros de temporada alquilados con sus últimos pfennigs. A menudo se trataba de empresas familiares que enviaban a los jóvenes zaparrastrosos a los campos y bosques para comprobar el progreso de los nidos y los huevos. Robaban y criaban los polluelos hasta que estaban crecidos y fuertes para su venta. Aunque el trabajo era poco respetado socialmente, no carecía de cualificación. Los cazadores de aves locales podían ser analfabetos funcionales, pero debían ser naturalistas consumados que supieran identificar y nombrar las especies, encontrar los nidos y vigilar la puesta de huevos y el emplumamiento de las crías. Tenían que saber criar aves a mano, diagnosticar problemas de salud y, a veces, curarlas.
Tenían que ser ladrones, científicos, veterinarios y empresarios, todo a la vez. Y, sin embargo, como señala Plumb, casi todo lo que sabemos de estos comerciantes procede de expedientes judiciales en los que se los acusa de embriaguez, robo o delitos menores. Parece que nunca se los consideró parte de esa sociedad donde las aves que criaban encontraban un hogar.
Seguramente fue uno de estos hábiles rufianes quien crio el estornino de Mozart antes de que llegara a la tienda; el pájaro era manso y cordial y el práctico tendero no tuvo problemas para atraparlo y depositarlo en una pequeña caja de madera forrada de hierbas naturales que Mozart, silbando sin parar, llevó a la casa donde vivía con su esposa, Constanze.
El paseo de Mozart fue breve, pero al mediodía las calles estaban llenas de caballos, carros y carruajes. Varios de los numerosos perros callejeros le rozaron las piernas, pero ignoraron al maestro y su misteriosa caja, empeñados en alcanzar los puestos de los vendedores ambulantes que cada mañana llegaban de las afueras con su oferta de huevos, carne, quesos y vinos; un perro bien educado que aguardase con calma se llevaría una buena cantidad de sobras. Había moños altos y miriñaques, ahora en su última década de popularidad. Olía a castañas asadas, al humo de las cocinas y a estiércol de caballo. De vez en cuando se oía la canción de un músico callejero. En un día normal, Mozart hubiese observado y escuchado toda esa vida: la vida era algo que bebía y vertía de nuevo en su música. Pero aquel día no se fijó en nada. Estaba concentrado en la cajita. Mozart susurraba al pájaro, tal vez le hablaba de su nuevo hogar. Entretanto Star, que había adorado la voz de aquel hombre en la tienda, estaba ahora acurrucado en el rincón más oscuro de la caja, callado y con los ojos muy abiertos. Era manso, sí, pero a ningún estornino le gusta que lo metan en una caja y lo lleven de aquí para allá; el pobre pájaro estaba aterrorizado.
Pronto Mozart llegó a su piso en el número 29 de Grabenstrasse, una zona de moda: entonces, como ahora, era la principal calle comercial de Viena. Las habitaciones de los Mozart no eran amplias, pero solo vivían ellos dos, Wolfgang y Constanze, su perrito, Gauckerl, y ahora Star. Quizá Wolfgang pensó que este pájaro podría traer alegría a la casa. El primer hijo de la pareja, el pequeño Raimund Leopold, había muerto el año anterior cuando solo tenía seis semanas. Constanze y Wolfgang lo habían dejado con una nodriza mientras visitaban a Leopold padre en Salzburgo para intentar sembrar la buena voluntad entre suegro y esposa (aunque Leopold nunca había conocido a Constanze, se había opuesto al matrimonio desde el principio). La pareja había dejado a Raimund gordo y feliz, y Mozart atribuyó la muerte del pequeño a su decisión de criarlo con leche materna en lugar de agua y avena molida, como solían recomendar (desastrosamente) los médicos de la época. Aquella tarde de mayo, cuando Wolfgang se presentó en Graben con su estornino en la caja, Constanze estaba embarazada de cinco meses de su segundo vástago. El niño se llamaría Karl Thomas y, de los seis hijos de los Mozart, fue uno de los dos que sobrevivirían hasta la edad adulta (es espantoso y triste, pero esta tasa de supervivencia estaba algo por encima de la media).
Imagino que Constanze se mostró desconcertada y también un poco molesta con el nuevo compañero de piso (¿qué mujer embarazada necesita algo más de lo que ocuparse?), pero no le sorprendió. Sabía que a su marido le gustaban los pájaros desde la infancia, sobre todo los canarios cantores. La alegría desatada de Wolfgang disipó su consternación. Pese a mostrarse algo inquieto por aquel breve viaje, Star se instaló rápidamente en su nueva jaula, como hacen estos inteligentes pájaros, sin muchos aspavientos. En las pajarerías vendían alimentos y semillas silvestres, pero lo más probable es que Star simplemente compartiera la dieta familiar, dándose un festín con las sobras que los Mozart le daban a mano o dejaban en su jaula. Los estorninos son omnívoros, y la variada dieta de una cocina vienesa de clase media del siglo XVIII –carne, patatas, fruta y mucha bollería– probablemente ofreció al pequeño Star el equilibrio adecuado de grasas y proteínas. (A Carmen le encanta mordisquear nuestras sobras; sus favoritas son las lentejas, los espaguetis y la ensalada de cuscús).
No se sabe si Constanze tuvo animales de compañía en su infancia, pero como su padre, Fridolin Weber, era un músico inquieto, su estilo de vida debió de ser demasiado inestable para tener animales. Constanze creció en el centro cultural e intelectual de Mannheim y era la segunda de las cuatro hermanas Weber, todas con voces de formación clásica. Durante su adolescencia la familia se trasladó con frecuencia para promover la carrera de cantante de la hermana mayor, Aloysia.
Mozart nació y se crio en la provinciana Salzburgo, pero viajó por toda Europa como niño prodigio, tocando el violín y el pianoforte junto a su hermana, Maria Anna (a quien siempre llamaba Nannerl), una brillante pianista por derecho propio. Ambos progenitores solían acompañarlos en estos largos y costosos viajes que estaban expuestos a todos los peligros de viajar en carruaje: malos caminos, inclemencias del tiempo, exposición a enfermedades. Wolfgang enfermó con frecuencia y estuvo a punto de morir más de una vez. Su baja estatura fue objeto de comentarios públicos y médicos y una preocupación para Leopold. La mala salud lo acosaría siempre.
Llegó un momento en que Leopold no pudo seguir eludiendo sus obligaciones como Kapellmeister del príncipe-arzobispo de Salzburgo para hacer desfilar a sus jóvenes prodigios por Europa. Así que a partir de 1777 la madre de Mozart, Anna Maria, acompañó a Wolfgang, de veintiún años, en un viaje de dieciséis meses sin Leopold (Nannerl se quedó con su padre para cuidar de la casa). Los primeros meses los pasaron en Mannheim, y luego, a instancias de Leopold, madre e hijo continuaron hasta París. Mientras Wolfgang se paseaba por la ciudad enseñando, componiendo, dando recitales, haciéndose el dandi e intentando congraciarse con posibles mecenas de la realeza y la aristocracia, Anna Maria, que no podía salir sin compañía en la sociedad educada, languidecía en sus húmedas habitaciones. “Las escaleras son tan estrechas –escribió a Leopold– que sería imposible subir un clavicordio. Wolfgang no puede componer en casa. No lo veo en todo el largo día y acabaré olvidando lo que es hablar”. Anna Maria enfermó en París y murió con bastante rapidez, una tragedia que el espíritu de Mozart nunca superó del todo.
El joven Mozart, solo en París con el cadáver de su madre, no se atrevió a contar a su padre y a su hermana lo que había sucedido. Mintió en una carta a Leopold: ¡Tengo que darle una noticia muy angustiosa y triste, que es la razón de que no haya res-pondido antes a su última carta […]. Mi querida madre está muy enferma: la sangraron, como siempre, porque era necesario; después se sintió algo mejor…”. Hizo que un amigo en Salzburgo le diera la noticia a su padre y tardó más de una semana en escribir a Leopold su propia versión de lo ocurrido. “Espero que usted y mi querida hermana me perdonen por este pequeño si bien necesario engaño; cuando pensaba en mi propio dolor y tristeza y en cuánto podía afectarles, no me atreví a abrumarles con esta angustiosa noticia”. Los vestigios de culpa y preocupación resurgirían más tarde en forma de una ansiosa preocupación por su esposa (a la que no soportaba dejar sola), por sus hijos, por su perro y, sí, por su estornino. Hay un desgarrador retrato al óleo de los Mozart que se encargó tras la muerte de Anna Maria. Los dos hijos, ya crecidos, están sentados ante el fortepiano; el padre, Leopold, está de pie en la sombra con su violín, y su querida madre aparece detrás de ellos en un cuadro de marco ovalado, con el pelo recogido con una cinta azul. Ahora este retrato de familia es una presencia potente y fantasmal en la Geburtshaus de los Mozart, donde cuelga en el fondo de la habitación de madera oscura y sin ventanas donde nació Wolfgang. Resulta un poco incómodo explorar el resto de la exposición con la familia observando, susurrando y de luto en un rincón.
Tras la muerte de su madre, Mozart siguió viajando mucho, pero con Salzburgo como base. A medida que su genio se materializaba a los veinte años, la ciudad comenzó a ser demasiado provinciana para retenerlo. Con dificultad Wolfgang se distanció de su padre, una persona ansiosa pero muy inteligente.
Leopold es un incomprendido en la moderna mitología mozartiana. Sus puntos difíciles –como su carácter precavido, su ansiedad, su codependencia y su paternalista microgestión de las actividades familiares– están bien documentados; su carácter controlador es tan exagerado que resulta casi cómico, y hay miles de ejemplos de ello en la correspondencia familiar. Cuando Anna Maria y Wolfgang estaban de viaje, Leopold escribía constantemente, instruyendo a su competente esposa sobre las minucias de los negocios y la vida.
“Dondequiera que estéis, aseguraos siempre de que el posadero ponga las hormas dentro de vuestras botas […]. Las partituras pueden guardarse en la parte delantera del baúl, pero debes comprar un hule grande y usar tanto este como el viejo para envolverlas bien, con el fin de asegurarte de que estén protegidas […]. Enviaré calcetines nuevos por correo”.
Pero Leopold quería muchísimo a su familia. Educó esmeradamente a sus hijos en casa, no solo en música, sino en todas las materias. Fue un excelente compositor y un conocido pedagogo del violín en toda Europa. Sin Leopold nunca habríamos oído hablar de Wolfgang Mozart.
Sin embargo, la relación entre padre e hijo siempre fue tensa. Cuando Mozart se convirtió en un joven adulto, Leopold siempre tenía que opinar sobre todos los aspectos de la vida de su hijo. No importaba adónde viajara Wolfgang, Leopold le enviaba una carta desaprobatoria tras otra donde le insistía en que buscara el modo de congraciarse con la aristocracia, mejorar sus relaciones con compositores famosos y, siempre, ganar más dinero; en las cartas abundan los consejos detallados para conseguirlo. Su amor por Wolfgang siempre queda patente, pero no puede evitar recordarle constantemente lo mucho que la familia ha gastado en viajes, ropa y alojamiento al servicio de su genio. Despliega un complejo manto de culpa, amor y deudas que seguirán a su hijo a todas partes, eternamente.
Con el fallecimiento de su mujer, Leopold se volvió aún más dependiente, ansioso y controlador, y los deseos de Wolfgang de abandonar Salzburgo no ayudaron. Mozart provocó que lo despidieran de su mal pagado empleo con el arzobispo de Salzburgo, Colloredo, y huyó a Viena, dejando a su prodigiosa hermana sumida en la depresión. Nannerl era ahora la encargada de la casa paterna y sabía que solo tenía dos opciones: vivir como una solterona respetable o casarse. Ambas exigían que abandonara su carrera musical. Leopold estaba centrado por completo en Wolfgang y ya no promovía el talento de su hija. Ella pasaba los días en la cama, sufriendo por la cruda realidad de lo que sería su vida. (Finalmente se casó, pero no fue un matrimonio feliz). Pese a su espectacular talento, Nannerl dejó de tocar el pianoforte.
Cuando Wolfgang y su madre estaban en Mannheim conocieron a la familia Weber, también volcada en la música. Mozart apenas se fijó en Constanze porque estaba prendado de la hermana mayor, Aloysia, una bella soprano que era toda una diva. Mozart ideó un plan descabellado en el que escapaba con Aloysia a París y componía arias para su voz pura que los harían famosos a ambos. Se lo contó a su padre por carta: ¿podía decirle Leopold cuánto ganaba una prima donna en Verona?
¡Pobre Leopold! Cuando leyó la larga misiva de Wolfgang en la que esbozaba el ingenuo plan, le dio un ataque. “Mi querido hijo: he leído tu carta del día 4 con desconcierto y conmoción”, escribió. Afirmaba que la angustia no le había dejado dormir en toda la noche y, como resultado, estaba tan agotado que apenas podía escribir y le costaba pensar en cada palabra. Esto no le impidió redactar una carta de decenas de páginas donde exponía con todo lujo de detalles la insensatez del plan de su hijo, que a Leopold le parecía una fantasía descabellada que convertiría a toda la familia en leprosos sociales. “¿Cómo has podido dejarte llevar, ni que sea un momento, por una idea tan espantosa […] para dejar de lado tu reputación […], a tus viejos padres, a tu querida hermana? […] ¿Exponerme a la burla y a ti mismo al desprecio?”. Finalmente, recurrió a su método favorito para hurgar en la herida: la culpa. “Recuerda cómo me viste cuando nos dejaste, aguardando miserablemente junto a tu carruaje; recuerda también que, aunque enfermo, estuve levantado hasta las dos preparando tu equipaje y que estaba de nuevo junto a tu carruaje a las seis, ocupándome de todo por ti; ¡atorméntame ahora si puedes ser tan cruel!”.
Pero al final Leopold no tenía que preocuparse, al menos no por la primogénita de los Weber. Aloysia abandonó rápidamente a Wolfgang y se casó con el más maduro y económicamente solvente (y mucho más alto) Joseph Lange, actor, cantante y retratista. Entretanto, Mozart viajó por toda Europa, componiendo y actuando, y finalmente regresó a Viena, donde ahora vivían los Weber. Herr Weber había fallecido y frau Weber acogía a huéspedes para llegar a fin de mes. Mozart se alojó en su casa varias semanas y durante este periodo transfirió su afecto de Aloysia a su hermana Constanze. El afecto de Wolfgang por Constanze quizá no fuese tan juvenilmente salvaje como su enamoramiento de Aloysia, pero era sincero. Tenía la intención de casarse con ella.
Leopold desaprobaba las inminentes nupcias. Durante años había estado planeando meticulosamente la trayectoria a la fama de su hijo. ¿Ahora Wolfgang iba a casarse, desbaratando así sus posibilidades de renombre y estima? ¿Y en una familia cuyo nombre no significaba nada, que no tenía dinero, ni perspectivas, ni hijos que aseguraran futuros ingresos? Leopold los despreciaba a todos sin haberlos conocido. Pero Wolfgang tenía veinticinco años y quería establecerse. Se sentía cómodo con los Weber; por simple proximidad, Constanze y él habían desarrollado una entrañable amistad y luego, con el paso de los meses, una intensa afinidad. Escribió a su padre con inquietud, pero se mantuvo firme en su decisión:
“La mediana, mi buena y querida Constanze, es la mártir de la familia, y probablemente por eso mismo es la más bondadosa, la más lista, en definitiva, la mejor de todas.”
Esperando apelar a la preocupación de Leopold por los temas económicos, subrayó las virtudes prácticas de Constanze:
Debo familiarizarle con el carácter de mi querida Constanze; no es fea, pero tampoco realmente hermosa; toda su belleza consiste en dos pequeños ojos negros y una grácil figura. No tiene una gran inteligencia, pero sí mucho sentido común […]. No es extravagante en su apariencia, los rumores al respecto son totalmente falsos; al contrario, tiene la costumbre de vestirse con sencillez […] y la mayoría de las cosas que necesita una mujer las puede hacer ella misma; de hecho, se peina sin ayuda a diario.[3] Lo sabe todo de las tareas domésticas y es la persona más bondadosa del mundo; la amo y ella me ama con todo su corazón; ahora dígame si podría desear una esposa mejor”.
Constanze era muy lista. Poseía un espíritu artístico y un sólido temperamento y, pese a la gran personalidad de su marido, nunca abandonó su alegre independencia. Viajó y gestionó parte del negocio musical de la familia. Mozart escribió canciones para su preciosa voz de soprano. Gobernó la siempre cambiante situación financiera de la pareja lo mejor posible y mantuvo una relativa ecuanimidad entre el caos de la composición, las fiestas, los recitales, los embarazos, los hijos y las labores de la vida doméstica de la clase media del siglo XVIII en la polvorienta Viena. Aunque Leopold estaba predispuesto a encontrarle fallos, llegó a reconocer la sensata economía doméstica de Constanze tras su visita al piso de la joven pareja. El matrimonio de Wolfgang y Constanze no estuvo exento de problemas, pero en general fue agradable y feliz.
Star se unió a la familia a mediados de su vida como matrimonio, durante los años más productivos, prósperos e interesantes de Mozart. Puede que fuera el miembro más pequeño de la casa y apenas se le menciona en la mayoría de las biografías (si es que aparece), pero el estornino nunca está lejos de la historia del músico. Cualquier historiador de Mozart daría un brazo por ver esos años a través de los ojos del pájaro. Las acrobacias vocales de Star acompañaron la composición de al menos ocho conciertos para piano, tres sinfonías y Las bodas de Fígaro. Estuvo presente en la visita de diez semanas de Leopold a casa de la joven pareja, la única que les haría. Star escuchó, y probablemente participó, en el debut de los cuartetos de Haydn, interpretados en el salón con la asistencia del propio papá Haydn. Estuvo presente en el nacimiento de Karl Thomas, en 1784, y de Johann Thomas Leopold, en 1786. Fue testigo, con su inquisitiva mirada de estornino, del luto familiar cuando el pequeño Johann Thomas murió con solo tres semanas de vida. El pájaro se ha considerado una anécdota en la biografía de Mozart, pero, después de vivir con un estornino, estoy convencida de que el pájaro aportó una corriente constante de vivacidad, esperanza y buen humor en estos años complejos, que sostuvo el corazón y la música de Mozart.
Tres años después de que Mozart adquiriese a Star, su padre, Leopold, falleció, dejando a su hijo con una sensación de culpa, luto y alivio. Mozart no viajó al funeral de Salzburgo, donde Leopold fue enterrado sin dolientes. El estornino de Mozart murió apenas dos meses después y en honor al pájaro Mozart organizó un funeral formal, se puso sus mejores galas, reclutó a amigos como plañideras y escribió una afectuosa elegía. Mi traducción favorita al inglés es la de Marcia Davenport, tomada de su biografía de Mozart de 1932, ya descatalogada; capta la jocosidad y la formalidad simultáneas del pequeño poema. Tras unas líneas que anuncian la muerte del estornino, Wolfgang se lamenta:
Pensando en ello
mi corazón se desgarra. ¡Oh, lector!
Derrama también
una lágrima.
Era travieso,
alegre y contento,
y pese a todos sus alardes un bromista entrañable.
El poema demuestra que Mozart conocía perfectamente la personalidad del estornino: alegre, simpático, encantador y travieso. Algunos historiadores han afirmado que los versos fúnebres son simplemente una farsa, pero a nadie que haya vivido con un estornino se le ocurriría sugerir algo así.
Este texto forma parte del libro del mismo título que, con traducción de Magdalena Palme, ha publicado Capitán Swing.
Notas:
[1] Hay muchísimas biografías de Mozart que, aunque suelen coincidir en los hechos conocidos, ofrecen visiones variadas y contradictorias de la personalidad del compositor. Cuando se trata de asuntos relacionados con la naturaleza o la vida interior de Mozart, me he centrado en la medida de lo posible en sus propias palabras tal y como aparecen en sus cientos de cartas publicadas, y me he basado principalmente en dos excelentes traducciones al inglés, que utilizo indistintamente en este libro: Mozart’s Letters, Mozart’s Life, con cartas seleccionadas, editadas y traducidas por Robert Spaethling; y Wolfgang Amadeus Mozart: A Life in Letters, con cartas seleccionadas por Cliff Eisen y traducidas por Stewart Spencer. Recomiendo encarecidamente ambos volúmenes. [Para traducciones al castellano, véase Bibliografía (N. de la T.)].
[2]Posteriormente Mozart se referiría al pájaro usando el nombre más común de Vogel Staar. En la actualidad, en alemán esta especie se denomina Vogel Star.
[3]Peinarse sin ayuda quizá no parezca muy impresionante, pero era habitual, incluso entre las clases medias, que una peluquera acudiera a los domicilios para encargarse de los complejos peinados del cabello y las pelucas de hombres y mujeres.