El eterno embrujo de Beny Moré
Hay que decirlo de una vez y por todas: olvídense de la maestría de Ernesto Lecuona, de la inmensidad de Olga Guillot y de la universal sabrosura de Celia Cruz: Beny Moré no solo es el músico más grande que ha nacido en Cuba, sino también la espontaneidad más avasalladora, la vehemencia más arrebatadora y la quintaesencia de la música cubana. Es el lugar común que todos los cubanos comparten, y el feliz resumen de todo un país. Un fenómeno irrepetible, un relámpago que ocurre solo una vez en la vida.
El título de uno de sus éxitos más célebres, la guaracha Elige tú que canto yo, le hace verdadera justicia, porque Beny Moré podía cantarlo todo, y todo lo cantó. Y cantó como nadie. Es el mejor bolerista, el mejor sonero y el mejor guarachero. Ni Miguelito Cuní ni Abelardo Barroso ni Orlando Vallejo ni Rolando Laserie ni su admirado Panchito Riset se le acercan. Tampoco el gran Vicentico Valdés. Con un sentido musical escandalosamente innato, Beny Moré es el ritmo, la melodía y la afinación, pero también la gracia, la tesitura y la improvisación, y es el único músico cubano que todo el mundo sigue escuchando con el mismo placer, el único que le gusta por igual a todos, y también el único que ha logrado lo imposible, algo que no pudieron hacer los políticos de ninguna tendencia, época ni partido: unir a una nación entera. A escritores, ingenieros y carniceros; a ortodoxos, comunistas y anticomunistas; a un cienfueguero, un habanero y una santiaguera.
Desde que a principios de los años cincuenta regresó a Cuba de México, deambuló de una orquesta a otra y fundó su Banda Gigante —la Tribu, como le gustaba decir—, Beny Moré marcó el rumbo de la música nacional y, sin excepción, el resto de los músicos siempre estuvieron un paso o dos detrás de él. Es, además, la certidumbre de un ídolo que se transforma en símbolo de un país. Hablar de Beny Moré es hablar de Cuba.
Con un gran sentido de observación, el bolerista Orlando Contreras decía que los cubanos se dividían en dos bandos: los que escribían bien Beny Moré, con una sola N, y los que lo escribían equivocadamente con dos, como si fuera el clarinetista Benny Goodman o el boxeador Benny Paret. Antes de 1959, las firmas disqueras lo escribían con una sola N, como Dios manda, y ahí están los viejos discos y los antiguos carteles de los bailes, los shows y las verbenas para corroborarlo. Sin embargo, por alguna oscura razón, a partir de esa fecha a Beny Moré se le empieza a escribir el nombre con dos N, como se cree se escribe correctamente en inglés, perdiéndose así la misma bella y voluntariosa ortografía que hace que el nombre de Jimi Hendrix se escriba cómo se escribe.
La leyenda cuenta que estando en la capital mexicana con el Conjunto Matamoros, el espigado cantante con el largo nombre de Bartolomé Maximiliano, se convirtió en Beny Moré gracias al consejo de Rafael Cueto, uno de los fundadores del legendario Trío Matamoros. «Bartolo, si te quieres quedar aquí, tienes que cambiarte el nombre», le explicó con sabiduría Cueto, «En este país a los burros se les dice Bartolo». Y en ese mismo instante quedó bautizado con el nombre con el que se haría famoso primero, después inmortal.
Junto con el de Bola de Nieve, el de Chano Pozo y el de Ñico Saquito, no hay nombre más pegajoso en toda la música cubana que el de Beny Moré. Muchas veces se le quita incluso el apellido que —como hijo natural de un tal Silvestre Gutiérrez— le tuvo que dar su madre, Virginia Moré, y se le dice sencillamente el Beny: la apoteosis de la sonoridad y del cariño. Uno se da cuenta cuando lo dice en voz alta.
Mucho alcohol, muchas giras, televisión, radio, fiestas, cabaret (el Alí Bar, el Sierra, el Night and Day) y largas madrugadas le pasaron la cuenta y Beny Moré vivió poco.
No he olvidado, no voy a olvidar, el día que murió el Beny: el martes 19 de febrero de 1963, una fecha que, a no dudarlo, divide la música cubana en antes y después. A partir de ese día, nada volvió a ser igual. Como si con él se hubiera muerto también la irresponsable espontaneidad que tenía la noche cubana. Ya la revolución castrista empezaba a arrasar con cualquier tipo de libertad, venía censurando todo y acabando con la bohemia de los artistas de bares, clubs y cabarets. Había que levantarse al amanecer para ir al corte de caña, recoger papas o sembrar café; las metas había que sobrepasarlas y no se podía bajar la guardia ante el odiado imperialismo yanqui. Las madrugadas llenas de tragos, coristas, bongoseros, diversión y filin, y la imagen de un grupo de hombres oyendo discos en la victrola de cualquier esquina, con un vaso de cerveza y un platico con queso y aceitunas en la barra, y el cubilete listo para apostar, era un decadente rezago del abominable pasado capitalista. La mojigata revolución socialista no podía tolerar semejante conducta.
La asombrosa modernidad que tenía entonces, que sigue teniendo hoy, la música de Beny Moré continúa inagotable y vigente después de cincuenta y seis años de su muerte. Como la música de los Beatles, la de Pedro Infante, la de Frank Sinatra, la de Édith Piaf y la de Elvis Presley, es una música que siempre regresa, es un milagro de la creación y no deja nunca de emocionar.
La imperecedera grandeza de Beny Moré se comprende oyendo una vez más cualquiera de sus canciones —Mucho corazón, Cómo fue, Cienfuegos, Dolor y perdón, Qué bueno baila usted — y disfrutándolas de nuevo. No habrá quién pueda olvidar a Beny Moré. En estos tiempos en que todo es velocidad y el futuro es casi presente, a los mortales nos queda la alegría entrañable de sus canciones, y la gratitud de que haya dejado para generaciones enteras un legado musical tan indestructible como su recuerdo. El Beny es eterno. Y el mundo siempre buscará la eternidad.
Qué mejor homenaje hoy 24 de agosto, cuando Beny Moré cumple cien años, que recordarlo ululante, alborotado, con irreprimibles ganas de vivir, dirigiendo con autoridad su espléndida orquesta; con los pantalones batahola que usaba aguantados por tirantes, con el mítico sombrero Stetson y el vehemente bastón con que lo iban a enterrar en su querida Santa Isabel de las Lajas. Y, sobre todo, qué otra cosa mejor que escuchar la bravura de truenos de su voz, la irresistible naturalidad de su estilo, la portentosa magia de sus canciones.
El Beny estará ahí, donde lo encontrarán cada vez que lo busquen.