El extremista de izquierda Mélenchon sacude la campaña francesa
Jean Luc Mélenchon ensaya la pose presidencial. Por si acaso. «Estad preparados, yo lo estoy», repite a sus seguidores. Nadie esperaba que a estas alturas el candidato de la Francia Insumisa se codeara en los sondeos con Emmanuel Macron, Marine Le Pen y François Fillon, pero ahí está: por primera vez, un político de extrema izquierda puede alcanzar la segunda vuelta electoral y aspirar de forma realista a la presidencia de la República. Pase lo que pase en las urnas, Mélenchon, enemigo visceral de Estados Unidos, admirador de Hugo Chávez, partidario de incautar los sueldos superiores a 450.000 euros anuales, es ya, tras el colapso socialista, la figura de referencia de la izquierda francesa.
Sus tres grandes rivales intentaron ayer congregar multitudes en mítines convencionales. Mélenchon, cuya campaña es de lejos la más creativa, se subió a una barca, una vieja ‘péniche‘ fluvial, y recorrió la banlieue parisina para desembocar en la capital. Hizo cinco paradas para celebrar cinco micromítines en los canales y el Sena, con música de fanfarria y humor en abundancia. «Divertíos, disfrutad, la prensa empieza a hablar de lo peligroso que soy y eso, no lo dudéis, es buena noticia, nos temen, no os molestéis por eso».
Mélenchon fue acumulando un retraso ‘mitterrandiano’ en cada parada. A la última escala, precisamente ante la Biblioteca François Mitterrand, en Tolbiac, llegó dos horas más tarde de lo previsto. Sus seguidores ya están acostumbrados. Mélenchon es casi tan culto y cínico como Mitterrand y sus discursos, improvisados, punteados de los gruñidos y los gestos malhumorados que definen al personaje, deleitan a la audiencia. Es sordo, desconfiado y colérico, pero sabe reírse de sí mismo.
El público que le esperaba a orillas del río resultaba absolutamente variopinto. Muchos estudiantes, una disciplinada delegación del Partido Comunista con sus banderas, veteranos de Mayo del 68, inmigrantes, familias humildes. «Alguien tiene que hacer algo porque no resistimos más, y ese alguien solo puede ser Mélenchon», comentó Jean-Louis, empleado temporal en Ikea, a quien acompañaban su esposa y su hijo de pocos meses. «A veces ingresamos 2.000 euros, a veces mil, ¿sabe lo que es vivir en París con ese sueldo?».
Mélenchon promete en su programa un gigantesco gasto público, impuestos del 100% para los salarios más altos, servicios gratuitos y un aumento generalizado del poder adquisitivo para los sueldos más bajos. En la recta final de la campaña, sin embargo, ya no entra en detalles. Cultiva la familiaridad con los electores y se permite un tono que ningún otro candidato podría permitirse: «Hacedme un favor, no me dejéis solo con las televisiones y la propaganda, moveos, hablad con los amigos, telefonead, organizad aperitivos el viernes, movilizaos y movilizad a los vuestros, hala, ¡largo de aquí!».
A la escala final de Tolbiac acudieron varios seguidores de Emmanuel Macron, que acababa de celebrar un gran mitin en Bercy, justo al otro lado del río. Llevaban camisetas de Macron y banderas europeas. No hubo ningún mal gesto hacia ellos. Mélenchon miró las banderas azules, detuvo teatralmente la mirada sobre sus portadores, torció el gesto en una mueca cómica y les saludó: «Bienvenidos, aún podéis rectificar el voto». Sobre la barca, rodeado de un culto a su personalidad de rango casi maoísta, ante cientos de personas fervorosas, Mélenchon aparecía como una extraña combinación entre profeta en el mar de Galilea y alcalde de pueblo a punto de inaugurar las fiestas. Resulta difícil comprender cómo un hombre solitario y soberbio logra tal efecto, pero lo hace.