El fantasma de la oposición
Los resultados electorales de 2018 fueron tan inesperados como sus consecuencias impredecibles. La sorpresa no fue la derrota del PRI, sino el porcentaje de votos que recibió el candidato presidencial de Morena, Andrés Manuel López Obrador. Él mismo no se lo esperaba; el 53% que obtuvo en las urnas alteró el panorama político de manera radical, al igual que los triunfos de los morenistas en el Congreso y en las gubernaturas. Ganador, AMLO pudo archivar propuestas de coaliciones, acuerdos y negociaciones que hubiera demandado una votación semejante a las anteriores que distribuyeron el voto en tercios. Después de casi dos décadas de gobiernos sin mayoría, el presidente López Obrador llegó al poder con una mayoría que le ha permitido gobernar sin restricciones, como si la oposición no existiera. Es cierto que hasta ahora eso parece, pero no significa que no existe ni que no vaya a existir, sobre todo si el presidente le pica la cresta todos los días a sus críticos. Únicamente la Secretaría de Hacienda, no sin timidez, ha podido frenar algunas de las promesas más excesivas del presidente; aunque también es cierto que AMLO no ha dejado de recordarle a Carlos Urzúa que —parafraseando a Luis Echeverría— la política económica se hace en Copilco —¿o ya se mudaron a Palacio Nacional?—.
Sin embargo, el presidente no ha perdido de vista la posibilidad de la derrota. Consciente de que la estabilidad del apoyo mayoritario con que cuenta depende del éxito de su gobierno y de comicios futuros, dedica muchos recursos a la consolidación de una sólida mayoría clientelar, como lo han observado los especialistas. Para ello recurre a la probada estrategia de apoyar las necesidades básicas de los grupos más desfavorecidos a cambio de su voto —exactamente lo mismo que hizo Carlos Salinas en su momento con el programa de Solidaridad—. Gabriel García Hernández, coordinador general de programas integrales de desarrollo, es el arquitecto responsable de la construcción de una hegemonía presidencialista que pretende incluso prescindir del partido, para eso está el carisma de AMLO, en el que parecen confiar ciegamente. Tendrían que recordar que nada más inestable que el carisma porque se le impone la rutina del poder.
La fe en el lopezobradorismo como factor político autosuficiente deja de lado el hecho de que la eficacia de la estrategia clientelar está condicionada por dos elementos presentes en la vida pública mexicana, que pueden ser el eje de la reorganización de la oposición: la pluralidad política de la sociedad —que puso al descubierto el colapso del PRI en los años ochenta—, y la volatilidad inherente a la opinión pública —que no modifican los muchos apoyos asistenciales que pueda ofrecer la generosidad presidencial.
El presidente no cree en el pluralismo político. Para él la oposición es un bloque de cemento, opaco, homogéneo. Esta imagen que él sostiene, revela que no ve la historia como un proceso en movimiento, una película, sino como una serie de tarjetas postales, y la que retrata a sus críticos es la de 1910. Frente a este bloque se erige el progresismo ambiguo y contradictorio del lopezobradorismo, que si se analiza lejos del presidente es tan plural y heterogéneo como el supuesto bloque opositor. Es decir, contrariamente a lo que él parece imaginar, su bloque tampoco es tal. Es impensable que secretarios de Estado que acaban de cambiar dientes de leche piensen igual que octogenarios cuyas sonrisas muestran más puentes que la ciudad de San Francisco.
En la historia de la democracia ha sido larga la lucha por el reconocimiento del principio de oposición. La noción de que un gobierno democrático presupone la representación y la participación de fuerzas políticas distintas, incluso opuestas a la que está en el poder, se aceptó después de muchas batallas. Tan legítimas las minorías políticas derrotadas en el proceso electoral, como las mayorías triunfadoras. Durante el longevo predominio del PRI se reconocía la legitimidad del principio de oposición, no obstante la hegemonía priista vació de contenido a la oposición tolerada que encarnaban el PAN y el hoy olvidado Partido Popular Socialista.
En toda democracia la oposición cogobierna, normalmente lo hace desde el poder legislativo o a partir de gobiernos locales, es un factor de equilibrio. Cuando no hay oposición, el gobierno es una silla de tres patas que difícilmente mantiene el equilibrio, pero terminará por derrumbarse.
El presidente López Obrador ha sido contradictorio en relación con la oposición. La necesita para establecer su propia identidad, pero la ridiculiza, la llama despectivamente “fifí”, o la denuncia como hipócrita, mal intencionada, abusiva y cómplice de los enemigos de la nación. Es un estorbo. Una y otra vez habla de su respeto a la libertad de expresión y a la diferencia política, pero reacciona mal ante cuestionamientos o discrepancias. Le exasperan los críticos o simplemente buscadores de información, y ha dado en insultarlos cobijado en un supuesto derecho de réplica, cuando no se escuda en su derecho al silencio. ¿Será el único funcionario público con ese derecho? Me pregunto si la Secretaría de la Función Pública lo considera válido.
El presidente también siembra la confusión al respecto porque mientras los partidos de oposición no se repongan de la derrota, sus opositores son una abstracción, un fantasma al que da de sombrerazos todos los días. En cambio, se pasea del brazo y por la calle con Carlos Slim y Alfredo Harp, a quienes, por lo visto, no considera parte de la mafia del poder.
Soledad Loaeza
Profesora-investigadora de El Colegio de México. Premio Nacional de Ciencias y Artes 2010. Su más reciente libro es La restauración de la Iglesia católica en la transición mexicana.