Democracia y PolíticaDictadura

El fenómeno Bukele: ¿Dictadura o democracia en camino a la dictadura?

La telaraña de cambios y reformas que ha tejido Nayib Bukele para  concentrar todo el poder en El Salvador, ¿cuál podría ser su talón de  Aquiles?

 

En El Salvador, la imagen de Nayib Bukele aparece en murales, camisetas y perfiles de redes sociales como la de un salvador moderno: joven, directo, implacable contra el crimen. Sus seguidores lo llaman “el presidente más cool del mundo”; sus críticos, “el dictador más popular de América Latina”. Desde que llegó al poder, ha cambiado el rostro del país: calles más seguras, pandilleros tras las rejas y un discurso que promete orden absoluto. Pero detrás de esa fachada de eficacia, se dibuja un mapa inquietante: instituciones debilitadas, prensa acosada, justicia subordinada y un poder concentrado en un solo hombre.


Este es el fenómeno Bukele, donde la pregunta no es si la democracia está en riesgo, sino cuánto estamos dispuestos a ceder a cambio de sentirnos protegidos.

El ascenso de Bukele es inseparable del desencanto profundo hacia los partidos tradicionales, ARENA y FMLN que, tras la firma de los Acuerdos de Paz de 1992, prometieron un nuevo país y dejaron, en cambio, una herencia de corrupción, impunidad, exclusión social y violencia endémica. Ese vacío de confianza fue el terreno fértil para que surgiera un líder de estilo disruptivo, armado de redes sociales y un discurso frontal contra las élites. Bukele no solo se presentó como un político distinto: se convirtió en un fenómeno personalista, en la encarnación de una tercera vía más allá de las ideologías, construyendo una narrativa en la que él, y solo él, podía renovar un sistema que parecía condenado a repetir sus propios fracasos.

En una región donde las democracias son frágiles y las instituciones están debilitadas, su figura ha sido vista como un modelo de ruptura. Para algunos, es el redentor que El Salvador necesitaba; para otros, el rostro joven y carismático de un autoritarismo renovado. Lo cierto es que su estilo confrontaciónal, su popularidad sin precedentes y su capacidad de reconfigurar el tablero político lo han convertido en un referente regional, tan admirado como temido.

La pregunta que flota en el aire es inquietante: ¿estamos presenciando el nacimiento de una dictadura o la evolución de un nuevo tipo de democracia adaptada a los tiempos actuales? No hay una respuesta sencilla, pero sí abundan las señales de alerta. Bukele ha concentrado el poder bajo un liderazgo carismático, fusionando modernidad tecnológica y un discurso de “orden y limpieza política” que, para muchos, resulta irresistible.

Su “guerra contra las pandillas”, una ofensiva implacable bajo estado de excepción le ha otorgado niveles de aprobación que superan el 80%, pese a las denuncias de detenciones arbitrarias, torturas y muertes bajo custodia. Este respaldo popular ha debilitado los contrapesos institucionales y fortalecido un modelo de poder vertical.

El emblema más visible de esta política es el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), una megacárcel capaz de albergar a 40.000 reclusos. Disciplina férrea, condiciones extremas y control absoluto resumen la lógica de seguridad del régimen. Las estadísticas de homicidios han mejorado, pero el costo en derechos humanos preocupa a organismos internacionales.

Desde su llegada al poder, Bukele ha ejecutado reformas que concentran aún más poder en el Ejecutivo. La destitución de magistrados y del fiscal general en 2021, la reinterpretación judicial que habilitó su reelección y la prolongación indefinida del estado de excepción son parte de un “autoritarismo legalista” que, bajo el amparo de la ley, debilita la independencia de poderes, restringe la libertad de prensa y reduce la pluralidad política.

En el plano económico, su apuesta más audaz ha sido convertir al Bitcoin en moneda legal, con la promesa de atraer inversión y modernizar el país. Sin embargo, la adhesión ciudadana ha sido escasa, y la opacidad en su implementación expone a El Salvador a riesgos financieros. El gobierno, no obstante, la exhibe como símbolo de soberanía económica y audacia tecnológica.

El presidente presenta su gestión como una “nueva democracia” eficiente y libre de vicios, pero analistas la ubican dentro de la categoría de “democracia iliberal” o “autoritarismo competitivo”: estructuras democráticas que conservan las formas, pero han perdido el contenido real. La Asamblea, dominada por el oficialismo; la justicia, subordinada; y los medios críticos, marginados o intimidados, son parte del engranaje. En este esquema, la narrativa oficial necesita enemigos permanentes: primero las pandillas, luego periodistas, activistas y opositores.

Este fenómeno ocurre en un continente que atraviesa una fatiga democrática. Según Latinobarómetro 2023, solo el 48% de los latinoamericanos prefiere la democracia frente a cualquier otro régimen, y casi un tercio se muestra indiferente si un gobierno autoritario les garantiza seguridad y bienestar básico.

En ese contexto, Bukele es percibido como alguien que cumple, aunque para lograrlo sacrifique principios democráticos. Lo que la mayoría de la población exige es salud, seguridad, vivienda, educación y empleo digno, lo que se convierte en el núcleo de legitimidad, desplazando a un segundo plano la vigencia de derechos y libertades.

Mientras Estados Unidos y organismos internacionales critican abiertamente su modelo, en gran parte de América Latina predomina el silencio o la admiración. Algunos gobiernos callan para evitar críticas internas; otros ven con interés la idea de un poder fuerte y eficaz en medio del caos. Las relaciones con China, el uso del Bitcoin y el discurso de soberanía refuerzan su imagen de independencia política, atractiva para naciones con democracias liberales debilitadas.

Bukele no ha clausurado el Congreso, ni suspendido elecciones, pero su gestión muestra rasgos de una democracia erosionada: oposición casi inexistente, prensa controlada o acosada, justicia domesticada y un relato oficial que alimenta el poder concentrado. No es la dictadura clásica de manual, pero sí un autoritarismo plebiscitario que justifica la erosión de derechos con resultados inmediatos.

América Latina está llena de democracias con legitimidad formal, con prácticas autoritarias, corrupción endémica e instituciones frágiles. El caso Bukele ilustra cómo, en contextos de desgaste democrático, los líderes pueden capitalizar la desesperanza para consolidar proyectos de poder duraderos.

El futuro político de El Salvador dependerá de cómo evolucione esta ecuación. Si Bukele logra mantener estabilidad y eficacia, podría prolongar un autoritarismo con respaldo popular, transformando la democracia en una cáscara vacía. Si pierde el control o abandona el poder, la transición será incierta, con riesgos de retroceso o, quizás, de renovación democrática.

La región se encuentra en una encrucijada: la fatiga democrática y el desencanto social pueden abrir paso a líderes autoritarios, pero también a movimientos que exigen justicia social y democracia real, el reto es construir sistemas que combinen eficacia y respeto por los derechos humanos.

La historia enseña que cuando la democracia se vacía de contenido, queda reducida a un aparato de legitimación incapaz de resolver problemas de fondo y cuando eso ocurre, surgen líderes que prometen eficacia inmediata, incluso si eso significa sacrificar libertades. La clave para frenar este ciclo está en renovar la democracia para que sea efectiva, cercana a la gente y capaz de garantizar derechos y necesidades básicas.

Nayib Bukele no es la causa, sino el síntoma de una enfermedad mayor: la brecha entre la democracia formal y las necesidades reales de la población. Su éxito revela el fracaso de las élites políticas, para escuchar y responder, pero su gobierno nos deja preguntas que ninguna sociedad debería ignorar: ¿puede existir democracia sin equilibrio de poderes? ¿Es legítimo el autoritarismo si produce resultados? ¿Qué estamos dispuestos a entregar a cambio de sentirnos seguros?

Tal vez aún no estemos frente a una dictadura plena, pero sí ante un proceso que avanza entre aplausos hacia un régimen donde la libertad dejará de ser un derecho y se convertirá en un privilegio concedido por el gobernante. La pregunta que queda es si, ¿cuándo llegue ese momento, la sociedad reaccionará… o si preferirá seguir aplaudiendo?

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Botón volver arriba