El final de un mito
El continente sudamericano vive hace una década bajo una ola de gobiernos «progresistas». Con la excepción de Colombia, todos los países de la región han tenido su primavera izquierdista, que en la mayoría de los casos llegó al poder con un discurso común; por fin se acababa la hora de la corrupción que tradicionalmente ha desangrado a nuestra región, y se abriría un tiempo de honestidad y pulcritud a la hora de manejar los recursos públicos.
Cualquiera con un poco de conocimiento de historia y de la naturaleza humana, podía darse cuenta de lo absurdo de tal postura. Pero los hechos ocurridos y conocidos en los últimos tiempos, dejan en claro que la afirmación de que los políticos «de izquierda» tienen una inclinación genética por la honestidad, es nada más que un mito.
De más está mencionar los hechos que han ocurrido en países como Argentina, Venezuela, o Ecuador, donde la hegemonía del Estado en la economía de esos países ha habilitado fabulosos esquemas de corrupción, clientelismo, y prebendas. En esos países ya nadie discute si ahora hay corrupción, sino hasta qué punto, lo actual, empata lo vivido en los gobiernos precedentes.
Pero dos casos paradigmáticos todavía sostenían el mito; Chile y Brasil. Dos países con gobiernos de «izquierda» moderada, moderna, que no han buscado reflotar las recetas económicas de los años sesenta y setenta, sino que aspiraban a aprovechar las bondades del mercado, para facilitar políticas sociales generosas. Un discurso simpático y entrador, pero que en los últimos meses se ha desbarrancado de manera terminal.
El primero fue Brasil. Todo arrancó con el «Mensalão», con el cual el gobierno de Lula pagaba un sueldo paralelo a legisladores de distintos partidos para asegurarse el apoyo en leyes clave. Algo muy parecido a lo que pasó en Argentina en tiempos de la Alianza, de Fernando de la Rúa. Si bien hasta ahora Lula negaba a «cara de perro» haber estado al tanto del hecho por el cual ya han sido procesados desde el tesorero hasta varios líderes históricos del PT, gracias a la proverbial discreción de José Mujica, ahora sabemos que para el ex tornero, esa era «la única forma de gobernar Brasil».
A eso siguió un segundo escándalo conocido como el «lava jato», que ha implicado a la empresa estatal Petrobras en una masiva maniobra de corrupción, destinada a financiar a dirigentes políticos. Hoy en día, en Brasil, se podrán decir muchas cosas positivas del PT, pero que se trata de un paradigma de honestidad política, no la lleva ni Lula.
Y en los últimos meses se ha caído el último bastión. La presidenta chilena Michele Bachelet, figura excluyente de la nueva izquierda regional, que llegaba a su segundo gobierno en una alianza con el Partido Comunista con el objetivo de barrer del mapa las últimas señales de la transición pinochetista, y por fin instaurar una agenda económica y social «progresista», se ha visto golpeada por casos de corrupción que involucran a su propio hijo, han derrumbado su imagen pública a niveles asfixiantes, y la han obligado a dar un giro de 180 grados en su manejo de la política y la economía como forma de sostenerse en el poder.
Algún distraído podría sugerir aquí que en nuestro propio Uruguay, el Frente Amplio se mantiene relativamente impoluto en la materia, cuando se lo compara con los casos de los vecinos. Y es verdad que no hubo casos de la magnitud y el descaro de los ocurridos en el resto de la región.
Pero no hay que engañarse. Uruguay tiene un par de diferenciales que ayudan mucho en estos temas. Por un lado el tamaño del país, su escala, y lo integrado de su sociedad, donde los ministros y senadores no pueden escapar al control práctico de una sociedad que los ve a diario en el supermercado y en la feria. Y donde esquemas de enriquecimiento como los de Argentina o Brasil, serían indisimulables. Por otro, una tradición previa de transparencia en el manejo de la cosa pública muy superior al de los vecinos, que han puesto al país siempre al frente de los índices de transparencia. Pese a lo cual, episodios como el de los casinos municipales, o Pluna, no permiten sacar mucho pecho en la materia.
Es por ello que hay que dejarse de cuentos. La honestidad o la corrupción no tienen color ni bandera política. Son parte intrínseca de la naturaleza humana, y por tanto pueden manifestarse en figuras de cualquier tienda ideológica. La única arma de una sociedad democrática para enfrentar este problema pasa por tener esquemas de pesos y contrapesos muy precisos. Un poder judicial independiente y funcional. Y una sociedad atenta y exigente. Todo lo demás, son puros mitos.