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El fuego invisible

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Los censores –siempre tan paternalistas– quieren salvarnos de nosotros mismos. (Pixabay)

En Otras inquisiciones Jorge Luis Borges explicó que el emperador Shih Huang Ti quemó todos los libros anteriores a él. Su megalomanía costó tres mil años de sabiduría china que nunca vamos a recuperar. Los que escondieron algún ejemplar fueron marcados con hierro candente y condenados a construir la Gran Muralla.

En Occidente la piromanía como culto a la ignorancia la inició en 292 el emperador Diocleciano cuando redujo a cenizas los manuscritos de alquimia de la Biblioteca de Alejandría por temor a que aprendieran a hacer oro devaluando así la moneda acuñada por él. Treinta años después, Constantino condenó a la hoguera los escritos de Arrio, porque sus doctrinas heréticas negaban la divinidad de Jesucristo.

A partir de ahí, la cremación de libros se incrementó durante los diez siglos que duró la Edad Media. En 1480 el inquisidor Torquemada quemó el Talmud y mucha literatura árabe. Posteriormente el monje Savonarola estrenó en Florencia sus «hogueras de vanidades» donde ardieron instrumentos musicales, espejos, cosméticos, indumentarias lujosas, libros «licenciosos» –como el Decamerón, de Boccaccio– y hasta cuadros mitológicos de Botticelli.

En Occidente la piromanía como culto a la ignorancia la inició en 292 el emperador Diocleciano cuando redujo a cenizas los manuscritos de alquimia de la Biblioteca de Alejandría

En 1559 la Iglesia católica instituyó el «Índice de libros prohibidos» ( Index librorum prohibitorum) proscribiendo, entre otros, a Rabelais, a Copérnico, a Galileo, a Descartes, a Montesquieu… hasta llegar a Kant, Darwin, Flaubert y Sartre.

Durante el siglo XVI mexicano los obispos Diego de Landa y Juan de Zumárraga incineraron códices prehispánicos de incalculable valor. En el capítulo sexto de Don Quijote de la Mancha, un cura, el barbero, una sobrina y el ama queman parte de la biblioteca del ingenioso hidalgo. El argumento de los pirómanos cervantinos es que esos libros volvieron loco al caballero andante. Esta excusa cínica se repetirá, con ligeras variaciones, hasta nuestros días. Los censores –siempre tan paternalistas– quieren salvarnos de nosotros mismos. Para conseguir ese edificante propósito son capaces de matar, como presagió Heinrich Heine: «Ahí donde se queman libros se acaba quemando también a seres humanos».

En efecto, el fuego depurador reapareció en Berlín en 1933 cuando los nazis quemaron millares de volúmenes. Pretendían «purificar y sanar a la nación» entregando al fuego «libros degenerados». En las piras alemanas humearon ejemplares de Thomas Mann, Heinrich Mann, Emil Ludwig, Bertolt Brecht, Jack London, Max Brod, Hemingway, Stefan Zweig… Al saber que habían calcinado sus obras, Freud comentó: «¡Cuánto ha avanzado el mundo: hace 300 años me hubieran quemado a mí, hoy sólo queman mis libros!».

Aún recuerdo, allá por 1980, a García Márquez en Moscú, muy disgustado cuando supo que habían suprimido algunos pasajes de la traducción rusa de ‘Cien años de soledad’

Los estalinistas no necesitaron recurrir a las llamas, porque en la sociedad comunista, donde todas las imprentas son estatales, basta con un riguroso filtro editorial para abortar en secreto cualquier obra sin que importe su calidad. Los soviéticos inventaron el fuego invisible. Menos espectacular que las fogatas, esa estratagema tiene la ventaja de aparentar que no existe la censura. ¡Quién sabe cuántos Bulgákovs y Pasternaks nos hemos perdido! Aún recuerdo, allá por 1980, a García Márquez en Moscú, muy disgustado cuando supo que habían suprimido algunos pasajes de la traducción rusa deCien años de soledad.

En 1950 la China maoísta invadió el Tíbet y se destruyeron innumerables monasterios que atesoraban joyas literarias, artísticas y espirituales que no podemos ni adivinar.

Tres años después apareció Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, donde los bomberos, en vez de apagar incendios, queman libros con lanzallamas y persiguen a los lectores. No fue un azar que esa novela coincidiera con el macarthismo, cuando muchos libros fueron prohibidos o retirados de las bibliotecas, incluyendo clásicos como Robin Hood y Espartaco, de Fast.

En junio de 1961 Cuba adoptó el invento soviético del fuego invisible. Bastó que Fidel Castro pronunciara «dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada»

Los soldados de Pinochet quemaron libros sobre el cubismo creyendo que se referían a Cuba. Lo mismo sucedió con la «Serie Roja», un libro de medicina sobre los glóbulos rojos.

Hoy los principales incendiarios son los enemigos de internet: Correa en Ecuador, los comunistas chinos, la dinastía norcoreana, los hermanos Castro…

En junio de 1961 Cuba adoptó el invento soviético del fuego invisible. No hacía falta quemar libros, bastó que Fidel Castro pronunciara en la Biblioteca Nacional su consigna «dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada» para incendiar todas las bibliotecas de la Isla. Por cierto, esa frase lapidaria se la robó a Mussolini, quien dijo: «Todo en el Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado».

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