El Generalísimo Franco sigue muerto
Captura de pantalla del programa de TV Saturday Night Live en 1975.
En 1975, tras la muerte de Francisco Franco, el programa satírico estadounidense Saturday Night Live hizo un sketch sobre la muerte del dictador. Durante meses, anunció que seguía muerto: “Noticia de última hora, El Generalísimo Francisco Franco sigue muerto”, “El Generalísimo Francisco Franco sigue aguantando valientemente en su lucha por permanecer muerto”. La broma, que hacía referencia a las noticias previas a la muerte del dictador que se obsesionaban con su salud, podría haberse escrito hoy.
Franco lleva 40 años muerto, pero los medios anuncian cada día que sigue muerto.
Una parte de la izquierda ha fetichizado el franquismo y lo ha convertido en un meme y en una seña de identidad. Hay un antifranquismo sin franquismo que solo sirve como muestra de un pedigrí de izquierdas y que siempre se queda en lo simbólico. Para el independentismo, el franquismo es una cuestión existencial: si no hay franquistas (o no tienen poder), la república catalana pierde atractivo.
El antifranquismo contemporáneo sirve solo para las guerras culturales. La izquierda que resucita a Franco con escenificaciones lo hace solo para ganar puntos sobre el adversario y señalar sus inconsistencias. El gobierno actual cae a menudo en esa frivolización.
Resulta sorprendente e indignante que PP y Ciudadanos a menudo se nieguen a votar a favor de denunciar el franquismo. Pero ¿de qué sirven esas declaraciones más que para la autocomplacencia? En 2002, el PP condenó el golpe franquista de manera contundente, habló de “reparación moral” de las víctimas de la guerra y denunció la represión durante la dictadura. La resolución se aprobó por unanimidad y fue considerada histórica. ¿Cada cuántos años es preciso repetir una condena institucional del franquismo?
Hay muchos aspectos del franquismo que pueden revisarse, más allá de las escenificaciones parlamentarias. Como explican las historiadoras Paloma Aguilar y Leigh A. Payne en El resurgir del pasado en España, el Estado nunca se ha inmiscuido en la reparación, sino que ha dado simplemente un soporte simbólico: “el Estado español nunca ha tomado la iniciativa de las exhumaciones, sino que se ha inhibido y ha optado por privatizar esa labor, dejándola en manos de familiares o de asociaciones de memoria”. Lo mismo ocurre con las comisiones de verdad, que no tienen un afán real de esclarecer la verdad. El Plan Integral de Memoria de Madrid fue liderado al principio por la diputada Celia Mayer, que afirmó querer “democratizar la construcción de la memoria”. Manuela Carmena la sustituyó por la luchadora antifranquista Paquita Sauquillo, que incluyó a historiadores como Álvarez Junco o Trapiello. Las organizaciones de memoria histórica, que suelen defender más la memoria (que es individual y poco fiable) que la historia (que aspira a cierto rigor), protestaron.
La democracia española se ha basado en un “pacto de olvido”. Tenía sentido en una Transición violenta. Ahora ya no. Sin embargo, el fin del olvido no ha traído el rigor, sino una instrumentalización del franquismo y de sus víctimas para fines partidistas.