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El genocidio de 1936 en Cataluña y sus casi tres mil víctimas

Ve la luz el diccionario biográfico de la persecución religiosa de 1936 en la comunidad, obra póstuma de Francesc Badia i Batalla

Foto histórica en Tarragona, en julio de 1936. Es una merienda extraordinaria de los niños de asistencia social a cargo de religiosas. Al lado, una iglesia de Barcelona arrasada durante la Guerra Civil FOTOS: ARCHIVO ABC

 

Si genocidio es el «exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad», lo acontecido en Cataluña en 1936 se ajusta a la definición. De las 8.360 personas asesinadas hasta 1939, casi tres mil lo fueron por el ‘odium fidei’. La inquina contra la fe masacró a religiosos y laicos cristianos. A esos casi tres mil, exactamente 2.913 asesinados, dedicó los quince últimos años de su vida Francesc Badia i Batalla (Montblanc, Tarragona, 1923-Sant Julià de Lòria, Andorra, 2020). Un lustro después el ‘Diccionario biográfico de la persecución religiosa de 1936 en Cataluña’ de este jurista y diplomado en arte medieval ve la luz póstuma en Publicaciones de la Abadía de Montserrat.

Las historias de la Guerra Civil española han atribuido la quema de iglesias y matanzas en zona republicana a «incontrolados»; la represión en el bando franquista se consideraba más grave al ser perpetrada por quienes se presentaban como «gente de orden». En las ‘notas complementarias’ de Badia i Batalla a su diccionario tal distinción queda en entredicho. Los miles de casos reunidos en fichas biográficas tienen la muerte como desenlace.

El autor establece denominadores comunes en el ‘modus operandi’ criminal: «En multitud de casos, cuando los milicianos iban a buscar a una persona para asesinarla le decían que la detención era simplemente para tomarle declaración». El detenido acababa en una cuneta o acribillado en la tapia de un cementerio: «Hace falta un estudio que permita aclarar las causas de esta coincidencia singular», considera Badia. Otro protocolo asesino eran las batidas de milicianos por las montañas en busca de sacerdotes y el número exagerado de componentes de aquellas patrullas.

La amenaza de matar un familiar era otra fórmula para dar con el religioso. De esta manera el perseguido salía de su escondite; ello no evitaba que aquel familiar sobre el que pesaba la amenaza acabara asesinado. «Fue una manifestación trágica de la extensión del odio, iba más allá de la persona perseguida y afectaba a sus parientes próximos. El hecho se repitió en toda la geografía de la persecución», observa el autor en su obra.

Otras veces se pedía un rescate para salvar la vida de un prisionero o de una congregación religiosa: «La estafa más criminal, al menos la perpetrada con más víctimas, fue la de los anarquistas Antonio Ordaz y Aurelio Fernández, entre otros: comportó el pago de una gran cantidad que los maristas catalanes tuvieron que ir a buscar a Francia y el asesinato subsiguiente de cuarenta y seis religiosos que se iba a evitar con aquel dinero», recuerda.

En las filas del Ejército

Hubo también persecución religiosa en el ejército. Curas y laicos católicos de las filas republicanas «perdieron la vida a manos de mandos crueles y sectarios, no solo al comienzo de la persecución, sino también en épocas muy posteriores. Cuando la unidad operaba en el frente, la comisión del asesinato podía camuflarse o encubrirse como una baja a causa del fuego enemigo», denuncia Badia. Entre los ejecutores, los ‘Chicos de Eroles’: Dionís Eroles fue un militante de la CNT (Confederación Nacional del Trabajo) y jefe de la Comisaría del Orden Público de la Generalitat. Destituido en octubre de 1937, desapareció en Francia en 1940. La Columna Durruti y los Aguiluchos de la FAI entraron en Lérida el 23 y 24 de julio de 1936; incendiaron la catedral y asesinaron a los internos «fascistas» de la prisión provincial.

Los tres mil milicianos de la Columna de Hierro provocaron el terror en Teruel y Valencia: «Asaltaron dos veces la prisión de Castellón, en la cual no faltaban clérigos y religiosos de la diócesis de Tortosa. El 13 de septiembre de 1936, a primeras horas de la mañana, se hicieron los amos de la prisión y asesinaron, entre otros presos, a nueve sacerdotes seculares, seis escolapios, cuatro dominicos y un carmelita. El 2 de octubre repitieron la trágica operación en tres fases!, subraya Badia.

La inquina contra la fe masacró a religiosos y laicos cristianos. los perseguidos salían de su escondite cuando temían por sus familias. Se amenazaba con quitarles la vida y llegaban muchas veces a ser asesinados

Acoger a religiosos en casa o ayudarlos en su cautiverio podía conducir a la muerte: «La señora Dolors Albertí Fàbrega se compadeció de la situación del padre Lluís de Macià, detenido en el castillo de Figueras [en Gerona], le llevó comida y este gesto comportó que fuera asesinada», apunta.

La persecución religiosa, presuntamente por «incontrolados», contaba con una exhaustiva vigilancia en los ferrocarriles. «La línea férrea de Barcelona a Francia fue pródiga en detenciones de esta naturaleza, gracias a las denominadas ‘brigadas del tren’, integradas por milicianos que vigilaban en estaciones y convoyes, se conectaban y se avisaban entre sí gracias a la colaboración de ciertos ferroviarios y las estaciones telefónicas y telegráficas de la red ferroviaria», explica.

Arrojado vivo al fuego

El detenido podía acabar asesinado en cualquier recodo del camino o pasar por un «tribunal popular» y condenado a muerte. En el cementerio de Montcada, provincia de Barcelona, se acumularon tantos muertos que no había ni gente ni tiempo para inhumar a las víctimas, aunque fuera en una fosa común, cuenta Badia: «Por eso se recurrió a la fábrica de cemento de la misma población a la que se transportaban los cadáveres que, en lugar de ser enterrados, eran quemados en los hornos del cemento… Algunos de los detenidos fueron lanzados vivos a los hornos». Es el caso de Miquel Pons Gibert. Había sido misionero en México y ayudaba en la parroquia de San José de Gracia. Fue detenido y arrojado vivo al fuego de la cementera.

Cuando en mayo de 1937 los anarquistas perdieron la hegemonía, la represión pasó al SIM, dominado por socialistas y comunistas: «El terror primario de los primeros sería sustituido por el terror frío, más elaborado y científico del SIM», concluye Badia.

 

 

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