Desde el primer momento en que se conoció la invasión de los manifestantes bolsonaristas a varios edificios públicos en Brasilia, incluyendo el Congreso de Brasil, los medios de comunicación internacionales lo calificaron como un “golpe” durante su cobertura estelar. Pero estos sucesos, que sin duda merecen todo el rechazo por tratarse del desconocimiento al sistema democrático de un país, también ponen en evidencia la manipulación comunicacional de una élite que solo condena abusos y delitos cuando provienen de la derecha, invisibilizando y hasta legitimando los mismos hechos cuando provienen de la izquierda.
Llamar “golpe de estado” a una manifestación pública que actúa de forma vandálica sin contar con un apoyo militar, es de por sí debatible. En todo caso, se trataría de un llamamiento popular a un golpe de Estado. Un llamado que no ha surtido efecto gracias a la institucionalidad de las Fuerzas Armadas de Brasil, así como tampoco generó ningún efecto en Estados Unidos, cuando pasó algo similar. De hecho, tanto en Brasil como en Estados Unidos gobiernan Lula da Silva y Joe Biden, respectivamente, y sus mandatos no se han interrumpido ni un segundo. Por su parte, Trump como Jair Bolsonaro entregaron el poder, respectivamente, más allá de las responsabilidades que puedan tener como alentadores de esas revueltas populares tan dañinas para la convivencia democrática.
Sin embargo, los medios de todo el mundo no dudaron en calificar lo sucedido en Brasil como un “golpe de Estado”, con una contundencia que no se vio con el decreto de Pedro Castillo para abolir el Congreso en Perú, o cuando Nicolás Maduro ordenó a sus turbas invadir la Asamblea Nacional de Venezuela, secuestrando y agrediendo a los diputados. Y es que al parecer solo es un “golpe” si es contra la izquierda, en caso contrario se llama rebelión o revolución.
Pero golpista fue Hugo Chávez, quien lideró una sublevación militar sangrienta en Venezuela, con el fin de derrocar y hasta matar al presidente electo democráticamente Carlos Andrés Pérez. Aun así eso no le impidió convertirse en una referencia mundial admirada por Lula y por muchos de los opinadores y medios que hoy tanto se indignan. El problema es que para ellos, ni Hugo Chávez fue golpista, ni Fidel Castro fue dictador, ni el Che Guevara fue terrorista. Todos esos calificativos están reservados exclusivamente para la derecha, de la misma forma que se condena solo el genocidio fascista y nunca el genocidio comunista.
Incluso los términos “totalitarismo” y “populismo” han sido secuestrados por esta dictadura del lenguaje para encasquetárselos a un solo bando. Según este evangelio, el único extremismo que existe es el de derecha, otorgándole total impunidad a la izquierda en todas sus formas, incluso las que violan sistemáticamente derechos humanos y cometen crímenes de lesa humanidad. No importa que Bolsonaro y Trump hayan gobernado apenas cuatro años cada uno, y que hoy estén ambos fuera del poder enfrentando juicios como ciudadanos comunes. Para esta élite, ellos seguirán siendo los exponentes del golpismo y el extremismo, a pesar de que en Cuba, Nicaragua, Bolivia y Venezuela existen hoy regímenes totalitarios que suman más de ciento veinte años de vigencia. Y no escucharemos a ninguno de los que se rasgan las vestiduras defendiendo a Lula, pidiendo siquiera la legalización de partidos y la celebración de elecciones en Cuba, o condenando la reciente persecución judicial contra la nueva directiva de la Asamblea Nacional venezolana.
Pero esta operación de secuestro del lenguaje para usar los términos de forma selectiva e interesada no es nueva. El “socialismo del siglo XXI″ fundado por Chávez, que infectó de releccionismo a América Latina llenándola de caudillismo y autoritarismo por doquier, no contó con ninguna condena o contrapeso dentro de la cúpula mediática, cultural y académica en Europa.
Nadie caracterizó a esos regímenes que desmontaron los estados de derecho en sus países, concentraron todo el poder y modificaron las constituciones para perpetuarse. Pero bastó que la derecha comenzara a imitar esa fórmula populista para que se descubriera la etiqueta del “iliberalismo”.
De igual forma el fenómeno “fake news” y “posverdad” consiguió visibilidad solo cuando fue imputable a la derecha, a raíz del Brexit y la victoria de Trump. Y el imperialismo siempre ha sido “gringo” y nunca soviético. Ahora los que escriben este diccionario pondrán la foto de Bolsonaro cuando se hable de “golpismo” en Latinoamérica, mientras que las fotos de Chávez, Fidel, Perón y el Che seguirán estando en el capítulo de “democracia”.
Y es que también el militarismo es malo solo cuando es de derechas. El caso es que todas las injusticias perpetradas en la historia por la derecha cuentan con etiquetas elocuentes y contundentes como “holocausto” y “apartheid”, por ejemplo, mientras que los desmanes ocasionados por la izquierda o por culturas antioccidentales se pierden en el olvido porque no cuentan siquiera con una caracterización concreta. Por eso es que los crímenes del comunismo en Europa del Este, así como sus réplicas en América Latina, no computan a la hora de valorar realidades ni de articular narrativas actuales. No tienen nombres.
En España, por ejemplo, no es extraño ver en un medio de comunicación a alguien calificando de extremista a un partido de centro derechas, mientras se asume que el Partido Comunista es el principal artífice de la democracia, merecedor de homenajes en sellos postales. Tampoco hay ideología de odio de izquierda, ni siquiera cuando la palabra dictadura es parte del lema. Por cierto, sería interesante conocer de otros casos en el que una persona que hereda un poder absoluto se auto diluye para propiciar una democracia liberal pluralista. Este ejemplo no lo conseguirán en el régimen castrista, aunque este tenga mejor prensa que la monarquía española. No hace mucho un catedrático con quien compartía tribuna en un foro universitario en Madrid decía que la revolución cubana no era de corte populista (en su lista tampoco aparecía el chavismo), cuestión que repliqué enumerando tan solo frases y conceptos de Fidel como “patria o muerte”, “el hombre nuevo”, “con la revolución todo, contra la revolución nada” o “caiga quien caiga, muera quien muera, la revolución cubana no desaparecerá”. No solo es populista sino también fascista.
Los derechos humanos y los principios democráticos no tienen ideología y deben defenderse desde el centro rechazando todo lo que atente contra ellos, venga de donde venga. Nos parece bien que se caracterice y condene el extremismo de derechas, el problema está en que el uso interesado y selectivo de los términos, invisibiliza el sufrimiento de millones de personas que no son consideradas ni siquiera víctimas, al no tener nombres los crímenes de sus verdugos. Por eso es que importa mucho más los disturbios en Brasil, donde Lula seguirá siendo presidente (otra vez), que los ajusticiamientos en Irán o la persecución atroz y falta absoluta de democracia en Cuba, Nicaragua y Venezuela.
- JOSÉ GUÉDEZ YEPEZ