El gran cine de la gente pequeña: las nueve décadas de Ettore Scola
Si a Ettore Scola le interesaba tanto escuchar a la gente, sería porque nació en la comuna de Trevico en Avelino, un pueblo montañoso de Campania a unas dos horas de Nápoles, en el sur italiano, en donde hablar y recordar era la única distracción a la mano. Ni siquiera en sus días más libidinales el municipio, cuyo edificio más grande era la iglesia, llegó a ser poblado por 2 mil almas. Cuando Scola nació, según registros, eran mil 700. Hoy son menos.
Para cuando Scola nació ahí, el 10 de mayo de 1931, hacía una década que el Partido Nacional Fascista de Mussolini había agrupado a los Fasci Italianni como partido, ganando sus primeras elecciones. Desde hacía nueve, el Duce era el primer –y único– ministro italiano, protegido por los infames escuadrones de camisas negras y por el Gran Consejo del Fascismo. La noche había sido larga y amarga; mientras, repúblicas cercanas como España y Alemania se enmohecían día a día con el mismo hedor a botas y cruces.
A diferencia del Rimini natal de Fellini, en donde antes de la guerra ya había cuatro salas de cine, en el Avelino de Scola el primer proyecto parece haber tardado varios años en llegar. Quizá por eso, mientras el primer amor de Fellini fue la imagen pura, para Scola lo fueron las tardes largas de gente conversando, riendo, recordando y gritando, que llenan sus mejores películas.
En ciudades más grandes como Milán, Turín o Roma, donde las salas ya eran templo habitual para los años treinta, el cine italiano ya había arraigado mediante épicas silentes y espectaculares sobre pasados imperiales, como Cabiria (1914) o La caída de Troya (1911) de Pastrone, ¿Quo Vadis? (1915) de Guazzoni o Los últimos días de Pompeya (1913) de Caserini y Rodolfi, que mucho habían abonado a la nostalgia por las glorias pasadas. El fascismo puede explicarse como una mezcla de esa añoranza con la miseria de entreguerras; para el cine, fue la misma dictadura la que fundó Cineccitá, primero como un Hollywood de la propaganda y, años después, hogar para el taller de Ettore Scola para cineastas jóvenes. Entre una cosa y otra, Italia volcó, se levantó y se revolcó más de una vez por motivos tan distintos como el fútbol o la guerra. Fue su siglo más convulso e impredecible y Scola, uno de sus mejores cronistas.
Con cada nuevo espasmo nacional, desde el derrumbe fascista hasta el auge de Berlusconi, Scola estuvo ahí para registrar la mirada de decenas de personajes que serían anónimos e invisibles si él, narrador eficaz con buen oído, no los hubiera elevado a ese Olimpo popular que es el gran cine sobre gente pequeña, y que sólo está al alcance de cineastas que desgastan sus zapatos por salir a buscar historias a la calle. Eso hacía Scola; encontraba historias ahí donde nadie las buscaba, en terrazas o azoteas, en casuchas familiares de la periferia mísera, en trattorias a medianoche o en cuartitos de vecindad romana. Sobrias en su ejecución y puesta en cámara, las películas de Scola tienen su columna vertebral en el diálogo, las situaciones y el gesto discreto.
Aunque Scola era once años menor que Fellini, habría que confiar en el recuerdo recreado por el primero al inicio de ¡Qué extraño llamarse Federico! (Che strano chiamarsi Federico!, 2013) para saber cómo se conocieron, en la postguerra a finales de los cuarenta, a través del semanario Marc’ Aurelio, donde Fellini había sido monero y Scola, pocos años después, periodista. Provincianos en Roma y seguros de poder comerse al mundo, ingresaron en la industria del cine romana alrededor de 1950, cuando Fellini preparaba su ópera prima (Luces de variedad, 1950) y Scola cumplía encargos como ayudante de guión y dialoguista, mientras participaba n calientes debates de ideas tras proyecciones de Rossellini, De Sica, Zampa o De Santis.
Las tres fiebres del cine italiano
El cine italiano estaba caliente por tres fiebres: la del neorrealismo, la de la industrial comedia all´italiana y la de las películas de episodios, que mediante el pegoste de tres o cuatro cortos dirigidos por cineastas de buen oficio, agrupaban de paso al mayor número posible de estrellas del momento –Alberto Sordi, Anna Maria Ferrero, Sandra Milo, Ugo Tognazzi– con miras de atragantar al respetable con una acumulación de rostros guapos y argumentos ligeros.
Había mucho trabajo en los foros de Roma, en los que se filmaban varias películas a la vez en diferentes horarios y los guiones iban firmados por equipos de tres, cuatro u ocho libretistas trabajando a destajo. Sólo así se explica que desde 1950 y hasta cumplir treinta y dos años en 1963 –año en que dirigió su primer largometraje– Ettore Scola ya hubiera coescrito más de cuarenta libretos en colaboración y algunos más como ghost writer o con pseudónimo, a ritmo de cuatro o cinco por año.
Es probable que ese ánimo colaborativo, poco frecuente en los cineastas-autores, tan celosos de sus argumentos, le diera el oficio necesario para escribir sin recelos al lado de colaboradores de la talla de Furio Scarpelli, Ruggero Maccari, Agenore Incrocci –todos santificados por el Oscar– pero también de su esposa, la cineasta Gigliola Fantoni o sus hijas Paola y Silvia Scola, que con menos de veinte años fueron las primeras supervisoras de diálogos de Una jornada particular (Una giornatta particolare, 1977) y terminaron siendo coguionistas y directoras de segunda unidad; como dijo en una entrevista, “en la escritura no hay ninguna autoridad ni jerarquía”. Ese, quizá, es el secreto del método Scola para narradores: saber mirar a los ojos y escuchar.
Las mutaciones fílmicas de Scola
Si tuviéramos que ordenar la filmografía de Ettore Scola en etapas más o menos homogéneas, habría que separar un período de aprendizaje durante los sesenta, de seis o siete películas hechas por encargo, necesidad o por meras ganas de aprender. Son vehículos eficientes para el lucimiento de divos como Vittorio Gassman, Sordi o Tognazzi. En ellas se fue formando su equipo de colaboradores habituales, entre ellos el compositor Armando Trovaioli quien, aunque poco nombrado, hizo por Scola lo que Nino Rota por Fellini o Morricone por Leone: por más de cuarenta años, le convirtió los libretos en ópera.
Con la llegada de Marcello Mastroianni a sus elencos, algo cambió. El demonio de los celos (Dramma della Gelosia: tutti i particolari in cronaca, 1970) con Mastroianni, Monica Vitti y Giancarlo Giannini, fue estrenada en México como Celos al estilo italiano en la i Muestra Internacional de Cine, y que con toda probabilidad fue la primera película de Scola que pudo verse en el país. Pero su mutación más profunda está en Trevico-Torino: Viaggio nel Fiat Nam (1972), una crónica social que es la primera de sus ofrendas al neorrealismo de sus maestros. El protagonista es un adolescente, Fortunato, que viene de Avelino, la región natal de Scola, y llega a Turín a darse de bruces con la vida agria en una ciudad grande en donde los migrantes sureños sólo encajan si aceptan vivir con la cabeza baja.
A partir de ahí no hay vuelta atrás: es un narrador de pulso cada vez más firme y mirada expansiva que, durante los años setenta, se dedica a recrear la memoria reciente de Italia a través de una galería de personajes nacidos no sólo de su compromiso humanista, sino de una profunda curiosidad por la comedia humana en toda su diversidad, desde los monstruos hasta los héroes diminutos. El resto de esa década la ocupó en elaborar un mural compuesto por tres viñetas corales: Nos amábamos tanto (C’eravamo tanto amati, 1974), Feos, sucios y malos (Brutti, sporchi e cattivi, 1976) y La terraza (La terraza, 1980). Vistas como tríptico, forman el jardín de las delicias de una sociedad-enjambre en donde se rozan la perfidia y lo sublime, lo abyecto con lo ideal y la mugre con la ternura. En ellas, además, perfeccionó una técnica que reusaría en El baile (Le bal, 1983), La noche de Varennes (Il Mondo Nuovo, 1982) o La cena (1998) y que consiste en encapsular el zeitgeist de una época a través de un espacio cerrado: un barco, un departamento, una terraza, un restaurante. En todos los casos, si nadie sale de ahí es porque ahí cabe Italia entera.
A mitad de esa década, en la mañana del 2 de noviembre de 1975, Pier Paolo Pasolini fue asesinado con una brutalidad que resumía las tensiones subterráneas que mantenían –y mantienen– a Italia dividida. De acuerdo con el documental Ridendo e scherzando (2015) dirigido por sus hijas, Scola y Pasolini habrían trabajado en un proyecto colaborativo, Feos, sucios y malos, que buscaba maridar la compasión social de Scola con el verismo iconoclasta de Pasolini, quien iba a dirigirla a partir de un guión de Scola y Maccari. Era el retrato de una familia marginada que, lejos de mover a la empatía, respondía bien a los adjetivos del título. Superada la conmoción por el crimen, Scola decidió llevarla a cabo con Nino Manfredi en el papel de un patriarca infame, tuerto y despreciable.
En medio de las tres, está Una jornada particular, de 1977. Si las otras ganan por acumulación, ésta parte de una desnudez casi teatral: dos personas, un departamento, una azotea con ropa tendida y un solo día, que no es especial porque Hitler visite Roma y sea recibido con fasto, sino porque dos solitarios encuentran amistad por accidente o necesidad, cuando el país entero bailaba al borde del abismo. Él (Marcelo Mastroianni) es un escritor segregado y ella (Sophia Loren), una napolitana cuyas brasas de ímpetu vital fueron reducidas a cenizas por un matrimonio desabrido. Junto a Enemigo, querido enemigo (Concorrenza Sleale, 2001), la giornatta fue el único acercamiento directo de Scola al fascismo, pero el vibratto humano de su compromiso político resuena a través de toda su obra posterior.
Una jornada particular pudo verse en México en la ix Muestra Internacional de Cine de la primavera de 1978, en ese entonces en el cine Roble de Reforma y en la sala Fernando de Fuentes de la vieja Cineteca. Las películas de Scola fueron habituales en la Muestra, que programó El baile en 1984, La noche de Varennes en 1985 –dos meses después de los terremotos de septiembre–, Pasión de amor en el ’86, Splendor en el ’89 y así hasta ¡Qué extraño llamarse Federico!: Scola cuenta a Fellini, que fue su última película en la 56 Muestra de 2014.
Aunque vivió tres años más con guiones escritos y películas en puerta, Scola renunció públicamente a coproducir con cualquier compañía relacionada con Silvio Berlusconi, esa némesis a cuyo combate dedicó hasta la última fuerza. En una de sus últimas entrevistas, lamentó que los cineastas jóvenes de Italia abrazaran las fórmulas probadas y renunciaran a contar el país en el que vivían. Cineasta de raíz popular y acostumbrado a filmar para espectadores de a pie, no dejó de lamentar el hermetismo elitista de cierto cine de autor, hecho de espaldas a la audiencia: “No creo en el cine de catacumbas que va dedicado a una secta de pocos elegidos. Hacer una película es una fatiga muy grande para eso”, se le ve decir en una entrevista para la televisión italiana en sus últimos años. Salud por Ettore Scola, que este mes habría cumplido noventa años de ser el cineasta más joven de Italia.