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El gran guionista de Hollywood que odiaba a Hollywood

Ben Hecht ayudó a inventar el moderno cine norteamericano - mientras tenía otros planes

 

Ben Hecht, el más grande de los guionistas americanos, produjo, al final de su carrera, una autobiografía locuaz, «A Child of the Century» (Un Hijo del Siglo), en la que nos cuenta lo siguiente: En 1910, a la edad de dieciséis años, dejó la Universidad de Wisconsin después de asistir durante tres días y tomó un tren a Chicago. Tenía cincuenta dólares en el bolsillo. Habiendo dormido en un banco de la estación de trenes de dicha ciudad, intentó ir a ver un espectáculo en el Majestic Vaudeville Theatre, sólo para ser abordado por un pariente lejano, Manny Moyses, un vendedor de licores «con una gran nariz roja». Moyses lo sacó de la fila de boletos y lo llevó a conocer a un cliente que también tenía la nariz roja, el editor del Chicago Daily Journal, un tal John C. Eastman. El editor estaba dando una fiesta esa noche y necesitaba algo de lo que pudiera presumir. Le dijo al joven que lo contrataría si escribía un poema profano, un poema sobre un toro que se traga un abejorro. (¡No pregunten!) Hecht escribió el poema mientras Eastman estaba almorzando, y consiguió el trabajo. Durante algunos meses, no escribió nada para el Diario, sino que se hizo útil invadiendo las casas de las personas que sufrían una tragedia u otra para robar una foto de la víctima, generalmente una mujer, que luego aparecería en el periódico. A la edad de diecisiete años, se convirtió en reportero de tiempo completo, y logró lo que él llamó una «ciudadanía de insecto en una alfombra» de Chicago. En su libro, Hecht recuerda las obsesiones del periodismo local en las décadas de los ’10 y ’20: crímenes espectaculares y fraudes municipales, una atmósfera general de licencia, explotación y estafa. «Los dueños de los almacenes portuarios trajeron a Billy Sunday para evitar que sus mal pagados pero fornidos trabajadores hicieran huelga gritándoles hasta el mareo», nos cuenta.

¿Cuántos de estos detalles son ciertos? Es imposible de decir, pero la verdad, en este caso, puede no ser el tema fundamental. Como Norman Mailer señaló en 1973, Hecht » como escritor, nunca decía la verdad si conseguía una extravagancia que le diese vida a su prosa». El don de Hecht para la anécdota confabulada sugiere una de las razones por las que se convirtió en un artista de Hollywood tan exitoso. Lo que Hecht sacó de sus pícaros años periodísticos dio forma a su temperamento, y ese temperamento, a su vez, dio forma a las películas estadounidenses de los años treinta. El desenfreno, la brusquedad, los insultos y bromas sin fin; la fascinación por la violencia y lo ilícito; la división del mundo en el saber (típicamente urbano y masculino) y la idiotez simplona (a menudo rural), cualidades que hicieron de las comedias y los melodramas de la Depresión un nuevo y duro arte norteamericano, un arte que se movía más rápido y era más superficial que la vida.

El currículum de Hecht es difícil de clasificar, en parte porque era indiferente a que le dieran créditos en la pantalla, aunque no a que le pagaran. Trabajó en «Underworld», «The Front Page» (que produjo el sensacionalmente efectivo remake «His Girl Friday»), «Scarface», «Twentieth Century», «Design for Living», «Nothing Sacred», «Wuthering Heights», «Gunga Din», «Notorious«, varias películas de cine negro menores pero potentes, y muchas otras cosas. Algunos de ellos eran guiones originales, otros eran adaptaciones, otros eran colaboraciones (con sus amigos Charles MacArthur o Charles Lederer); algunas veces se limitaba a ofrecer una historia indeleble y seguía adelante. Hecht también revivió un estancado guion de «Lo que el viento se llevó» y a última hora arregló «Stagecoach», «The Shop Around the Corner», «Foreign Correspondent» y «Gilda». Un hombre de enorme talento – «Inventó el ochenta por ciento de lo que se usa hoy en día en las películas de Hollywood», dijo Jean-Luc Godard en 1968 – también era frívolo, intratable y contradictorio. El mejor guionista de Hollywood despreciaba el cine como forma de arte («un retrete en el Parnaso«, declaró Hecht), y tenía poca confianza en la sabiduría de los jefes de estudio y de los productores («imbéciles al mismo nivel de la clase baja de políticos que yo había conocido«). Siempre un escritor, de otra forma no estaba seguro de su identidad. Afirmó además que nunca pensó en sí mismo como judío hasta finales de los años treinta, pero que, en los años siguientes, luchó para despertar la preocupación en Hollywood y Nueva York sobre las masacres en curso en la Europa ocupada por los nazis.

El magnífico libro de Adina Hoffman «Ben Hecht: Fighting Words, Moving Pictures» (en la serie de Yale «Vidas Judías») acomoda las asombrosas contradicciones de Hecht en unas compactas pero abundantes doscientas veinte páginas. Hoffman, nacida en Mississippi, ha vivido en Israel y ha dedicado libros a la ciudad de Jerusalén y al poeta palestino Taha Muhammad Ali, además de ejercer como crítica de cine (para el Jerusalem Post y The American Prospect). En su biografía de Hecht, relaciona con maestría Hollywood y Nueva York, los enigmas de los judíos estadounidenses y los entresijos de la política sionista. Sumergiéndose en las novelas y los tratados de Hecht (una tarea nada fácil), escribe con enorme habilidad sobre una figura marginal en la literatura pero de gran influencia en la cultura popular del siglo XX.

Hecht nació en 1893 (o en fecha cercana) en el Lower East Side de Manhattan, hijo de judíos inmigrantes de Bielorrusia y Ucrania. Pasó los primeros años de su vida en el atestado gueto, en medio de tías y tíos pintorescos y con emocionantes visitas de luminarias del teatro ídish. Cuando tenía nueve o diez años, la familia se trasladó a Racine, Wisconsin, a orillas del lago Michigan, donde Hecht, según cuenta, tuvo una emocionante infancia americana de aventuras, lectura y sexo. También tocaba bien el violín y actuó, durante un verano, como aprendiz de trapecista en un circo local. «Ansié, me hinché, lloré, desvarié, chapoteé en el barro y me revolqué en las flores», nos dice, «y nunca me lesioné, ni hice daño a nadie». Este catálogo jactancioso intenta hacerse eco de Whitman. Carl Sandburg, que conoció a Hecht luego, en Chicago, lo llamó «un Huck Finn judío«. En cualquier caso, era un muchacho intrépido, saltando del siglo XIX a la vorágine del XX.

Lo que mejor recuerda Hecht de sus incultos padres es que compraron, como regalo de bar-mitzvah, cuatro cajas repletas de obras de Shakespeare, Dickens y Twain, los juegos de biblioteca casera que en su día fueron tan populares en Estados Unidos. Después de eso, le pidieron poco: «El hecho de que fuera a la escuela y de que me quedara despierto media noche leyendo libros de todo tipo me diferenciaba de ellos». Siempre leyó con voracidad, pero, como reconoce, con poca memoria de lo que leía y menos gusto. Las palabras entraban y salían de su mente en un flujo incesante.

La prensa de Chicago, en los años diez, incluía periodistas que hacían un trabajo serio como investigadores o como reporteros de guerra, pero a Hecht le fascinaba la subcultura masculina del reportaje sobre el crimen y la política, con sus puros y escupideras, sus salones y burdeles, y sus agrias opiniones sobre las mujeres. De sus desabridas pero agradables estancias entre estos personajes de mala muerte -todos ellos citaban literatura-, Hecht extrajo algo memorable, el mito del periodista. En «A Child of the Century» (Un hijo del siglo), recordó el tipo:

«Estoy seguro de que entre nosotros no había ni la suficiente mundanidad ni la astucia como para llevar una tienda de caramelos con éxito. Pero estábamos en una posición ventajosa. Carecíamos de las rutinas de la codicia humana y de las pretensiones sociales. No éramos corteses  . . . Nosotros, que no sabíamos nada, hablábamos desde un conocimiento tan abrumador que yo, por ejemplo, nunca me recuperé de él. Los políticos eran unos sinvergüenzas. Los líderes de las causas eran unos sinvergüenzas. La moral era una farsa llena de asesinatos, violaciones y nidos de amor. Los estafadores dirigían el mundo y el Diablo cantaba en todas partes. Estos descubrimientos me llenaron de una gran alegría».

El propio Hecht se convirtió en un famoso reportero de la ciudad. Tras ser transferido al Chicago Daily News, escribió una innovadora columna diaria llamada «1.001 Tardes en Chicago». Recorría la ciudad y pasaba tiempo con gente «corriente», una anticipación de las columnas de espíritu cálido que Jimmy Breslin y Pete Hamill escribieron años después sobre los neoyorquinos de clase trabajadora. Apenas cumplidos los veinte años, frecuentó la bohemia literaria de Chicago, bebiendo e intercambiando ideas y manuscritos con Theodore Dreiser, Sherwood Anderson, Sandburg y muchos otros miembros de lo que se conoció como el Renacimiento Literario de Chicago. Escribió relatos satíricos para el Smart Set de H. L. Mencken y la brillante revista de nuevos escritos de Margaret Anderson, The Little Review, y, en 1921, publicó una ambiciosa novela, «Erik Dorn». El libro tiene algunos pasajes eficaces, en los que un hombre solitario deambula por el flujo de una gran ciudad moderna, pero los buenos momentos se pierden en interminables cavilaciones políticas y eróticas. Como dice Adina Hoffman, el estilo es muy desordenado: va desde la asociación libre modernista hasta el desgarro de corpiños carnosos. Hecht publicó otros experimentos, incluida una novela obscena que parece haber sido un intento de que lo encarcelaran como mártir de la libertad de expresión. Carecía de la paciencia y la disciplina necesarias para la literatura, aunque podría haberse convertido, si se hubiera dedicado al periodismo, en un segundo Mencken, que hacía observaciones punzantes y divertidas de todo y de todos. La mejor prueba del camino no tomado se encuentra en «Un hijo del siglo».

A los veinte años, Hecht se casó con una colega reportera, Marie Armstrong, pero al cabo de unos años se relacionó con la escritora y actriz Rose Caylor, yendo y viniendo entre las dos mujeres, lo que llevó a cada una a escribir un libro denunciando a la otra. Con un pecho de barril, «fumado» por los cigarros y sin parar de hablar, Hecht era, sin embargo, una especie de premio. A los treinta años, había agotado el periodismo de Chicago. En 1924, Caylor y él, que pronto se casarían, se trasladaron a Nueva York, donde vivieron felizmente, aunque muy por encima de sus posibilidades. Hecht se asoció para escribir obras de teatro con Charles MacArthur, otro fugitivo de los periódicos de Chicago y, durante un tiempo, se unió a los ingenios periodísticos y teatrales de la Mesa Redonda del Hotel Algonquin, algunos de ellos colaboradores de la todavía en ciernes The New Yorker. Se separó de ellos, dice, como un acto de autopreservación. Era un escritor que seguía buscando un medio.

A finales de 1926, sin dinero y tumbado en la cama leyendo «La historia de la decadencia y caída del Imperio Romano», recibió lo que Hoffman describe como «el telegrama más legendario de la historia del cine norteamericano». Lo enviaba su amigo Herman Mankiewicz, el futuro guionista de «Ciudadano Kane» y otro miembro, por poco tiempo, del grupo Algonquin, que se había trasladado a Hollywood a principios de ese año y se sentía solo, buscando la compañía de amigos en Nueva York:

«aceptarías trescientos por semana para trabajar para paramount pictures. todos los gastos pagados. los trescientos son insignificantes. hay millones aquí disponibles y tu única competencia son idiotas. no difundas esto».

Cuando Hecht llegó a Hollywood, Mankiewicz estableció algunas reglas de composición: «El héroe, al igual que la heroína, tiene que ser virgen. El villano puede acostarse con quien desee, divertirse todo lo que quiera engañando y robando, haciéndose rico y azotando a los criados. Pero al final hay que dispararle». No todo esto era cierto. Nadie habría confundido a la vampiresa del cine mudo Theda Bara con una virgen; las mujeres duras y sexualmente agresivas florecieron en el cine sonoro hasta que se impuso el Código de Producción, en 1934. Sin embargo la respuesta de Hecht es significativa. Decidió «prescindir de los héroes y las heroínas, para escribir una película que sólo contuviera villanos y malvados«, como recuerda en sus memorias. «Así no tendría que decir mentiras».

Su primer guión fue para la película muda de gángsters de Josef von Sternberg «Underworld» (La ley del hampa, 1927), que Hecht afirmó haber basado en las historias que le contó un chivato de Chicago que conoció por casualidad en el vestíbulo del Hotel Beverly Wilshire. Trabajó en la historia durante una semana, creando dos gángsters -uno matón, otro fanfarrón- y una chica atraída por ambos, y von Sternberg convirtió la historia en una composición sombría de sombras y figuras fugaces. Hecht, cuya comprensión de la naturaleza visual de las películas nunca fue sólida, desestimó los distintivos toques de dirección de von Sternberg por considerarlos «sentimentales«. Para su asombro, la historia de «Underworld» le valió un premio de la Academia. Al principio rechazó la estatuilla, y luego prometió usarla como tope de puerta.

Scarface» (Caracortada, 1932), de Howard Hawks, tiene un tipo de poesía diferente: la furia de una incesante guerra de bandas, con coches que corren por calles oscuras y brillantes, con pistolas que salen de sus ventanas abiertas. Hecht sabía, desde sus tiempos de reportero, que el público adoraba a la gente extravagante que rompía todas las reglas y luego lo pagaba caro, así que creó, para Hawks, una historia sobre el ascenso y la caída de un matón iletrado, Tony Camonte (Paul Muni), que silba una melodía de «Lucia di Lammermoor» de Donizetti cuando mata a sus enemigos. La violencia de Tony es tan repentina que te deja sin aliento; muere bajo un cartel eléctrico que dice «el mundo es tuyo«.

 

 

 

 

La brutal y socarrona «Scarface» ha servido de inspiración para muchas películas de gángsters, incluyendo, por supuesto, el escabroso remake de Brian De Palma, de 1983, en el que el mismo epitafio burlón aparece en las luces llevadas por un dirigible. El ritmo de la versión de De Palma, protagonizada por Al Pacino en el papel de un traficante de origen cubano, es lento, la atmósfera es lánguida o violenta como una sierra. Hawks se movía con rapidez, y con un ingenio malicioso; también lo hizo Martin Scorsese, en otra célebre película descendiente, «Goodfellas» (1990), un filme de gángsters en modo de comedia despiadada, que presenta el mismo tipo de salvajismo abrupto que la película de Hawks. En «Infiltrados», de 2006, Scorsese volvió a saludar a la vieja película, poniendo el mismo pasaje de «Lucía» en la banda sonora.

«Scarface» se estrenó un año después de la primera adaptación cinematográfica de «The Front Page» (Primera Plana), una farsa satírica de Broadway que Hecht y MacArthur habían ideado en 1928. Esta comedia de alto voltaje -Tennessee Williams, Kenneth Tynan y Tom Stoppard la consideraron un hito- está ambientada en la sala de prensa de un juzgado, donde un despiadado grupo de reporteros se sienta a esperar que cuelguen a un anarquista. Los hombres son como cables eléctricos enredados, que se insultan, replican y calumnian unos a otros; hablan por encima y a través de otros, gritando a los editores al otro lado de la línea telefónica. («Escucha, Duffy, quiero que cambies toda la portada. . . . Al diablo con el terremoto de China»). La trama es una tempestuosa historia de amor masculino: el reportero estrella, un tipo llamado Hildy Johnson, quiere abandonar el periódico para casarse y ser respetable, y su editor sin escrúpulos, Walter Burns, hace todo lo posible para mantenerlo en el periódico. El material funciona mejor en la versión cinematográfica hetero que Hawks dirigió en 1940, «His Girl Friday» (Luna nueva), en la que Cary Grant interpreta a Walter Burns como un brillante canalla, mientras que Rosalind Russell, con un traje de rayas, es Hildy, la ex esposa de Walter y la mejor reportera de la ciudad. Gran parte del lenguaje de Hecht-MacArthur permanece intacto: oímos el ritmo implacable que Neil Simon recogió para «The Odd Couple» (Extraña Pareja) y muchas otras comedias, todas ellas mucho más suaves que ésta, junto con el estilo de combate verbal, sabio y relajado, en el que Aaron Sorkin llegó a especializarse.

 

 

 

 

Lo que Hecht y MacArthur crearon se convirtió en uno de los principales arquetipos de las películas de los años treinta y siguientes: el periodista como héroe, un hombre sin ilusiones, que desprecia la sociedad y la autoridad. Clark Gable interpretó el papel a la perfección en «Sucedió una noche»; Spencer Tracy, James Stewart, Fredric March y muchos otros actores también interpretaron a reporteros engreídos, mientras que Jean Arthur y Katharine Hepburn, así como Rosalind Russell, hicieron las intrépidas versiones femeninas. En los años cuarenta, la violencia y la sexualidad se añadieron a la trama, dando lugar a una nueva figura, la del detective privado, solitario pero potente, íntimo de las costumbres criminales. El Marlowe de Humphrey Bogart es un insolente hombre libre.

Hecht intuyó que el creciente público urbano de la Depresión quería la vida rápida; quería bromas de alto octanaje y sexo como territorio de guerra. En otra colaboración entre Hawks y Hecht, «Twentieth Century» (La comedia de la vida, 1934), la guerra pasó a ser una sofisticada payasada: Un egoísta productor teatral (John Barrymore) ruge a una actriz (magníficamente interpretada por Carole Lombard), y ésta se defiende con insultos y burlas. «Twentieth Century» fue una de las películas que sentó las bases de un nuevo género, la comedia romántica «screwball» (picaresca, alocada), con sus amantes que se lanzan burlas y epigramas, un caos verbal que deja de lado el tono sentimental del entretenimiento convencional. La película se burla de los fanáticos religiosos; «Nothing Sacred» (La reina de Nueva York), la exitosa comedia que Hecht escribió para el director William Wellman en 1937, se burla de la gente monosilábica de un pequeño pueblo de Vermont, y luego se vuelve contra los verborreicos y ensimismados neoyorquinos. De nuevo, el escenario es un periódico: un reportero estrella, Wally Cook, y un editor, Oliver Stone, ambos hambrientos de textos sensacionalistas, se convencen a sí mismos de que una hermosa joven (de nuevo interpretada fantásticamente por Carole Lombard) se está muriendo por envenenamiento con radio; y endilgan esta estafa a sus llorosos y fascinados lectores. Cuando la verdad sale a la luz (la chica está perfectamente sana), el editor se lamenta y el reportero se desgañita:

 

Oliver¡Será peor que la Revolución Francesa!

WallyEspero estar aquí cuando estalle. Voy a dar un discurso a nuestros queridos lectores antes de que lleven nuestras cabezas en una pica. Quiero decirles que hemos sido sus benefactores. Les dimos la oportunidad de fingir que sus falsos corazones goteaban la leche de la bondad humana.

 

La sátira lo abarca todo: los periodistas y sus lectores salen escarmentados, al igual que los niños hostiles y las mujeres de altos principios que se niegan a admitir que han sido engañados. «La reina de Nueva York» es como una novela de Sinclair Lewis escrita por Hecht para el cine.

 

 

 

 

¿Cuál era su problema con Hollywood? Hoffman lo analiza detenidamente. Inventando géneros, tipos de personajes y estados de ánimo, Hecht fue una figura creativa de primer orden. Durante años, fue el escritor mejor pagado de la ciudad, una celebridad por derecho propio. Incluso disfrutaba, al menos un poco, de la atmósfera colaborativa en los estudios: «Escribías con el teléfono sonando como la campana de un cuartel de bomberos, con el jefe entrando y saliendo del atelier, con el director haciendo muecas y gruñendo en un sillón contiguo», lo que suena un poco a las salas de redacción que él disfrutaba, y no a trabajos forzados con un pico. En cualquier caso, nunca se quedó mucho tiempo. Hizo más de veinte viajes a la Costa Oeste (llevándose sirvientes, óleos y discos), disfrutando de abundante comida y bebida cuando no estaba trabajando, y luego regresando apresuradamente a Nyack, un pueblo a orillas del Hudson a veinticinco millas al norte de Nueva York, donde él y Rose vivían cerca de MacArthur y su esposa, la actriz Helen Hayes.

Muchos buenos y grandes escritores, como Nathanael West, Dorothy Parker, Lillian Hellman, F. Scott Fitzgerald y William Faulkner, fueron atraídos a Hollywood en los años treinta y cuarenta por el dinero fácil y por la oportunidad de hacer algo emocionante en una forma de arte todavía joven, sólo para salir frustrados, incluso disgustados. Pero Hecht tenía pocas ilusiones que perder. Como guionista, se aferró a la ética del periodista de trabajar rápido y no preocuparse mucho (o parecer no preocuparse mucho) por los resultados. Al ejercer su derecho al desprecio, consiguió, al menos en su propia mente, no convertirse en una víctima, aunque puede que se haya convertido en algo más: un cínico que infravaloró el arte que ayudó a producir.

¿O simplemente fingía? Nadie que estuviera completamente enfermo podría haber trabajado en tantas buenas películas. Tampoco habría intentado dirigir él mismo las películas -siete en total, algunas de ellas realizadas con MacArthur en el estudio de Astoria, en Queens, y un par de ellas realizadas en Hollywood-, incluyendo «Angels Over Broadway» (Antes que me muera), con Rita Hayworth y Douglas Fairbanks, Jr. Ninguna de ellas, por desgracia, es muy buena. Su dirección carece de ritmo y velocidad y, como dice Hoffman, los diálogos de sus propias películas se volvieron floridos. La verdad es que necesitaba las exigencias de la narración popular, e incluso la intromisión de productores vulgares, para hacer su mejor trabajo. La ironía es fundamental en el temperamento de Hecht, pero su vida estaba envuelta en una ironía que no podía admitir: lo que respetaba (la literatura) no lo podía hacer, y lo que despreciaba (escribir películas) lo hacía de maravilla. Es un poco como Sir Arthur Sullivan, que quiso ser el Mendelssohn británico y produjo aburridas piezas sinfónicas y música coral, para luego alcanzar la inmortalidad con las centelleantes operetas cómicas que escribió con W. S. Gilbert. Este tipo de ruptura entre el talento y las aspiraciones puede ser triste o cómica, dependiendo de lo que sufra el artista. El escritor que se describió a sí mismo como «un chico de los recados con el sueldo de un magnate del petróleo» no sufrió, pero, en Hollywood nunca se sintió completo, nunca estuvo satisfecho, nunca fue del todo un hombre que pudiera admirar.

Hecht no era religioso en absoluto, e ignoraba las organizaciones judías y las causas políticas en general. Pero en 1937 y 1938, a medida que crecía la amenaza contra los judíos europeos, escribió una colección de cuentos sobre temas judíos, titulada «Un libro de milagros». En una de las fábulas, los estadounidenses abrían sus periódicos y descubrían que «quinientos mil judíos habían sido asesinados en Alemania, Italia, Rumania y Polonia. Otro millón más o menos había sido expulsado de sus hogares y cazado en bosques, desiertos y montañas». Hecht se anticipó al Holocausto, como se denominó finalmente, y se enfureció unos años más tarde, cuando realmente estaba ocurriendo y pocos estadounidenses querían oír hablar de ello. En noviembre de 1942, el Departamento de Estado confirmó los informes de que dos millones de judíos habían sido asesinados hasta ese momento, y que la tragedia continuaba; el Washington Post puso la noticia en la página 6, el Times en la 10. El Times siguió restando importancia a la catástrofe judía durante toda la guerra. (En 2001, Max Frankel, antiguo editor ejecutivo del periódico, calificó la cobertura negligente como «el fracaso periodístico más amargo del siglo»).

Como ladrón en su adolescencia, Hecht había hecho uso de las identidades de otras personas. En los años de la guerra, se obsesionó con preservar y afirmar una identidad propia. Los recuerdos de las grandes familias y la bulliciosa vida social de su infancia le invadieron, y, harto del victimismo judío, publicó artículos mordaces y sarcásticos anuncios en los periódicos sobre la matanza, con la intención de despertar a los judíos estadounidenses de la complacencia. También creó un desfile en memoria de los muertos, representado en el Madison Square Garden, y una obra de teatro dedicada a la causa sionista, ambas con música de Kurt Weill, y ambas ampliamente vistas; hizo propaganda para el Irgun, un grupo paramilitar judío en Palestina que estaba comprometido con la violencia contra los británicos, que controlaban el territorio. Hecht llegó a ser tan beligerante en sus ataques que sus películas fueron posteriormente boicoteadas en el Reino Unido. En Estados Unidos, grupos judíos establecidos e incluso amigos se volvieron contra él. Si el Lower East Side hubiera hablado, le habría llamado kochleffel, que significa, literalmente, cuchara de cocina, un hombre que remueve la olla, que alborota el avispero.

Su nuevo fervor también produjo otro gran guion. En «Notorious» (Tuyo es mi corazón, 1946) de Hitchcock, una fiestera aparentemente inútil (Ingrid Bergman) trabaja después de la guerra para un agente de la inteligencia estadounidense (Cary Grant) y se introduce en un peligroso círculo nazi en Brasil. Hecht refinó y volvió sutiles las bromas de las viejas comedias alocadas hasta convertirlas en suprema ironía, y Hitchcock dirigió con una maestría inigualable la tensión sexual. La chica de la fiesta encuentra una vida útil, incluso la redención, y Hecht, con esta película antinazi, puede haber querido redimirse a sí mismo.

 

 

 

 

Después de la guerra, instalado en Nyack, escribió obras de teatro, más ficción, reflexiones airadas sobre la identidad judía y el nuevo estado de Israel (un país que perversamente nunca visitó). Y, en 1954, publicó «A Child of the Century», ese vasto compendio de evocaciones de época, jugosas anécdotas y dudosa filosofía. La ficción de Hecht no puede revivir, pero «Niño», un libro a la vez cándido en cuanto al apetito y generoso en el retrato y la apreciación, podría editarse estratégicamente para convertirse en un clásico americano, un hijastro de la autobiografía de Mark Twain.

Mientras tanto, hasta que murió de un ataque al corazón, en 1964, Hecht siguió trabajando en guiones cinematográficos. Pero el boicot británico había mermado su reputación comercial; su precio había bajado, y a menudo trabajaba bajo seudónimos, como un guionista en la lista negra. Y Hollywood había cambiado: los jefes de los estudios a los que Hecht había ridiculizado estaban muertos o se habían ido; la censura se había desvanecido parcialmente; los viejos géneros se habían vuelto muy psicológicos, mientras que la nueva cosecha de comedias sexuales era a menudo obvia y grosera. Aunque las películas se hacían con algo más de libertad, el talento de Hecht para la sátira cínica ya no encajaba, y, aparte de unos pocos film noirs para Otto Preminger, produjo poco de valor. Era a la vez el príncipe heredero y el bufón nato del viejo sistema. La corte cambió hasta quedar irreconocible, pero su risa sigue sonando lo suficientemente fuerte como para que cualquiera pueda escucharla. ♦

 

  • David Denby es redactor y crítico de cine en The New Yorker desde 1998.

Traducción: Marcos Villasmil
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NOTA ORIGINAL:
The New Yorker

The Great Hollywood Screenwriter Who Hated Hollywood

David Denby
Ben Hecht helped invent modern American cinema—while he was making other plans.

Ben Hecht, the greatest of American screenwriters, produced, near the end of his career, a garrulous autobiography, “A Child of the Century,” in which he tells us the following: In 1910, at the age of sixteen, he left the University of Wisconsin after attending for three days and took a train to Chicago. He had fifty dollars in his pocket. Having slept on a bench in the Chicago railroad station, he tried to go see a show at the Majestic Vaudeville Theatre, only to be accosted by a distant relative, Manny Moyses, a liquor salesman “with a large red nose.” Moyses pried him loose from the ticket line and brought him to meet a client who also had a red nose, the publisher of the Chicago Daily Journal, one John C. Eastman. The publisher was throwing a party that night and needed something he could show off. He told the young man that he would hire him if he wrote a profane poem—a poem about a bull that swallows a bumblebee. (Don’t ask.) Hecht wrote the poem while Eastman was out to lunch, and got the job. For some months, he wrote nothing for the Journal, but made himself useful by invading the homes of people suffering one tragedy or another and stealing a picture of the victim, usually a woman, which would then appear in the paper. At the age of seventeen, he became a full-time reporter, and attained what he called a “bug-in-a-rug citizenship” of Chicago. In his book, Hecht recalls the local-journalism obsessions in the nineteen-tens and twenties—spectacular crimes and municipal frauds, a general atmosphere of license, exploitation, and swindle. “The Stockyards’ owners imported Billy Sunday to divert their underpaid hunkies from going on strike by shouting them dizzy with God,” he tells us.

How many of these details are true? It’s impossible to say, but truth, in this case, may not be the point. As Norman Mailer noted in 1973, Hecht was “never a writer to tell the truth when a concoction could put life in his prose.” Hecht’s gift for confabulated anecdote suggests one reason that he became so successful as a Hollywood entertainer. What Hecht got out of his ruffian journalistic years shaped his temperament, and that temperament in turn shaped American movies in the thirties. The raffishness, the abruptness, the fusillade of insults and wisecracks; the fascination with violence and the illicit; the division of the world into the knowing (typically urban and male) and the saps (often rural)—such qualities made the comedies and the melodramas of the Depression a hardheaded new American art, an art that moved faster and ran shallower than life.

Hecht’s film résumé is difficult to sort out, in part because he was indifferent to getting screen credit, though not to getting paid. He worked on “Underworld,” The Front Page (which yielded the sensationally effective remake His Girl Friday”), “Scarface,” “Twentieth Century,” “Design for Living,” “Nothing Sacred,” “Wuthering Heights,” “Gunga Din,” “Notorious,” various minor but potent noir movies, and many other things. Some of these were original screenplays, some were adaptations, some were collaborations (with his pals Charles MacArthur or Charles Lederer); a few times he simply provided an indelible story and moved on. Hecht also pulled together and revivified a stalled Gone with the Wind and worked as a last-minute fixer on Stagecoach,” “The Shop Around the Corner,” “Foreign Correspondent,” and Gilda.” An enormously talented man—“He invented eighty per cent of what is used in Hollywood movies today,” Jean-Luc Godard said in 1968—he was also frivolous, ornery, and contradictory. The best screenwriter in Hollywood was contemptuous of movies as an art form (“an outhouse on the Parnassus,” Hecht declared), and had little trust in the wisdom of studio bosses and producers (“nitwits on a par with the lower run of politicians I had known”). Always a writer, he was uncertain of his identity in other ways. He said that he never thought of himself as a Jew until the late nineteen-thirties, but, in the following years, he struggled to rouse concern in Hollywood and New York about the ongoing massacres in Nazi-occupied Europe.

Adina Hoffman’s superb Ben Hecht: Fighting Words, Moving Pictures (in the Yale Jewish Lives series) loads Hecht’s staggering contradictions into a compact but abounding two hundred and twenty pages. Hoffman, born in Mississippi, has lived in Israel and has devoted books to the city of Jerusalem and to the Palestinian poet Taha Muhammad Ali, in addition to serving time as a movie critic (for the Jerusalem Post and The American Prospect). In her biography of Hecht, she expertly links Hollywood and New York, American Jewish conundrums and the intricacies of Zionist politics. Immersing herself in Hecht’s novels and tracts (no easy task), she writes with enormous flair about a marginal figure in literature but a major influence on twentieth-century popular culture.

Hecht was born in 1893 (or thereabouts) on the Lower East Side of Manhattan, a child of immigrant Jews from Belarus and Ukraine. He spent the first few years of his life in the crowded ghetto, amid colorful aunts and uncles and with exciting visits from luminaries of the Yiddish theatre. When he was nine or ten, the family moved to Racine, Wisconsin, on the shore of Lake Michigan, where Hecht, by his own account, had a thrilling all-American boyhood of adventure, reading, and sex. He also played the violin well and performed, for a summer, as an apprentice trapeze artist with a local circus. “I yearned, swelled, wept, ravished, splashed through mud and rolled in flowers,” he tells us, “and was never injured, and hurt no one.” This boastful catalogue attempts to echo Whitman. Carl Sandburg, who met Hecht later, in Chicago, called him “a Jewish Huck Finn.” Either way, he was a fearless boy leaping from the nineteenth century into the maelstrom of the twentieth.

What Hecht remembers best about his uneducated parents is that they purchased, as a bar-mitzvah present, four crates packed with the works of Shakespeare, Dickens, and Twain—the home-library sets that were once so popular in America. They asked little of him after that: “The fact that I was going to school and that I stayed awake half the night reading books of every sort set me apart from them.” He always read voraciously but, as he admits, with little memory of what he read and less taste. Words entered and left his mind in a ceaseless flow.

The Chicago press, in the nineteen-tens, included journalists doing serious work as muckrakers or as war reporters, but Hecht was fascinated by the male subculture of crime and politics reporting, with its cigars and spittoons, its saloons and brothels, and its sour views about women. From his unsavory but enjoyable sojourns among these bookish lowlifes—they all quoted literature—Hecht extracted something memorable, the myth of the newspaperman. In “A Child of the Century,” he recalled the type:

There was, I am sure, neither worldliness nor cunning enough among the lot of us to run a successful candy store. But we had a vantage point. We were not inside the routines of human greed or social pretenses. We were without politeness. . . . We who knew nothing spoke out of a knowledge so overwhelming that I, for one, never recovered from it. Politicians were crooks. The leaders of causes were scoundrels. Morality was a farce full of murder, rapes, and love nests. Swindlers ran the world and the Devil sang everywhere. These discoveries filled me with a great joy.

Hecht himself became a famous reporter in town. After transferring to the Chicago Daily News, he wrote an innovative daily column called “1,001 Afternoons in Chicago.” He would wander about the city and spend time with “ordinary” people—an anticipation of the warm-spirited columns that Jimmy Breslin and Pete Hamill wrote years later about working-class New Yorkers. Barely in his twenties, he hung out in Chicago’s literary bohemia, drinking and exchanging ideas and manuscripts with Theodore Dreiser, Sherwood Anderson, Sandburg, and many other members of what became known as the Chicago Literary Renaissance. He wrote satirical stories for H. L. Mencken’s Smart Set and Margaret Anderson’s brilliant journal of new writing, The Little Review, and, in 1921, published an ambitious novel, Erik Dorn.” The book has some effective passages, in which a solitary man wanders through the flux of a great modern city, but the good moments get lost in endless political and erotic musing. As Adina Hoffman says, the style is all over the place—veering from modernist free association to pulpy bodice-ripping. Hecht published other experiments, including an obscene novel that appears to have been an attempt to get himself thrown in jail as a martyr to free speech. He lacked the patience and discipline for literature—though he might have become, if he had stuck to journalism, a second Mencken, dispensing pungently funny observations of everyone and everything. The best evidence of the road not taken can be found in “A Child of the Century.”

In his early twenties, Hecht married a fellow-reporter, Marie Armstrong, but within a few years took up with the writer and actress Rose Caylor, moving back and forth between the two women, which led each to write a book denouncing the other. Barrel-chested, fumy from cigars, a non-stop talker, Hecht was nevertheless some sort of prize. By the age of thirty, he had exhausted Chicago journalism. In 1924, he and Caylor, soon to be married, moved to New York, where they lived happily, if well beyond their means. Hecht set up a playwriting partnership with Charles MacArthur, another escapee from Chicago’s newspapers, and, for a while, joined the journalistic and theatrical wits of the Algonquin Round Table, some of them contributors to the fledgling New Yorker. He parted with them, he says, as an act of self-preservation. He was a writer still in search of a medium.

In late 1926, broke and lying in bed reading The Decline and Fall of the Roman Empire, he received what Hoffman describes as “the most legendary telegram in American movie history.” The message was from his friend Herman Mankiewicz, the future writer of Citizen Kane and another member, briefly, of the Algonquin group, who had moved to Hollywood earlier that year and was lonely for New York company:

will you accept three hundred per week to work for paramount pictures. all expenses paid. the three hundred is peanuts. millions are to be grabbed out here and your only competition is idiots. don’t let this get around.

When Hecht arrived in Hollywood, Mankiewicz laid down some rules of composition: “The hero, as well as the heroine, has to be a virgin. The villain can lay anybody he wants, have as much fun as he wants cheating and stealing, getting rich and whipping the servants. But you have to shoot him in the end.” Not all of this was true. No one would have mistaken the silent-film vamp Theda Bara for a virgin; tough, sexually aggressive women flourished in the talkies until the Production Code took hold, in 1934. But Hecht’s response is significant. He decided to “skip the heroes and heroines, to write a movie containing only villains and bawds,” as he recalls in his memoir. “I would not have to tell any lies then.”

His first script was for Josef von Sternberg’s silent gangster movie “Underworld” (1927), which Hecht claimed to have based on tales he was told by a Chicago stoolie he met by chance in the lobby of the Beverly Wilshire Hotel. He worked on the scenario for a week, creating two gangsters—one thuggish, one swank—and a flapper attracted to both, and von Sternberg turned the story into a darkly brooding composition of shadows and fleeting figures. Hecht, whose grasp of the visual nature of movies was never strong, dismissed von Sternberg’s distinctive directorial touches as “sentimental.” To his astonishment, the story of “Underworld” brought him an Academy Award. He initially refused the statue, and then promised to use it as a doorstop.

Howard Hawks’s “Scarface” (1932) has a different kind of poetry—the pell-mell fury of ceaseless gang war, with square-backed cars racing down dark, shiny streets, tommy guns blazing out of their open windows. Hecht knew from his reporting days that audiences loved flamboyant people who broke all the rules and then paid dearly for it, so he created, for Hawks, a story about the rise and fall of an unlettered thug, Tony Camonte (Paul Muni), who whistles a tune from Donizetti’s “Lucia di Lammermoor” when killing his enemies. Tony commits violence so suddenly that he takes your breath away; he dies under an electric billboard that says “the world is yours.”

The brutal and sardonic “Scarface” has served as the inspiration for many gangster movies, including, of course, Brian De Palma’s scabrous remake, from 1983, in which the same mocking epitaph shows up in lights borne aloft by a blimp. The pace of De Palma’s version, which stars Al Pacino as a Cuban-born drug dealer, is slow, the atmosphere either languorous or chainsaw-red violent. Hawks moved swiftly, and with malicious wit; so did Martin Scorsese, in another celebrated descendant, Goodfellas (1990), a gangster movie in the mode of vicious comedy, featuring the same kind of abrupt savagery as the Hawks film. In The Departed,” from 2006, Scorsese saluted the old movie yet again, putting the same passage from “Lucia” on the soundtrack.

“Scarface” came out a year after the first movie adaptation of “The Front Page,” a satirical Broadway farce that Hecht and MacArthur had concocted in 1928. This hard-charging comedy—Tennessee Williams, Kenneth Tynan, and Tom Stoppard all viewed it as a milestone—is set in a courthouse pressroom, where a heartless group of reporters sit around waiting for an anarchist schnook to be hanged. The men are like tangled electric wires, sparking one another into insult, retort, slander; they talk over and through one another, shouting at city-desk anchorites on the other end of the phone line. (“Listen, Duffy—I want you to tear out the whole front page. . . . To hell with the Chinese earthquake!”) The plot is a tempestuous male love story: the star reporter, a fellow named Hildy Johnson, wants to decamp for marriage and respectability, and his unscrupulous editor, Walter Burns, does everything he can to keep him on the paper. The material works best in the hetero movie version that Hawks directed in 1940, “His Girl Friday,” in which Cary Grant plays Walter Burns as a brilliant heel, while Rosalind Russell, in a striped suit, is Hildy, Walter’s ex-wife and the best reporter in town. Much of the Hecht-MacArthur language remains intact—we hear the relentless rhythm that Neil Simon picked up for “The Odd Couple” and many other comedies, all much softer than this one, along with the wised-up and dressed-down style of verbal combat that Aaron Sorkin came to specialize in.

What Hecht and MacArthur created became one of the prime archetypes in the movies of the thirties and after—the newspaperman as hero, a man without illusions, contemptuous of society and authority. Clark Gable played the role to the hilt in It Happened One Night; Spencer Tracy, James Stewart, Fredric March, and many other actors also played cocky reporters, while Jean Arthur and Katharine Hepburn, as well as Rosalind Russell, did the intrepid female versions. By the forties, violence and sexuality had been added to the plot, producing a new figure, the private eye, lonely but potent, intimate with criminal ways. Humphrey Bogart’s Marlowe is an insolent free man.

Hecht sensed that the growing urban audience of the Depression wanted the fast life; it wanted high-octane banter and sex as warfare. In another Hawks-Hecht collaboration, “Twentieth Century” (1934), the warfare passed into sophisticated slapstick: John Barrymore’s egotistical theatre producer roars at Carole Lombard’s actress, and she fights back with insults and ridicule. “Twentieth Century” was one of the movies that set the template for a new genre, the screwball romantic comedy, with its sparring lovers issuing taunts and epigrams—verbal mayhem that brushed aside the sentimental tone of conventional entertainment. The picture makes fun of religious fanatics; “Nothing Sacred,” the hit comedy that Hecht wrote for the director William Wellman in 1937, spoofs the monosyllabic folk in a small Vermont town, and then turns on the verbose, self-admiring swells in New York. Again, a newspaper setting: a star reporter, Wally Cook, and an editor, Oliver Stone, both hungry for sensational copy, convince themselves that a beautiful young woman is dying of radium poisoning; they foist this swindle onto their tearful and fascinated readers. When the truth comes out (the girl is perfectly healthy), the editor wails and the reporter rails:

Oliver: It’ll be worse than the French Revolution!

Wally: I hope I’m here when it breaks. I’m gonna make one speech to our dear readers before they carry our heads off on a pike. I want to tell them that we’ve been their benefactors. We gave ’em a chance to pretend that their phony hearts were dripping with the milk of human kindness.

The satire is all-encompassing: journalists and their readers get scuffed, and so do hostile little children and high-principled women who refuse to admit that they’ve been taken in. “Nothing Sacred” is Hecht’s Sinclair Lewis novel on film.

What was his problem with Hollywood, anyway? Hoffman puzzles over it at length. Inventing genres, character types, and moods, Hecht was a major creative figure. For years, he was the best-paid writer in town, a celebrity in his own right. He even enjoyed, at least a little, the atmosphere of studio collaboration—“You wrote with the phone ringing like a firehouse bell, with the boss charging in and out of the atelier, with the director grimacing and grunting in an adjoining armchair”—which sounds a bit like the newsrooms that he relished, and hardly like forced labor with a pickaxe. In any case, he never stayed very long. He made more than twenty trips to the West Coast (taking servants, oil paintings, and records with him), enjoying abundant food and drink when he wasn’t working, and then hastening back to Nyack, a town on the Hudson twenty-five miles north of New York, where he and Rose lived near MacArthur and his wife, the actress Helen Hayes.

Many good and great writers, including Nathanael West, Dorothy Parker, Lillian Hellman, F. Scott Fitzgerald, and William Faulkner, were lured to Hollywood in the thirties and forties by easy money and by the chance to do something exciting in a still young art form, only to come away frustrated, even disgusted. But Hecht had few illusions to lose. As a screenwriter, he stuck to the newspaperman’s ethos of working fast and not caring much (or seeming not to care much) about the results. By exercising his right of contempt, he succeeded, at least in his own mind, in not becoming a victim, though he may have become something else—a cynic who undervalued the art that he helped produce.

Or was he just pretending? No one who was completely jaundiced could have worked on so many good pictures. Nor would he have attempted to direct movies himself—seven in all, some of them made with MacArthur in the Astoria studio, in Queens, and a couple made in Hollywood—including Angels Over Broadway,” with Rita Hayworth and Douglas Fairbanks, Jr. None of them, alas, is very good. His direction lacks rhythm and pace, and, as Hoffman says, the dialogue in his own movies grew florid. The truth is that he needed the demands of popular storytelling, and even the meddling of vulgarian producers, to do his best work. Irony is central to Hecht’s temper, but his life was enfolded in an irony that he couldn’t admit: what he respected (literature) he couldn’t pull off, and what he scorned (writing movies) he excelled at. He’s a little like Sir Arthur Sullivan, who wanted to be the British Mendelssohn and produced dull symphonic pieces and choral music, only to attain immortality with the scintillating comic operettas that he wrote with W. S. Gilbert. This kind of split between talent and aspiration can be sad or comical, depending on how much the artist suffers. The writer who described himself as “an errand boy with an oil magnate’s salary” did not suffer, but, in Hollywood, he was never whole, never satisfied, never quite a man he could admire.

Hecht was not religious in any way, and ignored Jewish organizations and political causes in general. But in 1937 and 1938, as the threat to European Jews grew, he wrote a collection of tales on Jewish themes, called A Book of Miracles.” In one of the fables, Americans opened their newspapers and discovered that “five hundred thousand Jews had been murdered in Germany, Italy, Rumania, and Poland. Another million or so had been driven from their homes and hunted into forests, deserts, and mountains.” Hecht anticipated the Holocaust, as it was eventually called, and he was enraged a few years later when it was actually happening and few Americans wanted to hear about it. In November, 1942, the State Department confirmed reports that two million Jews had been murdered, with no end in sight; the Washington Post put the news on page 6, the Times on page 10. The Times continued to downplay the Jewish catastrophe throughout the war. (In 2001, Max Frankel, a former executive editor of the paper, called the negligent coverage “the century’s bitterest journalistic failure.”)

As a teen-age picture thief, Hecht had made use of other people’s identities. In the war years, he became obsessed with preserving and asserting an identity of his own. Memories of the big families and bustling social life of his childhood came flooding back, and, sick of Jewish victimhood, he issued blistering articles and sarcastic newspaper ads about the slaughter, intended to awaken American Jews from complacency. He also created a memorial pageant for the dead, staged in Madison Square Garden, and a play devoted to the Zionist cause, both with music by Kurt Weill, and both widely seen; he propagandized for the Irgun, a Jewish paramilitary group in Palestine which was committed to violence against the British, who controlled the territory. Hecht became so pugnacious in his attacks that his films were later boycotted in the United Kingdom. In America, established Jewish groups and even friends turned against him. If the Lower East Side had spoken, it would have called him a kochleffel, meaning, literally, a cooking spoon—a man who stirs the pot.

His new fervor also produced a great screenplay. In Hitchcock’s “Notorious” (1946), a seemingly worthless party girl (Ingrid Bergman) goes to work after the war for an American intelligence agent (Cary Grant) and penetrates a dangerous Nazi circle in Brazil. Hecht refined and subtilized the banter of the old screwball comedies into ironic japery, and Hitchcock directed with an unparalleled mastery of sexual tension. The party girl finds a useful life, even redemption, and Hecht, with this anti-Nazi movie, may have wanted to do the same for himself.

After the war, ensconced in Nyack, he wrote plays, more fiction, angry reflections on Jewish identity and the new state of Israel (a country he perversely never visited). And, in 1954, he published “A Child of the Century,” that vast compendium of period evocation, juiced anecdotes, and dubious philosophy. Hecht’s fiction can’t be revived, but “Child,” a book both candid about appetite and generous in portraiture and appreciation, could be strategically edited into an American classic, a stepchild of Mark Twain’s autobiography.

Meanwhile, until he died of a heart attack, in 1964, Hecht continued to work on film scripts. But the British boycott had crippled his commercial reputation; his price had fallen, and he often labored under pseudonyms, like a blacklisted screenwriter. And Hollywood changed: the studio bosses Hecht had ridiculed were dead or gone; censorship had partially faded; the old genres had become heavily psychological, while the new crop of sex comedies were often obvious and gross. Although the movies were made with slightly more freedom, Hecht’s talent for cynical satire no longer fit, and, apart from a few noirs for Otto Preminger, he produced little of value. He was both the crown prince and the natural-born jester of the old system. The court changed beyond recognition, but his laughter still rings out loudly enough for anyone to hear. ♦

  • David Denby has been a staff writer and film critic at The New Yorker since 1998.

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