El Gran Terror (IV)
Burgueses trabajando en la Rusia soviética. (wikimedia)
Este es el cuarto de una serie de cinco artículos que recorren con mirada crítica los primeros 20 años de la Revolución rusa
Con el aplastamiento del campesinado se cerraba el ciclo de las grandes «luchas de clase» que llevan a la formación de la primera sociedad totalitaria que se haya conocido. Ya nada quedaba fuera de la órbita de poder del partido-Estado. El terror se había desencadenado de manera tan amplia y efectiva que la sociedad soviética se había transformado en una sociedad donde el temor siempre estaba presente. Quedaba, sin embargo, un episodio más para que el sistema llegase a su culminación. El partido-Estado mismo debía ser aterrorizado hasta un punto tal que se hiciese evidente que nadie estaba a salvo del terror. Con ello, la élite gobernante sería disciplinada con la ayuda del mismo látigo que le había aplicado al resto de la sociedad. Se llegaría de esta manera al reino absoluto de la desconfianza, la inseguridad y el miedo, del cual ni siquiera el mismo Stalin decía sentirse a salvo, a tal punto que un día le confesaría al mariscal Zhúkov: «Tengo miedo de mi propia sombra».
La creación de un sistema aterrorizante y aterrorizado, donde nadie está fuera o por sobre el mismo es, más allá de los delirios paranoicos de Stalin, el sentido del Gran Terror, ese gran final del camino hacia el totalitarismo que en lo aberrante de su brutalidad superaría, aunque cueste creerlo, todo lo que hasta allí había ocurrido. Es por ello mismo que las confesiones de las víctimas y el carácter público de los procesos que caracterizan al Gran Terror serían tan importantes. Se las podría haber eliminado sin dificultad ni demora en secreto, pero eso no era lo que se buscaba. Una de las finalidades de los grandes procesos era mostrar que incluso las víctimas estaban sometidas al sistema. Su muerte en rebeldía, con la altivez de quien desafía a todo y a todos, hubiese sido una derrota inadmisible para un sistema que no renunciaba a dominar incluso a quienes estaba a punto de destruir.
Las confesiones de las víctimas y el carácter público de los procesos que caracterizan al Gran Terror fueron tan importantes
El primero de los grandes procesos se inició el 19 agosto de 1936 en la gran Sala Octubre de la Casa de los Sindicatos de Moscú. Su punto de arranque fue la reapertura del proceso por el asesinato de Serguéi Kírov, jefe del partido en Leningrado e íntimo amigo de Stalin, el 1 de diciembre de 1934. Las figuras centrales del mismo fueron dos de los más afamados bolcheviques de la vieja guardia, Lev Kámenev y Grigori Zinóviev, junto a otros catorce destacados líderes comunistas. La planificación de este primer juicio-espectáculo fue cuidadosa y su elemento central fue la confesión de los imputados. Meses de encarcelamiento y presiones sin límite condujeron al fin deseado: 15 de los 16 imputados confesaron públicamente sus «actividades terroristas» y se declararon culpables como cabecillas del «Centro contrarrevolucionario trotskista-zinovievista» que habría planeado los asesinatos de, entre otros, Stalin, Voroshílov, Zdánov y Kaganóvich. La condena a muerte de todos los acusados se basó, tal como en los juicios venideros, casi exclusivamente en sus propias confesiones.
Luego siguieron dos procesos igualmente espectaculares contra otros bolcheviques destacados. El primero de ellos, en enero de 1937, contra el «Centro paralelo antisoviético trotskista», supuestamente encabezado por Karl Radek, Yuri Piátakov y Grigori Sokólnikov, y el segundo, en marzo de 1938, contra el «Bloque antisoviético trotskista-derechista», dirigido según sus acusadores por el célebre Nikolái Bujárin, a quien Lenin en su momento había llamado «el delfín del partido«, y el ex primer ministro Alexéi Rýkov.
Estos grandes procesos fueron, a su turno, seguidos por un sinfín de microprocesos por todos los rincones de Rusia que diezmaron sin piedad las huestes del partido afectando a unos 850.000 militantes según los cálculos de Leonard Schapiro ( The Communist Party of the Soviet Union, 1970). De los 139 miembros titulares o suplentes del Comité Central elegido en el congreso de 1934 un total de 98 fueron ejecutados y de los 1.966 delegados que asistieron a ese congreso 1.108 fueron arrestados y casi todos ellos murieron ejecutados o en los campos de trabajo forzado. Desde 1937 Stalin comenzó a administrar el terror de la misma manera que administraba la economía planificada, es decir, asignando cuotas de «enemigos del pueblo» que cada región o provincia de la Unión Soviética debía arrestar, especificando además, con números precisos, cuántos de ellos debían ser condenados a muerte y cuántos debían pasar a engrosar el contingente del Gulag. Este mismo fue transformado radicalmente en 1937 en un verdadero campo de exterminio, donde se obligaba a muchos prisioneros a trabajar hasta morir exhaustos o eran simplemente ejecutados. Al mismo tiempo, muchos de los comandantes de los campos de concentración fueron también víctimas del terror, particularmente en relación con el proceso contra Bujárin en 1938. Pero no se los ejecutó por los crímenes cometidos en los campos que administraban sino por lo contrario, por no haber sido lo suficientemente efectivos en la explotación de los millones de esclavos que por entonces poblaban el Gulag.
El sonido seco del piolet del agente de Stalin, Ramón Mercader, cayendo sobre la cabeza de Lev Trotski puso fin, en agosto de 1940, a lo que fue –a su manera– una brillante generación de revolucionarios
El momento culminante del proceso masivo de represión y exterminio fue alcanzado entre julio de 1937 y noviembre de 1938. El punto de partida fue la resolución del Politburó del 2 de julio Sobre los elementos antisoviéticos. A partir de ella se emitirán un grupo considerable de órdenes de exterminio, de las cuales la más conocida es la 00447 de fines de julio, fijando detalladamente las cuotas de personas a ejecutar y deportar. El total de víctimas de las operaciones de represión masiva que desencadenó esta orden es de 767.397 condenados, de los cuales 386.798 fueron sentenciados a ser ejecutados. Otras órdenes, como la 00485 contra polacos residentes –conocida como «Operación polaca»– y la 00439 dirigida contra residentes alemanes –»Operación alemana»– arrojaron 139.835 y 55.005 condenas respectivamente, de las cuales 111.091 y 41.989 fueron a muerte. Fuera de esas operaciones se desarrollarían acciones masivas contra otras minorías, como los letones, rumanos, finlandeses, iraníes, afganos, griegos, estonios, búlgaros, etcétera. El total de ejecutados se calcula hoy en poco más de 680.000 personas y el total de víctimas fatales, incluyendo los muertos en las cárceles y los campos de concentración, en unos dos millones.
Algún tiempo después tuvo lugar el último acto de la tragedia de los grandes gestores del golpe bolchevique de octubre de 1917. El sonido seco del piolet del agente de Stalin, Ramón Mercader, cayendo sobre la cabeza de Lev Trotski puso fin, en agosto de 1940, a lo que fue –a su manera– una brillante generación de revolucionarios. Con la muerte de Trotski solo quedaba en vida un miembro del Comité Central que había dirigido al partido bolchevique en octubre de 1917: Stalin. Del resto, solamente uno no había sido asesinado: Lenin.