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El historiador militante

Hasta el siglo XX, la imagen de los historiadores remitía a una vida entre viejos papeles y gabinetes atestados de libros. Historiadores de archivo y universidades fueron Jules Michelet y Jacob Burckhardt. A lo sumo la figura del historiador viajero, tipo Alexander von Humboldt o Alexis de Tocqueville, o la del político profesional, al modo de Thomas Macaulay o François Guizot, que escribía sacando tiempo al ministerio o la tribuna, matizan la predominante visión del historiador letrado.

El siglo XX verá nacer, frente a esos arquetipos, al historiador militante. Una versión del oficio que se cumplió en algunos de los grandes maestros de la historiografía de la pasada centuria como Marc Bloch, fundador de los Annales, que se sumó a la resistencia antifascista en Francia y fue torturado y fusilado por la Gestapo en 1944, o como Bronisław Geremek, el brillante medievalista polaco, alumno de Jacques Le Goff y Georges Duby en París, que se convertiría en uno de los principales líderes del sindicato Solidaridad en los años ochenta.

A la misma estirpe pertenece el prolífico y versátil historiador británico Eric Hobsbawm. Descendiente de judíos polacos y austriacos, de apellido original Obstbaum, este pensador ineludible nació en Alejandría, Egipto, donde su padre era funcionario del servicio postal y telegráfico, operado por los británicos. El futuro historiador vendría al mundo en 1917, año de las revoluciones de febrero y octubre en Rusia, hechos decisivos en su vida privada y pública, su trayectoria política y su vocación académica.

La muy detallada biografía de Richard J. Evans, historiador británico que ha dedicado varios libros al estudio del Tercer Reich, persigue al niño Hobsbawm, huérfano de padre y madre a temprana edad, por sus diversas ciudades de residencia: Alejandría, Viena, Berlín, Londres. Aquella peregrinación por la Europa de entreguerras sería crucial para un académico que se propuso contar la historia del mundo moderno desde la perspectiva marxista.

A pocos meses de la llegada de Adolf Hitler a la cancillería de Alemania, Hobsbawm se estableció con sus tíos Sidney y Gretl en Londres. Poco antes de su partida de Berlín, recuerda Evans, asistió a una de las últimas manifestaciones del Partido Comunista alemán, el frente del Reichstag, encabezada por Ernst Thälmann. Su formación básica en St. Marylebone Grammar estuvo poderosamente en deuda con la literatura británica y europea. El joven Eric leyó con pasión a Kipling y a Eliot, a Chaucer y a Coleridge, pero también a Maupassant, Proust y Mann. La literatura dotó al futuro historiador de una prosa narrativa, mientras el marxismo, que leyó en todas sus variantes desde muy joven, aportó sentido analítico e interpretativo a sus escritos.

A los diecisiete años, ya Hobsbawm, que dominaba fluidamente el alemán, el inglés y el francés, había leído El capitalEl 18 brumario y La lucha de clases en Francia de Marx, el Anti-Dühring El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado de Engels, Materialismo y empiriocriticismo El imperialismo, fase superior del capitalismo de Lenin. Su aproximación al socialismo era, desde entonces, muy flexible, ya que así como tenía una percepción crítica del Curso breve de Stalin, seguía de cerca los escritos de George Bernard Shaw y los artículos de Walter Duranty sobre la Unión Soviética en The New York Times.

Afiliado inicialmente al Partido Laborista, el joven intelectual viajó a París, en el verano de 1936, donde observó tanto el avance del fascismo en Europa como la proliferación de tendencias “comunistas, socialistas e izquierdistas”, sin excluir el trotskismo. Evans da mucha importancia a aquel viaje a París, donde Hobsbawm entró en contacto, además, con las vanguardias artísticas (dadaístas, surrealistas, cubistas; Breton, Éluard, Ernst, Picasso…) y avivó su pasión por el jazz. Al momento de su ingreso en el King’s College, en Cambridge, en 1936, que coincidirá con el estallido de la Guerra Civil en España y los gobiernos conservadores de Baldwin y Chamberlain en Gran Bretaña, el joven Hobsbawm era ya un marxista y un comunista heterodoxo.

Observa Evans que no era contradictoria aquella orientación filosófica y política con la pertenencia al Partido Laborista. De hecho, esa afiliación se veía autorizada por la máxima dirigencia soviética que, en el séptimo congreso de la Internacional Comunista, en el verano de 1935, había llamado a crear “frentes únicos” antifascistas. Durante sus años en Cambridge, Hobsbawm comenzará a acercarse más abiertamente al comunismo y en los años cuarenta integrará, junto a E. P. Thompson y Christopher Hill, el Communist Party Historians’ Group. Según Evans, Hobsbawm llegó a defender el pacto Molotov-Ribbentrop en 1939 porque, a su juicio, propiciaría el “aislamiento de Hitler”, cosa que no sucedió.

En 1940, el joven historiador fue reclutado por el ejército británico y destinado a varias sedes de la Army School of Education en Yorkshire, Bulford, Salisbury y otras ciudades. Su activismo en publicaciones y círculos intelectuales del ejército le valieron la vigilancia del mi5, que Evans documenta en detalle. Su visión de las tropas soviéticas, que privilegiaba sobre el papel de los aliados, fue siempre triunfalista. Tras la derrota de las potencias del eje, el sargento Hobsbawm, cada vez más involucrado en el comunismo militante, estaba listo para acompañar, por el flanco izquierdo, al gobierno del primer ministro laborista Clement Attlee.

Evans destaca el hecho revelador de que justo en el periodo del arranque de la Guerra Fría en Gran Bretaña, cuando mejores condiciones había para un paso a la militancia comunista, Hobsbawm decidiera convertirse en un historiador profesional. Contratado en Birkbeck College a fines de los cuarenta, inició su larga producción historiográfica con Labour’s turning point (1948), a la que siguieron The rise of the wage worker (1953) –obra nunca publicada– y múltiples artículos en Economic History Review Past and Present. A partir de entonces quedó claro que la militancia a la que aspiraba Hobsbawm es la que se ejerce desde la historia profesional.

Aunque no abandonó el Partido Comunista tras la invasión soviética de Hungría, en 1956, como haría su colega E. P. Thompson, Hobsbawm advirtió del proceso de burocratización de los socialismos reales en la URSS y Europa del Este que siguió a la desestalinización. Sus notas sobre jazz para New Statesman, con el pseudónimo de Francis Newton, recogidas en el volumen The jazz scene (1959), y su brillante estudio Primitive rebels (1959), trasmiten a cabalidad una ubicación teórica, historiográfica y política muy lejana al dogmatismo marxista-leninista soviético.

Con la aparición de The age of revolution (1962), el primero de un ciclo historiográfico de enorme valor interpretativo y didáctico, que abarcó la conformación del mundo moderno entre los siglos XVIII y XX y que culminó con The age of extremes (1994), Hobsbawm se afincó definitivamente en el campo académico. Pero su gran proyecto de historia moderna no le impidió mantener el interés en aspectos puntuales de la sociedad capitalista como el mundo del trabajo y los trabajadores, las revueltas campesinas y la Revolución industrial, los bandidos y los revolucionarios, las naciones y los nacionalismos, la invención de las tradiciones y los debates teóricos del marxismo.

En su tramo final, la biografía de Evans pierde impulso y aunque se mencionan los viajes de Hobsbawm a América Latina y su participación en el Congreso Cultural de La Habana de 1968, su papel en los debates de la Nueva Izquierda queda desdibujado. Sus artículos y polémicas en publicaciones como Monthly Review New Left Review, tan importantes para crear una alternativa de izquierda al liberalismo y el marxismo ortodoxos, son glosados superficialmente. Mucho mejor captada está la reacción suspicaz de Hobsbawm al triunfalismo occidental que siguió a la caída del Muro de Berlín y su defensa final del marxismo como una tradición de pensamiento crítico capaz de dar respuestas al siglo XXI. ~

 

Eric Hobsbawm. Una vida en la historia

Richard J. Evans

Traducción por Traducción de Ariel Magnus

Crítica

Buenos Aires, 2021, 880 pp.

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