Ernesto Guevara, allá por la primera década de la revolución cubana, aspiró a la aparición de un hombre especial, el hombre imprescindible para la construcción del socialismo con su carga de justicia social, ilustración y quizás otros atributos ineludibles para una mente egocéntrica que creía haber ganado, en la lucha guerrillera, una clarividencia definitiva. A aquel hombre lo definió como el hombre nuevo.
Sorprende en el tipo de revolucionario que prevaleció luego del primero de enero de 1959, la fruición con que aceptó que para construir una sociedad nueva hacía falta un ser humano diferente y la determinación con que se lanzó a obtenerlo sin descartar purgas sangrientas dentro de los mismos movimientos armados por los que habían llegado al poder.
Con el fracaso económico que la revolución redirigida o el castrismo le procuraron a nuestro país, el sujeto de laboratorio del comandante Guevara se estancó en una lucha por la comida y la sobrevivencia que le agotó cualquier afán trascendente en pos de una jaba de picadillo y tres jabones. Los cubanos debimos conformarnos con una alimentación dirigida e indigerible en la que el huevo tenía un papel central.
Panes grises sin sal ni grasa, puñados de frijoles duros y empedrados, arroz partido, café mezclado con cantidades variables de chícharos o frijoles, extrañas masas de carne de color mudable y sabor nauseabundo, rones y cervezas adulterados repartidos a granel, y huevos, siempre el huevo coronando nuestra dieta. Para llevar al ser humano a semejante dependencia hizo falta reducirle el tamaño de sus manos, la velocidad de sus piernas, la presteza de sus reflejos y el altruismo de su corazón. Todos los tiempos del hombre huevo fueron convertidos en tiempos difíciles y si no dejó de andar fue porque hizo falta llenar la barriga.
Así crecieron nuestros padres, a los que la revolución sorprendió niños y el castrismo atenazó adolescentes. Así nacimos y crecimos nosotros, los que hoy merodeamos los 40 y no pocas veces hemos caminado kilómetros en pos de cartones de 30 huevos. Y así crecen los niños de hoy, prefiriendo el huevo frito de entre nuestros símbolos patrios.
Desencantado y cada vez con menos esperanzas de llegar a su superhombre a partir del hombre huevo, el burócrata regresó al uniforme, se inventó la teoría del foco guerrillero, tontería a la que acompañó con un puñado de hombres, y se lanzó a engrasar la «fría máquina de matar».
Pero el hombre huevo no resultó un estorbo para Fidel Castro. Los sociópatas, si bien tienen ambiciones análogas, son estimulados por sentimientos distintos. A diferencia de Ernesto Guevara, que se complacía con la idea de crear, el Comandante en Jefe se solazaba con el amor de lo creado. El hombre huevo, que era solo una maqueta en los tiempos en que el comandante Guevara simultaneaba la rectoría del Ministerio de Industrias, el Banco Nacional y los pelotones de muerte, fue desarrollado a cabalidad por el Comandante en Jefe.
Su progreso se obtendría asistiendo a las movilizaciones en loor de Fidel Castro por una cajita de comida, arriesgando su vida para satisfacer las necesidades macedónicas del Alejandro cubano, y trocando valiosas joyas por un televisor en colores para engrosar el bolsillo de generosidad transnacional del magnate revolucionario.
Pero para consumar al hombre huevo era necesario que su principal alimento deviniera objeto de agresión, movilización aviesa y estigma. El escarnio no se consuma si no se degrada lo que nos resulta preciado. Ello llegaría en 1980, momento en que miles de cubanos que deseaban emigrar fueron agredidos con huevos en medio de una cacería de la que aún hoy no se reponen siquiera muchos de sus espectadores. Cuando en 1988 Juan Carlos Tabío dirigió la película Plaff —onomatopeya de la cáscara del huevo al romperse— el hombre huevo estaba perfilado y el cineasta lo incrustó en nuestra historia del arte.
No terminó allí la distopía castrista, la URSS dejó de existir y en el hambre que sobrevino hasta el huevo resultó preciado. Una escena cotidiana en los días que corren es aproximarse a la casa con dos cartones de huevos y que alguien pregunte dónde los están vendiendo. Las respuestas más naturales son las disuasorias «había en tal lugar pero ya se acabaron», «en tal lugar lejos de aquí» o «me los vendieron en mi trabajo».
Para superar su condición el hombre huevo no deja de aventurase en la búsqueda de sitios adonde irse a residir, ni de contratar su fuerza de trabajo en tierras extrañas, aceptando muchas veces la administración del Estado que lo llevó a tal condición. Es la realidad de nuestros médicos, que son separados de sus familias como antaño los negros africanos y llevados a cualquier parte por un puñado de dólares, que igual malbaratarán al regresar pagando miles por vehículos usados y bienes a sobreprecio.
Hoy, en el Cementerio de Santa Ifigenia, las cenizas de Fidel Castro se encuentran empotradas en un monolito de forma ovoide a la altura del espacio que correspondería al corazón de estar viva la piedra. Es justo, el hombre huevo es la única creación de la que Fidel Castro se podría enorgullecer, y la roca funge como su representación alegórica.