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El humanismo misántropo de Alexander Payne

Los protagonistas de “Los que se quedan”, la más reciente película del director estadounidense, son el tipo de personajes que han poblado sus cintas anteriores: criaturas rebasadas por su entorno social, a las que no se les niega la posibilidad del aprendizaje y la redención.

 

Desde el momento en que empiezan a correr los créditos iniciales de Los que se quedan (The Holdovers, E.U., 2023), séptimo largometraje del comediógrafo fílmico Alexander Payne, el director de Nebraska (2013) –estado en el que nació hace 62 años– deja claro el tipo de puesta en escena que veremos a continuación. La tipografía del título de la cinta, los dominantes colores marrones del paisaje invernal de Massachusetts, la textura de la imagen que nos remite a los añorados 35 mm, el súbito uso del zoom para acercar al espectador a la primera escena y, después, la profusa utilización del perdido arte de la disolvencia cinematográfica, nos remiten de inmediato a una época distinta. Más aun: a otro tipo de cine. Y sí, si usted se fijó, se fijó muy bien: en la parte inferior del encuadre en el que aparece el título “The Holdovers”, la fecha de producción que aparece en números romanos es MCMLXXI (1971), no MMXXIII (2023).

Como Payne ha dicho en algunas entrevistas, Los que se quedan no es una película de época ubicada en los años 70 del siglo pasado, sino una historia que sucede en 1971 y está narrada con la sensibilidad estética y temática de esa época. Por su anacrónica puesta en imágenes y su antisentimental discurso cómico/dramático, este filme de Payne busca emparentarse con algunas de las cintas hollywoodenses más significativas de inicios de los años setenta, como las road-movies y buddy-movies El último deber (Ashby, 1973) y Espantapájaros (Schatzberg, 1973), con sus patéticos personajes acorralados por las circunstancias que, de todas maneras, nunca renuncian a la posibilidad de ser libres.

 

 

 

Estamos en algún lugar de Massachusetts, muy cerca de Boston, en diciembre de 1970. Se acerca la Navidad y en Barton, un exclusivo internado fundado en 1797, todos los estudiantes preparatorianos están listos para irse de vacaciones a su casa, a excepción de media docena de pobres niños ricos que son condenados a pasar Navidad y Año Nuevo con Paul Hunham (Paul Giamatti con su nominación al Oscar en la bolsa), el misántropo profesor de historia grecorromana que tiene la ingrata responsabilidad de vigilarlos esos días. La tortura mutua termina cuando el padre de uno de los muchachos se presenta en el lugar, cual prominente funcionario peñanietista con todo y helicóptero en ristre, para recoger a su hijo y a todos sus compañeros. No a todos: la excepción es el desafortunado quinceañero Angus Tully (el debutante Dominic Sessa), quien tiene que mantenerse recluido en Barton porque su madre no está disponible para otorgarle el debido permiso. De esta manera, el rebelde Tully –quien ha sido expulsado de tres colegios anteriores– tendrá que pasar las fiestas decembrinas con el hosco profesor Hunham y la claridosa cocinera Mary Lamb (Da’Vine Joy Randolph, segura ganadora del Oscar).

Dice el dicho que no se puede elegir la familia en la que se nace. Los que se quedan tiene como objetivo cómico-dramático matizar esta afirmación: a lo largo de esos últimos días de 1970 y primeros de 1971, el guion original de David Hemingson, veterano escritor televisivo debutando en el cine, nos presenta la lenta conformación de una excéntrica familiar nuclear formada por el rechazado/rechazante profesor de historia, que por padecer cierto desorden hormonal huele siempre a pescado, la melancólica cocinera afroamericana que no pudo salvar a su único hijo de Vietnam por no tener dinero para pagarle la universidad, y el talentoso jovencito ingobernable cuya presencia le estorba a su mamá y a su nuevo marido. En esos días, primero encerrados todo el tiempo en Barton y después en una escapada hacia la cercana Boston, los tres tendrán oportunidad de ajustar cuentas uno con otro, pero, aún más importante, con ellos mismos, con su pasado y su futuro.

Arriba anoté que la historia de Los que se quedan provino de una idea original de David Hemingson. En realidad, no es así: aunque el primer borrador sí tenía que ver con las experiencias personales de Hemingson en una exclusiva preparatoria privada muy similar a la ficticia Barton, lo cierto es que cuando Payne leyó ese primer acercamiento –que además estaba destinado a ser el piloto de una serie televisiva–, el cineasta le propuso al escritor cambiar todo el sentido de la historia, partiendo de un antiquísimo y conmovedor melodrama francés navideño dirigido por Macel Pagnol, Merlusse (1935), en el que el odiado profesor (Henri Poupon) de un internado tiene que pasar Nochebuena con una veintena de chamacos cuyos padres no pasaron a recogerlos. Si el lector revisa esa olvidada pero encantadora película de Pagnol –se puede encontrar en la red– verá que Payne y Hemingson tomaron algo más que la simple premisa navideña: al igual que en Merlusse, el temido y aborrecido profesor de Los que se quedan despide un fuerte olor a pescado, no se encuentra en la mejor posición frente a sus superiores y hasta tiene un ojo distintivo –uno de vidrio en el filme de Pagnol, un ojo vago en la película de Payne– que desconcierta a quienes lo ven.

En todo caso, más allá de este homenaje/saqueo a Pagnol, Payne ha hecho muy suyo el personaje central del filme francés, por más que el guion haya sido firmado solamente por Hemingson. Se trata de la marca de fábrica de Payne: el cineasta doblemente oscareado parte siempre de una fuente literaria o argumental para apropiarse del tipo de historia que le interesa, centrada en personajes siempre rebasados y no pocas veces derrotados por su implacable entorno social, como el resentido profesor preparatoriano Matthew Broderick de su ópera prima La trampa (1999), el desconcertado trabajador jubilado Jack Nicholson de Las confesiones del Sr. Schmidt (2002), el irascible enólogo aficionado Paul Giamatti de Entre copas (2004) o el rencoroso anciano alcohólico Bruce Dern de Nebraska.

El Paul Hunham de Giamatti pertenece por derecho propio a esta misma estirpe de personajes misántropos que ven la vida, como lo dice él mismo en cierto diálogo clave, como si fuera la escalera de un gallinero: “corta y llena de mierda”. Con todo, Payne nunca le niega la posibilidad del aprendizaje ni la redención a sus devastadas criaturas: al igual que el incomprendido profesor “merluzo” de Pagnol, el odiado maestro de Los que se quedan se ha resignado a ser temido siempre que sea respetado. Su inseguridad la oculta tras sus filosos sarcasmos dirigidos a los estudiantes, su desconfianza ante cualquier comportamiento amable o ese ridículo snobismo académico que le hace citar a Julio César a la primera provocación o pensar que las Meditaciones de Marco Aurelio es el perfecto regalo para Navidad.

Por lo mismo, cuando conocemos realmente de qué están hechos los tres personajes protagónicos de Payne, los secretos que ocultan, el dolor que arrastran, de lo que pueden ser capaces, esa laboriosa misantropía con la que han sido construidos aparece como lo que siempre ha sido en el cine de Payne: una simple máscara, un mero disfraz, con el que se busca no ser lastimado. El humanismo misántropo de Payne –valga el oxímoron– siempre le deja la puerta abierta a sus personajes para que demuestren que pueden ser mejores, por más que al hacerlo puedan salir dañados. De hecho, esta es la condición por la que acceden a su humanidad escondida: aceptando la fragilidad propia y la de los demás. Me solidarizo con el otro, luego existo. No hay de otra en esta “escalera de gallinero” que es la vida. ~

 

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