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El imparable avance del crimen organizado

Las mafias se extienden por toda la geografía americana y se infiltran en la política democrática. Corremos el riesgo de que las instituciones estén al servicio de intereses espurios y de que surja una demanda de caudillos para contener la delincuencia.

Fotografía: Tropas del ejército en Veracruz ante la ola de violencia. © Édgar Escamilla/EFE via ZUMA Press

El video muestra a Fernando Villavicencio saliendo de un colegio en el distrito financiero de Quito, la capital de Ecuador, en la tarde del 9 de agosto después de un mitin de su campaña presidencial. Un par de guardaespaldas lo escoltan hasta su camioneta y abren la puerta. Justo cuando Villavicencio se inclina para entrar se escucha el ruido seco de una ráfaga de detonaciones. El candidato a la presidencia, un periodista convertido en activista contra la corrupción y el crimen organizado, muere antes de llegar al hospital. Minutos antes había dicho a sus seguidores: “Nada es gratis. Esta democracia nos ha costado vidas.” Costó la suya.

Cuando me enteré de este acontecimiento, pensé inmediatamente en otro candidato presidencial asesinado en un mitin de campaña en el norte de Bogotá en 1989. A diferencia de Villavicencio, Luis Carlos Galán era el seguro ganador de la elección presidencial colombiana de 1990. Sus verdugos eran sicarios de Pablo Escobar, el mayor narcotraficante de la época. La ofensiva sangrienta de Escobar contra el Estado de derecho y contra la extradición de los narcos a Estados Unidos (“mejor una tumba en Colombia que una cárcel en Estados Unidos”, dijo) segó la vida de decenas de políticos, jueces y periodistas colombianos. Como periodista que cubría los países andinos, conocí a varias de las víctimas: me impresionaron tanto su valentía como su fatalismo ante las consecuencias de su sentido del deber moral.

Casi 35 años después la pregunta es si su sacrificio fue en vano. Con la ayuda de media docena de agencias de inteligencia de Estados Unidos, las fuerzas de seguridad colombianas liquidaron a Escobar en 1993, una persecución que narra vivazmente Mark Bowden en su libro Killing Pablo. Su error fue desafiar abiertamente al Estado. Sus rivales y sucesores confiaron más en la plata que el plomo: llegaron a corromper hasta la tercera parte del Congreso colombiano. Gracias a la valentía de fiscales y algunos políticos y periodistas, varios legisladores fueron encarcelados.

Hubo también mucha complicidad en la sociedad como Gustavo Petro, el actual presidente, señaló en una autobiografía publicada hace dos años: “de algún modo, los dineros del narcotráfico y de la corrupción han fluido dentro del país de manera voluntaria. Al final, quizás los colombianos de clase media e incluso de muchos sectores populares perciben que tienen una mejor vida porque ese capital circula en las calles”. No es difícil ver la misma valoración detrás de la política de Andrés Manuel López Obrador de enfrentar al narcotráfico con “abrazos y no balazos”.

Pero cerrar los ojos no es una política pública. El drama de toda América Latina hoy es el crecimiento imparable del crimen organizado. Hay dos dimensiones especialmente preocupantes. En primer lugar, se ha difundido por toda la geografía americana. No es solo un problema colombiano, andino o hasta de México, donde las mafias empezaron a dominar el negocio de la cocaína en los años noventa. Ya se extiende por todo Brasil y el Cono Sur: el negocio del suegro de Lionel Messi fue atacado por narcos hace poco en Rosario, Argentina; ha habido tiroteos en barrios residenciales de Santiago de Chile; y el narcotráfico se ha coordinado con guerrillas en tierras mapuches en el sur del país. Asimismo, el crimen organizado ya tiene una presencia importante en la Amazonia, donde dificulta la lucha contra la deforestación (y por lo tanto contra el cambio climático).

En segundo lugar, las mafias obtienen una penetración cada vez más amplia de la política democrática. En México Guillermo Trejo y Sandra Ley han identificado una “zona gris” de colaboración entre políticos locales y mafias. En Venezuela y Guatemala el crimen organizado está imbricado con una élite política corrupta. En Venezuela reina la impunidad. Al menos la élite guatemalteca se siente amenazada por la victoria en la elección presidencial de agosto de Bernardo Arévalo, un reformista que lidera Semilla, un movimiento anticorrupción. En Colombia el hijo de Petro está siendo investigado por haber aceptado dinero sucio para la campaña (sin su conocimiento, insiste el presidente). Por no hablar de Haití, donde el asesinato del presidente Jovenel Moïse a manos de sicarios colombianos en 2021 aceleró la conversión de ese país en un Estado fallido controlado por mafias.

La producción de cocaína se ha más que duplicado desde 2014 según la ONU. Colombia es responsable de un 70% del total. El grueso de la producción en ese país se ha concentrado cerca de las fronteras con Venezuela y Ecuador. Esto ha puesto a Ecuador, otrora oasis de calma, en el ojo de la tormenta: el uso del dólar como moneda local y el puerto de Guayaquil facilitan la exportación de droga. Hay una batalla entre dos mafias mexicanas y sus socios locales para su control. Parece ser que una de ellas mató a Villavicencio porque este había propuesto militarizar el puerto.

Hay dos peligros en todo este asunto. Uno es que las instituciones democráticas terminen sirviendo a intereses privados oscuros. El otro es que la inseguridad ciudadana que genera el crimen lleve a una demanda de caudillos civiles, como Nayib Bukele en El Salvador.

Es mucho más fácil diagnosticar el problema que solucionarlo. Por supuesto, legalizar la cocaína quitaría el negocio a las mafias y reduciría su poder. Pero eso no va a suceder. Frente a la inseguridad, los gobiernos de izquierda muchas veces solo ofrecen sociología: argumentan que hay que combatir la pobreza y las causas sociales de la inseguridad. Está bien, pero no es una solución para el ciudadano que teme salir de su casa. La única alternativa viable es combatir a las mafias con mucha más inteligencia y emprender la difícil tarea de fortalecer las instituciones del Estado de derecho, desde la policía hasta el poder judicial y las cárceles. No es un camino corto ni fácil. ~

 

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