En julio de 1921, China era un país pobre, asolado por una guerra civil. La mayoría de sus 400 millones de habitantes vivían en el campo. Una hambruna había arrasado el norte, matando a cientos de miles de personas. Pero los extranjeros de Shanghai llevaban una existencia increíble, viviendo en enclaves autónomos de unos 30 kilómetros cuadrados. Sus tropas y policías -los sikhs con turbante para los británicos y los vietnamitas con casco para los franceses- mantenían el orden. La China real estaba muy lejos.Ese mes, la plantilla británica del diario North China Daily News tenía muchas cosas para distraerse. La «Vieja Dama del Bund», como llamaban los expatriados al periódico [ Nota del traductor: «Bund» es el nombre que dieron los británicos a la zona del malecón de la ciudad de Shanghái], acababa de abandonar la franja frente al río de la que había tomado su apodo. Su edificio iba a ser derribado y reconstruido como el más alto de la ciudad: nueve pisos diseñados por estadounidenses en estilo barroco y neoclásico. Hasta entonces, el periódico del establishment de Shanghái tendría una sede provisional.
Aquellos periodistas se perdieron una de las mayores historias del siglo: ese julio se produjo una reunión secreta de un partido político comunista en la concesión francesa del número 106 de la calle Wantz, en una de las casas de paredes de ladrillo de Shanghai conocidas como shikumen. Había una docena de participantes, entre ellos el ocupante de la casa y un activista del interior, muy alto de estatura, llamado Mao Zedong. También estaban presentes dos agentes extranjeros de la Comintern, un organismo controlado por los soviéticos dedicado al comunismo mundial. El grupo llevaba unos días reunido cuando entró un hombre de aspecto sospechoso. Temiendo que fuera un espía, huyeron, aunque la mayoría volvió a reunirse en un barco turístico en un lago cercano. Sus debates marcaron el lanzamiento formal del Partido Comunista Chino. Un siglo más tarde, no sólo controlaría todos los rincones de este país aparentemente ingobernable, sino que sería, en lugar de Rusia, el principal abanderado del comunismo en el mundo.
De hecho, el periódico había prestado mucha atención a las turbias acciones de los bolcheviques rusos en China. El capital extranjero había convertido a Shanghai en una potencia algodonera. Sus fábricas eran lugares sombríos; los disturbios laborales eran comunes. Los líderes de las huelgas eran sospechosos de simpatías comunistas. «Ya no se puede ignorar que aquí, en Shanghai, se están haciendo esfuerzos para bolchevizar a las clases industriales«, advertía un periódico hermano tres meses antes de esa primera reunión. Los comunistas de Moscú, que acababan de ganar su guerra civil, estaban generando problemas en China.
Pero según el historiador japonés Ishikawa Yoshihiro «todo tipo de organizaciones y personas» se autodenominaban comunistas en China en 1920-21. El nuevo partido sólo tenía unos 50 miembros. No tenían armas. Era imposible predecir que una insurgencia comunista se extendería por el país, y mucho menos que cobraría fuerza en el campo, dirigida por ejércitos de campesinos. Tampoco se podía creer que esas mismas fuerzas fueran a derrocar en 1949 a un régimen que había comenzado la guerra con un ejército de más de 4 millones de soldados, equipado por los estadounidenses.
Mao admitiría más tarde que no había estudiado mucho marxismo. Sus inicios como activista fueron en el Movimiento del Cuatro de Mayo de 1919, una ola de disturbios desencadenada por la decisión de las potencias occidentales de entregar el territorio colonial chino a Japón tras la primera guerra mundial. Ese movimiento inspiró tanto el nacionalismo antioccidental como la búsqueda de la fuente de la fuerza occidental. Para algunos, era la democracia liberal. Otros, inspirados por Rusia, se acercaron al comunismo. En China, el nacionalismo y el cuasi-marxismo se mezclaron.
A medida que China se hace más fuerte, esa mezcla provoca ansiedad en Occidente. Pero en casa, muchos sienten orgullo. Cualquier chino le dirá que su país fue despreciado como «el enfermo del este» (en 1896 un artículo en el North China Daily News contribuyó a convertir esta expresión en un término familiar en China). Hoy en día, China domina el mundo. Muchos chinos sostienen que el ascenso de China tiene una lección. El marxismo a la china funciona, al igual que el régimen de partido único. En 2018, el líder de China, Xi Jinping, dijo que su país había producido un «nuevo sistema político-partidista«, una combinación de gobierno unipartidista con mecanismos de consulta al público. Según los medios de comunicación estatales, el resto del mundo debería aprender de ello.
El 1 de julio el partido celebra oficialmente su centenario (la fecha de fundación fue elegida en 1941, cuando el partido se refugiaba en las cuevas de Yan’an, y se mantuvo incluso después de que las investigaciones descubrieran que la fecha real era el 23 de julio). Tiene mucho que presumir. El partido controla la segunda economía y las mayores fuerzas armadas del mundo. Hace un cuarto de siglo, Estados Unidos mostraba poca preocupación por el poder de China. Ahora está abiertamente inquieto. China no sólo es un Estado autoritario, sino también comunista y con una ideología antioccidental.
Juegos partidistas
Y el control del partido al interior del país es cada vez más fuerte. Ello gracias a la tecnología digital. Que se lo pregunten a los residentes de Xinjiang, donde los datos recogidos por la policía mediante inteligencia artificial, los escaneos de teléfonos móviles, las cámaras de vigilancia y un ejército de monitores de Internet se utilizan para acorralar a cientos de miles de uigures étnicos y meterlos en campos de «desradicalización«. La tecnología, según Kerry Brown, del King’s College de Londres, ha supuesto un «cambio en las reglas de juego» para el partido.
¿Qué es esta organización y cómo funciona? En su libro de 2010, «The Party: The Secret World of China’s Communist Rulers» (El Partido: el mundo secreto de los jefes del partido comunista chino) Richard McGregor, un periodista australiano que ahora trabaja en el Lowy Institute, un centro de estudios, escribió que el comunismo había sido «maquillado en el ascenso del mayor Estado comunista del mundo». Describe asimismo cómo el partido hizo grandes esfuerzos «para mantener los nervios de su poder duradero fuera del escenario de la vida pública en China y fuera de la vista del resto del mundo». Pero eso fue antes de que Xi se convirtiera en líder del partido en 2012. Ahora, él hace gala de su poderío, tanto en su país como en el extranjero.
Su predecesor, Hu Jintao, ya había comenzado este proceso. En opinión de los dirigentes del partido, la crisis financiera mundial de 2007-09 había dejado al descubierto la debilidad del capitalismo de estilo occidental. El momento de China había llegado. Xi piensa que su misión es hacer que Occidente acepte esto. China está «pasando al centro de la escena mundial», dijo en 2017. A Occidente le preocupa que China traiga consigo el partido y sus valores políticos.
En palabras de McGregor: «Si miramos bajo el capó del modelo chino… China parece mucho más comunista de lo que parece cuando transita por la carretera». Xi está mejorando el viejo modelo. Esto es un motivo de preocupación, tanto para los chinos como para los occidentales. Xi no está tratando de revivir el utopismo maoísta. Al igual que sus predecesores posteriores a Mao, es un pragmático cuyas políticas guardan poca relación con los ideales maoístas o marxistas. Pero insiste en la importancia de la ideología, con la esperanza de que el conjuro ritualista de los clásicos comunistas mantenga a los miembros del partido en sintonía. El renovado partido de Xi tiene rasgos que los dictadores más brutales del comunismo, incluido Mao, reconocerían sin problemas.
Sin embargo, también muestra ansiedad. Sus advertencias sobre las amenazas al partido son más abiertas que las de cualquier líder chino desde el aplastamiento de las protestas de Tiananmen en 1989. En 2023, el partido chino habrá gobernado el mismo tiempo que el soviético antes de su caída en 1991: 74 años. Xi se preocupa de que el motor tenga fallos: corrosión por las ideas políticas occidentales, corrupción, faccionalismo y deslealtad. Tras casi una década de gobierno, sigue realizando purgas para mantener al partido alineado, como si no confiara plenamente en él.
La historia pesa mucho en Xi, que no deja de mencionar el colapso soviético. Está llevando a cabo una campaña contra lo que llama «nihilismo histórico», es decir, cualquier queja sobre el pasado del comunismo. Un líder soviético, Nikita Jruschov, es considerado el arquetipo de nihilista por denunciar la brutalidad de Stalin en 1956. Ese acontecimiento atormenta a Xi. La literatura del partido dice que fue lo que condujo a la desaparición de la Unión Soviética. Gran parte de la energía de Xi se centra en asegurarse de que el partido aprenda la lección soviética. Mao debe seguir siendo un santo.
El partido cuenta con 92 millones de miembros, es decir, un 8% de la población adulta. No es un grupo al que sea fácil unirse, y la admisión es cada vez más difícil. Xi quiere convertirlo en una élite súper leal, capaz de asumir cualquier tarea a la primera de cambio. Deng Xiaoping, que lanzó la «reforma y apertura» de China en 1978, habló de separar los papeles del partido y del gobierno. Xi los ha fusionado, dando más protagonismo al partido. Los miembros ordinarios son ahora los primeros en responder a catástrofes como el covid-19, así como los ojos y oídos en los lugares de trabajo, los barrios y los campus, alertando a los funcionarios de posibles problemas.
En Xinjiang, Xi ha utilizado los comités del partido para construir gulags en los que se ha detenido a más de un millón de musulmanes pertenecientes a minorías étnicas. Son los secretarios del partido, y no los tribunales, los que tienen la última palabra sobre quién está encarcelado y cuándo es liberado. La policía y los funcionarios de prisiones dirigen las instalaciones, pero los campos son del partido, más allá del ámbito de la ley.
A menudo, la palabra «partido» se utiliza como abreviatura del gobierno de China. Pero el partido también tiene su propia identidad. Como presume Xi: «El partido-gobierno, las fuerzas armadas, la sociedad y el mundo académico; este, oeste, sur, norte y centro; el partido lo dirige todo«. Por eso es más importante que nunca entender cómo Xi lo está cambiando.
===================================
NOTA ORIGINAL:
THE ECONOMIST
The push to revamp the Chinese Communist Party for the next 100 years
James Miles
The world’s most powerful political party was founded a century ago. James Miles says it is projecting ever greater confidence, while fortifying itself against collapse
China in july 1921 was a poor country, racked by civil war. Most of its 400m people lived in the countryside. A famine had swept the north, killing hundreds of thousands. But foreigners in Shanghai led a charmed existence, living in self-governing enclaves of about 30 square kilometres. Their troops and police—turbaned Sikhs for the British and pith-helmeted Vietnamese for the French—kept order. The real China was far away.
That month the British staff of the North China Daily News had much to distract them. “The Old Lady of the Bund”, as expatriates called the newspaper, had just left the river-front strip from which it took its nickname. Its building was to be knocked down and reborn as the city’s tallest—nine American-designed storeys in a baroque and neoclassical style. Until then, Shanghai’s establishment newspaper would be in temporary quarters.
Those newsmen were missing one of the biggest stories of the century: a secret meeting that July of a communist political party in the French concession at 106 Rue Wantz, in one of Shanghai’s brick-walled houses known as shikumen. There were a dozen participants, including the home’s occupant and a tall activist from inland called Mao Zedong. Two foreign agents from the Comintern, a Soviet-controlled body dedicated to global communism, were present. The group had met for a few days when a suspicious-looking man walked in. Fearing he was a spy, they fled, though most reconvened in a tourist boat on a nearby lake. Their discussions marked the formal launch of the Chinese Communist Party. A century later not only would it be in control of every nook and cranny of this seemingly unmanageable country, but it, not Russia, would be the world’s pre-eminent flagbearer for communism.
The newspaper had in fact been paying much attention to the murky doings of Russian Bolsheviks in China. Foreign capital had turned Shanghai into a cotton-making powerhouse. Its mills were grim places; labour unrest was common. Strike leaders were suspected of communist sympathies. “It can no longer be ignored that here in Shanghai, efforts are being made to Bolshevise the industrial classes,” a sister paper warned three months before that first meeting. The communists in Moscow, fresh from winning their civil war, were stirring up trouble in China.
But “all manner of organisations and people” called themselves communist in China in 1920-21, writes Ishikawa Yoshihiro, a Japanese historian. The new party had only about 50 members. They had no weapons. Nobody could have predicted that a communist insurgency would later engulf the country, let alone that it would gather strength in the countryside, led by armies of peasants. It would have beggared belief that the same forces would, in 1949, topple a regime that had begun the war with an army of more than 4m troops, equipped by the Americans.
Mao had not studied much Marxism, as he later admitted. He cut his teeth as an activist in the May Fourth Movement of 1919, a wave of unrest triggered by the Western powers’ decision to hand Germany’s Chinese colonial territory to Japan after the first world war. That movement inspired both anti-Western nationalism and a search for the source of Western strength. Some saw it as liberal democracy. Others, inspired by Russia, turned to communism. In China, nationalism and quasi-Marxism became intertwined.
As China grows stronger, that mix causes anxiety in the West. But at home, many feel pride. Any Chinese will tell you that their country was scorned as “the sick man of the east” (in 1896 an article in the North China Daily News helped turn this into a household term in China). Today China bestrides the world. Surely there is a lesson in China’s rise, many Chinese argue. Sinified Marxism works, as does one-party rule. In 2018 China’s leader, Xi Jinping, said his country had produced a “new political-party system”—a combination of one-party rule with mechanisms for consulting the public. State media said the rest of the world should learn from it.
On July 1st the party will officially celebrate its 100th birthday. (The founding date was chosen in 1941 when the party was holed up in caves in Yan’an, and retained even after investigations found that the actual date was July 23rd.) It has much to crow about. The party controls the world’s second-largest economy and largest armed forces. A quarter of a century ago America showed little concern about China’s power. Now it is openly worried. Not only is China an authoritarian state, but it is also a communist one wedded to an anti-Western ideology.
Party games
And the party’s grip at home is getting stronger. Digital technology helps. Ask residents of Xinjiang, where data scooped up by police using artificial intelligence, scans of mobile phones, surveillance cameras and an army of internet monitors are being used to round up hundreds of thousands of ethnic Uyghurs and put them in camps for “deradicalisation”. Technology, says Kerry Brown of King’s College, London, has been a “game-changer” for the party.
What is this organisation and how does it operate? In his 2010 book, “The Party: The Secret World of China’s Communist Rulers”, Richard McGregor, an Australian journalist now at the Lowy Institute, a think-tank, wrote that communism had been “airbrushed out of the rise of the world’s greatest communist state”. He described how the party made strenuous efforts “to keep the sinews of its enduring power off the front stage of public life in China and out of the sight of the rest of the world”. But that was before Mr Xi became party leader in 2012. He flexes those sinews openly, at home and abroad.
His predecessor, Hu Jintao, had already begun this process. As party leaders saw it, the global financial crisis of 2007-09 had laid bare the weakness of Western-style capitalism. China’s turn had come. Mr Xi sees it as his mission to make the West accept this. China is “moving to the global centre-stage”, he said in 2017. The West worries that China will bring with it the party and its political values, too.
As Mr McGregor put it: “Peek under the hood of the Chinese model…and China looks much more communist than it does on the open road.” This special report will describe how Mr Xi is souping up the old model. It will argue that this is a cause for concern, for people in both China and the West. Mr Xi is not trying to revive Maoist Utopianism. Like his post-Mao predecessors, he is a pragmatist whose policies bear little relation to Maoist or Marxist ideals. But he stresses the importance of ideology, hoping that ritual incantation of communist classics will keep party members in lockstep. Mr Xi’s revamped party has trappings that communism’s most brutal dictators, including Mao, would recognise.
Yet he also betrays anxiety. His warnings about threats to the party are more open than those of any Chinese leader since the crushing of the Tiananmen protests in 1989. In 2023 China’s party will have ruled for the same length of time as the Soviet one did before it fell in 1991: 74 years. Mr Xi frets that the engine has flaws: corrosion by Western political ideas, corruption, factionalism and disloyalty. Nearly a decade into his rule he is still conducting purges to keep the party in line, as if he does not fully trust it.
History weighs heavily on Mr Xi, who keeps mentioning the Soviet collapse. He is waging a campaign against what he calls “historical nihilism”—that is, any grumbling about communism’s past. One Soviet leader, Nikita Khrushchev, is held up as the archetypal nihilist for denouncing Stalin’s brutality in 1956. That event haunts Mr Xi. Party literature says it led to the Soviet Union’s demise. Much of Mr Xi’s energy is focused on making sure the party learns the Soviet lesson. Mao must remain a saint.
The party has 92m members, or about 8% of the adult population. It is not an easy group to join, and admission is getting harder. Mr Xi wants to fashion it into a super-loyal elite, capable of taking on any task at the drop of a hat. Deng Xiaoping, who launched China’s “reform and opening” in 1978, spoke of separating the roles of party and government. Mr Xi has fused them, putting the party more firmly in charge. Ordinary members are now first responders to disasters such as covid-19, as well as eyes and ears in workplaces, neighbourhoods and campuses, alerting officials to potential trouble.
In Xinjiang Mr Xi has used party committees to build gulags where more than 1m Muslims from ethnic minorities have been detained. It is party secretaries, not courts or legal panels, that have the final say over who is imprisoned and when they are released. Police and prison officials run the facilities, but they are the party’s camps, beyond the purview of the law.
Often the word “party” is used as shorthand for China’s government. But the party also has its own, separate identity. As Mr Xi boasts: “The party-government, the armed forces, society and academia; east, west, south, north and centre; the party leads everything.” That is why understanding how Mr Xi is changing it is more important than ever.