El irresistible encanto de lo horrendo
EL GABINETE DEL DR. CALIGARI
No sé si existirá –supongo que sí porque es un fenómeno muy intrigante– algún tratado sobre el feísmo. ¿Qué hace que lo feo guste muchísimo, hasta el extremo de que personas que normalmente aman la belleza opten por ponerse una prenda, abracen una creencia o admiren un objeto o a una persona horrendos?
Lo antiestético atrae y, en arte, el feísmo ha tenido manifestaciones sublimes como las Pinturas negras, de Goya, o los cuadros del Bosco. En literatura, Los miserables, de Victor Hugo, tal vez sea el ejemplo más famoso, con sus personajes intencionadamente desagradables; mientras que, en cine, la primera peli en la que uno piensa es en El gabinete del doctor Caligari. Hay también feísmo en el teatro, en la arquitectura y no digamos en la música, con esas ‘melodías’ que parecen pensadas para licuarle a uno el cerebro. Pero tal vez la manifestación más asombrosa (y para mí incomprensible) del feísmo esté en el terreno de la moda.
Ni en un sueño lisérgico se me habría ocurrido pensar que semejante engendro podía convertirse en una mina de oro
Puede parecer mentira, pero hasta mediados del siglo XX, por ejemplo, los oficiales alemanes, sobre todo los de clase alta, solían mutilarse la cara para que quedara constancia de su virilidad y arrojo. Otras modas inauditas hacían que, antes de la Revolución francesa, las damas elegantes llevaran peinados de cerca de un metro de alto, lo que las obligaba a viajar de rodillas en los carruajes para no chafar sus esculturas pilosas. Esta moda tenía otro efecto colateral. En aquellos moños descomunales, que simulaban, por ejemplo, un jardín o una nave con todas las velas desplegadas, anidaban piojos, chinches, pulgas, arañas y otros encantadores huéspedes. El gusto deliberado por lo feo ha existido siempre y existirá, pero ahora, con el efecto mimético producto de la globalización, puede uno admirar los mismos adefesios en Toronto que en Vietnam, en Surinam que en Badajoz. El verano es el tiempo perfecto para avistar feísmos y por eso, ahora que toca a su fin, me gustaría comentar con ustedes algunos de mis horrores favoritos. Javier Marías, que era un gran avistador de feísmos, llevaba su particular cruzada contra la moda de los hombres de ir en verano en la ciudad vestidos de macarras de playa, todos uniformados con pantalones cortos, camiseta (a ser posible sin mangas) y, por supuesto, chanclas. Ahora, seguro que Marías se quedaría patidifuso al ver que las mujeres, que andaban atrasadas en esto de ir de camping-playa, se han tomado la revancha paseándose por la ciudad, y por donde haga falta, en sostén. Mención aparte merece el capítulo ‘tatuajes’, que hace que un porcentaje creciente de la población circule pareciendo alfombras persas con patas. Pero para mí, como avistadora de feísmo, mi ‘horrendez’ favorita de este verano son unas chanclas que se han puesto de moda y que pirran por igual a influencers superferolíticas y a macarras irredentos. No sé qué nombre tienen, pero seguro que saben a qué me refiero. Son unas chanclas de cuero o plástico con dos hebillas laterales dignas solo de ser lucidas por un esclavo etrusco. Un verdadero genio el perpetrador de tan abominable sandalia. Como también lo fue en su momento el inventor de los Crocs. A mí, desde luego, ni en un sueño lisérgico se me habría ocurrido pensar que semejante engendro podía convertirse en una mina de oro. Y, sin embargo, ya ven, carente de instinto comercial que es una. Es evidente que esto me pasa por menospreciar el irresistible encanto de lo horrendo. Así nunca me haré rica ni alcanzaré el nirvana de convertirme en eso tan rentable que llaman una ‘creadora de tendencias’. Por eso me he propuesto ponerme al día, e incluso me he probado la inefable sandalia de las dos hebillas por si logro unirme a su secta. Pero lamento decir que he fracasado, me siguen pareciendo un horror y solo me consuela pensar que pronto llegará el otoño, estación bastante menos fértil en feísmos. Por estas fechas normalmente me suele dar por la nostalgia: ¡adiós, playa! ¡Adiós, mar! ¡Adiós, atardeceres lentos; adiós, falta de responsabilidades y dolce far niente! Pero también, y a Dios gracias, adiós a la canción del verano, adiós, aglomeraciones y, sobre todo, adiós, ciao, arrivederci, a los feísmos estivales. Que os vaya bonito, queridos horrores, y… hasta el año que viene (qué remedio).