El joven Galdós traduce a Dickens
En 1867 Benito Pérez Galdós es un joven de 24 años, lo que significa, entre otras cosas, que tiene intacto el 100% del desparpajo, o de la desvergüenza, como lo prefieran, de aquellos a quienes les queda toda una vida entera por delante.Amén de ello, declara ser un ferviente admirador de Charles Dickens. Y por si fuera poco, dizque sabe inglés. La impía concurrencia de estas tres circunstancias es casi fatal: el joven Benito Pérez Galdós acepta traducir la primera obra maestra de Dickens, los Papeles póstumos del Club Pickwick, para el folletín de un diario madrileño.
Hace años esa versión fue rescatada por la editorial asturiana Júcar, que empezó a publicar una así llamada Biblioteca de Traductores, en la cual era relevante el nombre de estos últimos, quienes siempre habrían de ser grandes escritores de nuestro idioma. ¿Sabían ustedes, para mencionar un solo caso de los rescatados por Júcar, que nadie menos que Rubén Darío tradujo a nadie menos que Máximo Gorki…supongo que del francés?
No sé en qué vino a terminar esa benemérita aventura editorial, imagino que se canceló al cabo de poco tiempo, como todas las que son loables, pero no quisiera dejar de recordar que en materia de grandes escritores de nuestro idioma metidos a traductores la verdad es que poseemos una nómina tan extensa como admirable, y que incluye, valgan cuatro o cinco ejemplos, a Pedro Salinas poniendo en buen castellano el primer volumen de la proustiana búsqueda del tiempo perdido, a Dámaso Alonso con su traducción del Retrato de un artista adolescente de Joyce, y a José Angel Valente con la de El extranjero de Camus, y en fin, no estaría de más recordar que Robinson Crusoe así como las Memorias de Adriano de Margarite Yourcenar y los cuentos completos de Edgar Allan Poe, todo ello, fue traducido a nuestro idioma por Julio Cortázar.
Y ahora, antes de seguir, debo confesar que Pérez Galdós es uno de mis grandes amores, a quien considero el único digno sucesor peninsular de Cervantes, y uno de los escritores más formidables de toda la literatura universal, opinión que comparto, para mi alegría, con Luis Cernuda y Álvaro Mutis, para sólo citar dos nombres de una extensa lista que encabeza Luis Buñuel.
Debo confesar esto, digo, para que se entienda con qué entusiasmo adquirí la traducción de Dickens hecha por él, dando por descontado, de antemano, que se trataba de un boccato di cardinali, una expresión, dicho sea de paso, muy empleada por el propio Galdós. Y no, mis queridos lectores, no y mil veces no: la traducción de Dickens por el joven Benito Pérez Galdós es todo lo contrario de un boccato di cardinali, es una catástrofe literariamente homologable con la marítima del infeliz Titanic.
Descuento también que la publicación en un diario debe haber impuesto ciertos cortes y recortes en el texto, pero es que a veces esos cortes y recortes recuerdan los que practicaba Henri Sanson, el verdugo del Terror durante la Revolución Francesa: decapitan el texto original hasta dejarlo exangüe. Y no exagero.
Créanme que leyendo esa traducción, como lector enamorado de mi ídolo Galdós, he experimentado muchas veces el sentimiento conocido bajo el nombre de vergüenza ajena. La moraleja es, cosa curiosa y remarcable, un acrecentado respeto por la precoz madurez mental del joven canario que terminaría siendo el narrador más humano que jamás haya escrito, un honor que sólo puede disputarle Dostoiewski.
Y digo lo del respeto porque aquella juvenil insolencia suya debió convertirse muy pronto en un aterrado espanto, él mismo debió darse cuenta de las heridas que había inferido a su bienamado Dickens, y extrajo de ello la única consecuencia lógica para una persona honrada: jamás, que se sepa, volvió a traducir en toda su vida. ¡Ay qué lástima de lección, tan poco aprendida desde entonces!