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El lamento de la paz

Cierto pacifismo entiende la paz como negación de la guerra. Esta idea, aunque no se presenta en forma 'pura' en ninguna de las constituciones de la posguerra, no contiene en sí misma ninguna contradicción lógica

 

                               NIETO

Qué significado se podría atribuir al término ‘paz’ en un momento histórico en el que reina la más absoluta confusión en torno al ‘derecho de guerra’, el ‘ius belli’? ¿Se trata solo del derecho a resistir el ataque, una especie de legítima defensa? Pero ¿sólo para responder a la ofensa ya sufrida tenemos derecho a responder? ¿No debería esto implicar, en cambio, como parecería por los numerosos ejemplos, también el derecho a eliminar la amenaza, previniéndola? Parece, pues, que debe existir también un ‘ius preventionis’ [derecho a prevenir]. Y además ¿no debería considerarse siempre agresor aquel poder que no reconozca los ‘derechos humanos’? Es decir, ¿no deberíamos considerar también peligroso aquel Estado en cuyas fronteras reina un régimen despótico? Los ejemplos de este peligro son innumerables. La ‘guerra justa’ por lo tanto, será la que nos libere de ella: la guerra de ‘liberación’, o, más laicamente, la guerra entendida como un operativo policial dirigido contra bandas de criminales. La guerra entre Estados, la clásica Staatskrieg de la era moderna, se convierte entonces en la guerra de la civilización contra la barbarie, de lo humano contra lo inhumano.

Hoy reina en nuestro derecho internacional, al menos en su «aplicación» por parte de los Estados, la más híbrida, y esta sí verdaderamente bárbara, mezcla de principios prácticos, morales y teológicos, una indigesta maraña de ideas pertenecientes a universos culturales desaparecidos para siempre, acervo de instrumentalizaciones e hipocresías. De la crisis radical de todo ‘ius belli’ surge una sola evidencia: el exceso de la decisión política sobre la dimensión jurídica. De forma exactamente paralela con el desbordamiento de la práctica gubernamental en más o menos todos los países respecto a cualquier norma legislativa que predetermine su contenido. Ciertamente, el «callad, teólogos, en un campo que no os pertenece» (‘silete iuristi in munere alieno’), amonestación dirigida contra cualquier secta o confesión para poner fin a las guerras de religión y que inaugura la Modernidad bajo el signo de las monarquías absolutas. Hoy habría que darle la vuelta al lema: ‘silete iuristi’, callad juristas, la guerra no es asunto vuestro, o alineaos puntualmente con el poder político y sus ideologías, sed obedientes al derecho del más fuerte.

Los juristas de antes habrían advertido: atención, allí donde están en guerra los portadores de «valores» indiscutibles, no negociables, donde no puede haber «reconocimiento» mutuo, donde se exige que todo lo justo esté en un solo bando, la guerra solo puede convertirse en «guerra total», y si durante su desarrollo, por alguna razón, no parece posible llegar a la destrucción del Enemigo, entonces tenderá a convertirse en «infinita». Para los juristas del pasado, los del ‘ius publicum europaeum’ [derecho público europeo], esta guerra entre ‘enemigos absolutos’, (¡y no ‘hostes’!) era solo la guerra civil, entre el Orden estatal y los que desde dentro pretendían derrocarlo y sustituirlo por uno nuevo desde los cimientos. ¿Se está «preparando» entonces el mundo para una ‘guerra civil infinita’, llevada a cabo por medio de un sinfín de conflictos asimétricos, locales, y recurriendo a las más dispares armas técnicas, económicas e ideológicas? Eso parece; lo cierto es que hoy el marco de las relaciones internacionales no permite concebir ninguna ‘paz’ real.

Cierto pacifismo entiende la ‘paz’ como negación de la guerra. Esta idea, aunque no se presenta en forma «pura» en ninguna de las constituciones de la posguerra, no contiene en sí misma ninguna contradicción lógica. Sin embargo, se basa en una suposición previa formidable que un pacifismo puramente ideológico ignora o pretende ignorar: la existencia de una tercera autoridad que tenga el poder de decidir sobre los conflictos que surgen inevitablemente en toda comunidad entre intereses contrapuestos. Y este Tribunal Supremo, este Tribunal Supremo de Justicia, solo podía ser la expresión de una soberanía internacional. Podemos trabajar para este fin (precisamente porque su idea no es en sí contradictoria y por tanto sigue siendo algo posible), pero debemos ser muy conscientes de que sigue representando una teoría y una estrategia políticas: la voluntad de reducir todo conflicto al intercambio, al contrato, al procedimiento legal. Por el contrario, en la medida en que uno se aleja de semejante perspectiva, esta idea no puede dejar de parecer la heredera extrema, completamente secularizada, de la ‘pax profunda’ [paz profunda] de la que hablaban los teólogos medievales, contraponiéndola a nuestro «intervalo» entre guerra y guerra, es decir, expresión de esa ‘paz’ que en los Evangelios solo nos puede ser dada por Él (y cuya impronta escatológica tal vez resuene en el término griego ‘eirene’, cuya etimología no es indoeuropea sino acadio-semítica: ‘iron’ es el arca de la Alianza, donde se coloca en el Templo el Pacto inviolable que sanciona la pertenencia de Israel a su Dios). El Dios de los cristianos no ha sido derrotado por el de la guerra –¿cómo podríamos afirmarlo tajantemente, como hace Hillmann?– pero, al mismo tiempo, ciertamente no lo ha desarmado.

¿Entonces, la paz que nos corresponde construir puede ser solo un ‘armisticio’? No, la paz puede ser válida como ‘pacto’, en el sentido latino, jurídico-político (la misma raíz que el griego ‘pègnimi’: fijar, plantar firmemente). Resolución convencional, sí, y en sí misma, por tanto, también transformable, renegociable, y sin embargo sólida, bien concebida, regida por la intención clara, transparente, de querer eliminar las causas del conflicto, un pacto escrito, en realidad, grabado con palabras inequívocas en la medida de lo humanamente posible. Al contrario de como se promulgan hoy las leyes y reglamentos, todos encaminados a perseguir las diversas «emergencias». Una ‘pax-pacto’ que sea sancionada por tratados internacionales lo más vinculantes posible, y vinculantes porque las potencias que los firman vean realmente satisfechos sus intereses en el ‘pacta sunt servanda’ [los pactos deben ser respetados]. Si pensamos que un Estado puede renunciar a dimensiones de su soberanía por «buen corazón» o por intereses universales (de todos y de nadie), estamos fuera de todo razonamiento político. Para que puedan ser mantenidos, los acuerdos deben reflejar fielmente los intereses específicos de cada una de las partes contratantes. Si no actuamos con esta perspectiva, verdaderamente en el espíritu del ‘derecho romano’, cualquier paz hoy no solo es prácticamente imposible, sino ni siquiera concebible. Realmente necesitamos un nuevo de ‘iure pacis et belli’ [derecho de la paz y de la guerra] –y quién sabe si la muy reciente y meritoria iniciativa de la primera traducción completa al italiano del clásico de Grozio (1625), obra del Instituto de Estudios Filosóficos, editado por C. Galli (aunque se necesita urgentemente una nueva edición de Alberico Gentili, muy querido por Carl Schmitt), no induce a algunos príncipes modernos a meditar sobre el arte de celebrar tratados más que sobre el de la guerra, de una guerra, ‘bellum’, que hoy no tiene nada que ver ni siquiera con el orden, por trágico que sea, del ‘duellum’ [duelo]. Una guerra no declarada, llevada a cabo por intermediarios, que se prolonga sin ninguna iniciativa político-diplomática seria que la acompañe. Una guerra en la que algunos protagonistas se mantienen alejados del campo de batalla y en la que los más débiles e inocentes son arrojados al matadero.

 

MASSIMO CACCIARI es filósofo y fue alcalde de Venecia
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