El legado de Clara Porset: la mujer que revolucionó México con una silla
La creadora del asiento Butaque introdujo el gusto por el interiorismo en las clases populares. Ahora la Universidad Autónoma de México reconoce su obra con una beca en su nombre para las diseñadoras que continúen su lucha
Defensora de la artesanía tradicional y del modernismo, Clara Porset fue una profesora revolucionaria que introdujo el gusto por el diseño en las clases populares. Trabajó mano a mano con arquitectos como Luis Barragán y Mario Pani y sus muebles están considerados la quintaesencia del funcionalismo nacional mexicano. Nacida en Cuba en 1895, la diseñadora impartió clases en la facultad de Arquitectura de México durante apenas unos meses, pero los estudiantes la siguieron hasta la tumba y su legado se mantiene hasta hoy. Por ello ahora la universidad reconoce su obra con una beca para promocionar la formación de diseñadoras industriales.
Clarita, como la conocían sus alumnos, creció el seno de una familia acomodada en tiempos del régimen de Gerardo Machado. Su padre era un político conservador español que fue gobernador de la localidad de Matanzas. Y como era común entre los niños de su condición, se formó con un pie en EE. UU. y otro en Europa. Sus primeras lecciones las recibió en un colegio de Manhattan, la Academia Manhattanville del Convento del Sagrado Corazón. Y prosiguió sus estudios en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Columbia.
Una leyenda del diseño funcionalista
Como toda señorita Upper class de la época también tuvo una estancia en París. Recibió clases en la École de Beaux-Arts y en el taller del arquitecto Henri Rapin. Por recomendación de Walter Gropius, acudió al Black Mountain College, escuela que dirigía el legendario Josef Albers y mantenía vivos los principios del diseño moderno de la Bauhaus. Podría decirse que fue una niña privilegiada, que lo tenía todo. Pero ella quiso complicarse la vida haciendo la revolución y luchando contra el comunismo y el imperialismo.
Al acabar sus estudios regresó a Cuba y se presentó como una autoridad del diseño y la arquitectura. Se hizo miembro de los círculos más elitistas de La Habana y ofreció charlas sobre diseño funcionalista. Desplegaba su conocimiento sobre el trabajo de arquitectos como Robert Mallet Stevens, Walter Gropius y Le Corbusier. También les mantenía informados sobre las tendencias en Francia, Alemania, los Países Bajos y Escandinavia.
De vez en cuando le encargaban el diseño del mobiliario de alguna casa de lujo. Poco a poco Porset fue involucrándose con grupos que se oponían al régimen cubano de Machado, cada vez más dictatorial. En uno de sus viajes a Nueva York se unió a la Liga Internacional de Mujeres de Paz y Libertad (WILPF) y al Comité Internacional para Política Prisioneros.
Durante su estancia en la Gran Manzana sirvió de altavoz para el movimiento opositor y proporcionó la perspectiva de las mujeres bajo la dictadura. Solo regresó a Cuba tras el derrocamiento de Machado para continuar con su participación en el activismo político de izquierdas. Su osadía como mujer y opositora tuvo un precio. Pronto se vio obligada a exiliarse, pero esta vez no eligió EE. UU. como cobijo sino México.
Diseño de interiores para la lucha indigenista
Llegó al país vecino durante la administración de Cárdenas, momento de una gran movilización de trabajadores y campesinos en pugna de sus derechos. Es el momento en el que surgen las grandes obras de los muralistas mexicanos y comienzan a exportarse coloridas prendas tradicionales como los huaraches, los sarapes o los rebozos. El trabajo de diseño de Porset durante sus primeros cinco años fue eclipsado por sus actividades políticas. Se unió a la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR), donde conoció al que sería su marido, el artista Xavier Guerrero.
Apoyó a su esposo en su lucha indigenista y le animó a modificar su nombre: cambió la J de Javier por una X como gesto nacionalista. Los artistas de aquella época rozaron el extremo: rechazaron la pintura académica europea y los estilos neoclásicos. En la década de 1930 el funcionalismo comenzó a surgir como una arquitectura semioficial de la revolución y recibió el apoyo del estado.
En este contexto, Porset utilizó el diseño de interiores como un instrumento para nivelar las diferencias de clase y culturales y promover valores sociales compartidos. Ella afirmaba que lo que uno ve y escucha en la infancia, depende del tipo de hombre en el que se convertirá. «Incluso en el caso de los adultos, cuando la fisionomía mental y física ya está mucho más establecida, el entorno mantiene su papel crítico como elemento transformador y, a menudo, tiene el poder de cambiar incluso los factores hereditarios”. Para ello combinó materiales nativos mexicanos, simplicidad de diseño y técnicas industriales que posibilitaran una producción en masa asequible.
Su mueble insignia fue la Silla Butaque, descrito como el mejor icono mestizo. Se trata de una adaptación de la silla de caderas española y la Savonarola de origen italiano. Algunos autores creen que el butaque también tiene reminiscencias de la silla femenina de montar de origen mudéjar, llamada jamuga o de tijera.
Este asiento se convirtió en uno de los más populares de México y adoptó distintas formas según la región. Por ejemplo, en Tehuantepec se usaron tiras transversales de madera para formar el respaldo, y en Veracruz se elaboraron con bejuco tejido en ojo de perdiz para que fueran más frescos. Barragán se enamoró de este mueble y lo utilizó de modo recurrente en sus obras.
Su afán de que todos pudieran disfrutar del diseño con independencia de su nivel adquisitivo solo era compartido solo por la intelectualidad revolucionaria. La gente seguía pensando en alcanzar los niveles del gusto burgués de la época anterior a la revolución. En la época de Stalin, por ejemplo, algunas estaciones del Metro de Moscú se construyeron con el lujo de un palacete zarista: el arte burgués al alcance del proletariado. En México sucedía algo parecido.
Como consecuencia, Clara solía mencionar el siguiente texto de José Clemente Orozco: “Las salas de las casas burguesas están llenándose de muebles y objetos proletarios como sillas de tule, ollas de barro y candeleros de hojalata; mientras que un obrero, en cuanto tiene suficiente dinero para amueblar su casa, se compra un pullman forrado con gruesos terciopelos, un desayunador o un juego de esos muebles rarísimos construidos con tubo de hierro niquelado, gruesos cristales y espejos biselados”.
Un premio para continuar su legado
En 1969 se fundó la carrera de Diseño Industrial en la Escuela de Arquitectura de la Universidad Autónoma de México y Clara fue invitada a impartir un seminario sobre la misma. Gustó tanto a los alumnos que el aula se desbordaba. En sus últimos años, cuando ya no podía ir a la universidad, los estudiantes iban a su casa a tomar clases. Óscar Salinas Flores, ahora profesor en la universidad, fue alumno suyo y la recuerda con devoción: “Hay profesores que a fuerza de estar presentes mucho tiempo en una institución acaban por ser reconocidos. Pero hay unos pocos que con solo un curso quedan inscritos en la memoria de todos sus alumnos, es el caso de Clarita”.
Salinas recuerda que muchos estudiantes asistían a su seminario a lo largo de toda su carrera, aunque ya lo hubieran completado una vez. El contenido variaba según los acontecimientos culturales del momento. “Su vehemencia se hacía presente con frecuencia y sus convicciones ideológicas no se inhibían por ningún motivo”, asegura.
El diseño fue solo un canal para mostrar su pasión y preocupación por la cultura tradicional e indígena, por conservar las raíces. Clara falleció a los 86 años, donando sus bienes, archivo y biblioteca a la facultad. Quiso poner su obra al alcance de cualquiera y que se premiara a las mujeres que siguieran con su lucha a través del diseño. Quería mujeres formadas. Hoy la Universidad de México otorga tres becas y seis menciones honoríficas para las diseñadoras que sigan su legado.