El legado de la juventud universitaria
¿Valió la pena rebelarse? El costo no era deseable ni previsible, pero sus resultados emergen como pequeños brotes que anuncian un país mejor
Durante 12 años el FSLN retornado al poder quiso presentarse bajo la apariencia de un ogro filantrópico que, empapado de petrodólares, salpicaba a su variada clientela: empresas constructoras, industriales exentos de impuestos, representantes del gran capital mimados con viajes a Beijing para encontrar allá el hilo financiero de un improbable canal, consultores de toda laya ahítos de subcontrataciones, capas medias para las que se rehabilitaron parques, mercados y un empleo estatal en imparable expansión, y sectores populares con escuelas y subsidios al transporte, para citar sólo una ínfima parte del efecto derrame que en los documentos del BID era un ideal inalcanzable y en Nicaragua dejó de ser una tentación.
Los beneficiarios del sistema orteguista -con alta, mediana o baja participación en el festín- hicieron caso omiso de los amagos de expropiaciones, el saqueo de las mafias madereras, los efectos de la minería, la insolencia de los altos funcionarios, los fraudes electorales, la criminal ley contra el aborto, la colonización política prosandinista de los espacios públicos, la centralización del poder que resucitó la peor versión del presidencialismo y la furia con que se machacó al movimiento campesino, perpetrando masacres muy focalizadas y cubiertas por el follaje rural. Arrugaban el semblante cuando los aguafiestas del CENIDH, algunos heroicos periodistas y Monseñor Abelardo Mata ponían la nota pesimista con incómodas revelaciones o cuando los estudiantes organizaban ocasionales escaramuzas contra el régimen.
A su juicio no valía la pena rebelarse. Había que esperar “a que la biología hiciera su trabajo”, como dijo un empresario aludiendo a esa muerte de Ortega siempre inminente y nunca un hecho. A todas luces el dictador ya estaba en su otoño. Pero un otoño más largo y cruento que cinco inviernos. Las ansias de producir –en lugar de esperar– un cambio vino de los que no tenían compromisos con el régimen: estudiantes activos, egresados, botados o recién graduados de las universidades. Es un sector multiclasista y multiideológico que tiene en común la experiencia en carne propia del creciente y silencioso avance de la precariedad laboral. La rabia les hizo perder la paciencia y renunciar a ese perverso sentido común que aconsejaba prudencia. Con sus morteros y sus barricadas, le dieron voz a esa precariedad laboral, a los jubilados y a todos los oprimidos por el régimen. Han pagado el precio junto a sus multiformes compañeros de lucha: veteranos de guerra, profesores, periodistas, el director de un canal de televisión, una empresaria del mercado oriental y elementos del lumpenproletariado y del lumpenprecariado, entre muchos otros.
Una perpleja audiencia nicaragüense escuchó hace meses a Daniel Ortega decirle con empecinada reiteración a un periodista de France 24 que los “golpistas” de la revuelta de abril habían sido entrenados militarmente por el gobierno de los Estados Unidos desde los años 80. La mayoría de esos golpistas que han ido cayendo en las manos de policías y paramilitares por haber participado en las protestas son jóvenes que, como Rodrigo Espinoza y Hanssel Vásquez, tienen entre 20 y 26 años, es decir, nacieron en los años noventa y han vivido alrededor de la mitad de su corta vida bajo el régimen de Ortega. Nunca han podido votar. O bien, si lo hicieron, sólo fue para ver cómo el ex presidente del Consejo Supremo Electoral Roberto Rivas engullía sus votos y los incorporaba a su inmensa humanidad en forma de grasa saturada. Ahora son acusados de terrorismo por un señor semicalvo y con cuatro ideas fijas –y ninguna otra que se las estorbe–, quizás el único presidente de cuyas políticas tengan memoria, un gobernante que hace caso omiso de la aritmética más elemental, pues no se toma la molestia de revestir de un mínimo de verosimilitud sus declaraciones ante la prensa internacional.
A la luz de las condenas a más de 200 años, los cientos de mártires y el desmoronamiento de la economía, no pocos se preguntan si la lucha de estos jóvenes contra un dictador en declive fue un gigantesco y costoso error. Quizás son ciudadanos con el legítimo deseo de regresar a la regularidad de su vida laboral y a sus tradicionales lugares de esparcimiento sin que las calles estén llenas de policías que garanticen la huida e impunidad de los asesinos paramilitares y sin que la economía se derrumbe. El costo de la lucha no era deseable ni previsible, pero sus resultados emergen como pequeños brotes que anuncian un país mejor. Las muchachas y los muchachos, y los que luego se sumaron, han conseguido:
- Arrancarle la careta de ogro bondadoso y religioso al régimen de Ortega. Rascando el delgado barniz con el que la autarquía de Ortega-Murillo se disfrazaba de democracia, la oposición puso en evidencia que la misma mano que mecía la cuna adormecedora y pintaba el país con típicos colorines nunca dejó de blandir el hacha. En suma: demolieron la reputación nacional del régimen.
- Romper el pacto entre el régimen orteguista y el gran capital, al que se sumaban muchos medianos y pequeños capitales entusiasmados ante la perspectiva de subirse al carro de la acelerada acumulación de beneficios y prebendas. No hay posibilidad de un nuevo arreglo. Hay, en cambio, importantes lecciones que la juventud y su lucha legaron a los empresarios, que sintetizo como la revelación de que es inmoral y, a la postre, contraproducente cruzarse de brazos e incluso abrazar a un régimen que desmantela la institucionalidad, centraliza, roba y viola los derechos humanos.
- Unificar a facciones y grupos de muy variada raigambre ideológica alrededor de una posición monolítica y decidida contra la tiranía. El movimiento tiene variedad y falibilidades, pero no hay titubeos en relación con la demanda común: justicia y democracia.
- Traer la represión, que antes se cebaba sobre campesinos en escenarios rurales, a las calles de las ciudades, donde es más visible y donde la lucha puede alcanzar más rápidamente niveles masivos.
- Demostrar que se puede enfrentar una dictadura con sólo una violencia moderada, en modo alguno proporcional a la del dictador. La juventud rompió con el estereotipo del revolucionario armado como modelo a imitar. Se imitará el ingenio, el coraje, la solidaridad, la fuerza numérica y la compasión.
- Hundir la reputación internacional del régimen. En un inesperado tour de force, disolvieron la alianza de Ortega con Luis Almagro y lo trocaron en un aliado de la oposición. Cambiar la complacencia del gobierno de los Estados Unidos con el régimen de Ortega. Hace tres años Laura Dogu aplaudía sin reparo la política de muro de contención del régimen orteguista. Ahora declara haber sido objeto de un intento de asesinato. La NICA Act y las sanciones de la Unión Europea penden como una amenaza.
- Recuperar los espacios públicos para una politización plural y libertaria. El azul y blanco, en contraposición con el rojinegro y el rosachicha sectarios, simbolizan la heterogeneidad, la unidad nacional y la voluntad abarcadora de la oposición.
- Recuperar a Monimbó como pólvora y sal de esta lucha: son el coraje y el sabor de la rebelión.
- Arrastrar hacia la luz pública a algunos de los personajes más tenebrosos del régimen que operaban cómodamente en las sombras. Así dieron el primer paso para que el día de mañana paguen por sus delitos y no puedan negar su complicidad activa o pasiva, aduciendo ignorancia, obediencia o el clásico errare humanum est.
- Convertir en figuras públicas, que el régimen persiguió como temibles amenazas, a ciudadanos comunes y corrientes, rostros que asomaron en la multitud y que por obra y arte de las redes sociales se agigantaron y se transformaron en personas que estuvieron a la altura moral de su personaje mediático. Me refiero a doña Coquito, doña Flor, el maratonista Alex Vanegas y el comandante Monimbó.
- Crear las condiciones para que corra savia nueva en el árbol de la política: Irlanda Jerez, Hanssel Vásquez, Rodrigo Espinoza, Edwin Carcache y muchas personas más. Por el momento son una promesa. También una incógnita.
- Sacar a los prelados de las sacristías y colocarlos de sopetón en las encrucijadas de la historia, donde deben estar los seguidores de Jesucristo. El exilio forzoso de Monseñor Silvio Báez es una clara señal de que algunos miembros de la jerarquía católica se convirtieron en una piedra muy molesta en el zapato del régimen. Nos queda el imbatible Monseñor Abelardo Mata, directo y llano, amasado con el barro de cañadas ancestrales y cocido en el horno de una vida como obispo de espuela.