El legado de Núremberg
El 1 de octubre de 1946 finalizaba uno de los procesos más importantes de la Historia, el juicio de Núremberg. Los jerarcas nazis escucharon el veredicto del que sería el primer juicio por crímenes contra la humanidad, cuyas condenas se materializaron pocos días después.
Joachim von Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores de Hitler, escuchó en su celda el veredicto final: «Muerte en la horca». El 17 de octubre de 1946, después de la medianoche, fue el primero en ser conducido al cadalso por los policías militares norteamericanos. Subió lentamente los 13 escalones, las manos atadas a la espalda con un cordón negro. «Le deseo la paz al mundo», dijo antes de que le cubrieran la cabeza con un capuchón y le ajustaran la soga al cuello.
Eligieron Núremberg por haber sido el centro espiritual del nacionalsocialismo, querían convertirla en la ciudad de la nueva justicia
Fueron las paradójicas últimas palabras de uno de los hombres que llevaron la guerra al mundo, que lo sumieron en el conflicto bélico más cruel de la historia. La ejecución tuvo lugar en Núremberg. Los aliados eligieron esta ciudad alemana como sede de los juicios a los criminales nazis por dos razones. Una práctica: contaba con un Palacio de Justicia que había escapado intacto tras los bombardeos; otra simbólica: por haber sido el centro espiritual del nacionalsocialismo, el escenario donde se celebraban las grandes concentraciones del régimen. El lugar donde antes se escenificaba el culto al Führer se convertiría en símbolo de una nueva era de justicia tras la pesadilla de la Segunda Guerra Mundial.
Los aliados tenían claro desde mucho antes de que acabara la guerra que había que castigar a los líderes nazis por sus crímenes, pero tardaron un tiempo en decidir cuál sería la mejor manera de hacerlo. Mientras el soviético Josef Stalin proponía una justicia «lo más expeditiva posible», los norteamericanos se inclinaron por un proceso público. Finalmente, se optó por tribunales militares como complemento al plan de desnazificación de Alemania.
Por el banquillo pasarían los principales líderes políticos y militares, pero también jueces o empresarios cómplices de las atrocidades nazis. Así, se llevarían a cabo dos tipos de juicios, el proceso principal y otros posteriores contra responsables de menor entidad. Muchos de los principales acusados fueron capturados por los aliados en los momentos finales de la guerra. Algunos se entregaron a los norteamericanos por miedo a las represalias rusas; otros, como el propio Von Ribbentrop, se escondieron durante semanas entre las ruinas con la esperanza de escapar de la justicia. Hitler y Himmler, las dos cabezas más buscadas, eludieron su destino suicidándose antes de caer en manos enemigas. Hermann Göring, comandante de la Luftwaffe y segundo del Führer, fue detenido cuando intentaba escapar seguido por un convoy de camiones cargados con tesoros artísticos fruto del saqueo de media Europa.
Las condenas se llevaron a cabo el 17 de octubre de 1946… menos la de Hermann Göring, segundo de Hitler, que se suicidó con cianuro el día anterior
El juicio principal arrancó el 18 de octubre de 1945. El tribunal estaba compuesto por un juez titular y otro suplente de cada una de las potencias vencedoras (Unión Soviética, Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia). El fiscal jefe fue el norteamericano Robert H. Jackson, que se convirtió desde el principio en el alma del proceso. Convencido del carácter histórico de su tarea, no reparó en esfuerzos. Interrogó a cientos de acusados y testigos y estudió miles de documentos que un ejército de ayudantes había buscado por todos los rincones de la Europa ocupada, en búnkeres, sótanos o ruinas de edificios oficiales. No había que dejar nada a la improvisación, pues, como él mismo dijo, «la vara de medir que empleemos hoy será con la que nos juzgará la historia». El despliegue de medios fue inaudito. Con más de 200 periodistas acreditados, se colocaron cámaras, un sistema de audio con 550 auriculares para escuchar las traducciones simultáneas de las diversas lenguas empleadas por los casi 300 testigos y se grabaron 27.000 metros de cinta magnética con las declaraciones escuchadas en los 218 días que duró el proceso.
La mayoría de los acusados mantuvo una actitud pasiva, descargando toda la responsabilidad sobre Hitler. Todos menos Göring, un personaje excéntrico y megalómano que no dejó de lanzar bravuconadas; sólo bajó la mirada cuando le mostraron las imágenes de los campos de exterminio. En total, el tribunal juzgó a 24 personas. Además de Von Ribbentrop, otros diez altos cargos nazis fueron condenados a muerte; entre ellos, Hans Frank (gobernador general de Polonia), Wilhelm Frick (el ministro del Interior que firmó las llamadas Leyes Raciales de Nuremberg), Wilhelm Keitel (comandante de la Wehrmacht) y Alfred Rosenberg (uno de los principales ideólogos del racismo nazi). De hecho, se dictó una pena capital más, ésta en ausencia, contra el secretario del Partido Nazi Martin Bormann; más tarde se supo que había muerto intentando escapar del Berlín asediado por los soviéticos. A las 11 sentencias de muerte se sumaron tres de cadena perpetua, dos de 20 años, otra de 15 y una más de diez (al almirante Karl Dönitz, a quien Hitler nombró su sucesor instantes antes de suicidarse en el búnker de la Cancillería en Berlín). Gustav Krupp, el principal empresario que se valió del trabajo esclavo, fue declarado incapaz de soportar un juicio, y otros tres políticos fueron absueltos.
Las condenas se ejecutaron el 17 de octubre de 1946… menos la de Göring: lo hallaron muerto en su celda instantes antes de llevarlo al patíbulo. Se había suicidado con una cápsula de cianuro. Además del juicio principal, se celebraron otros muchos hasta el año 1949: contra médicos acusados de realizar experimentos con prisioneros, jueces responsables de sustentar el aparato represor nazi, empresarios que recurrieron a trabajadores esclavos… El más estremecedor fue el dirigido contra los responsables de los Einsatzgruppen, unidades especiales de las SS que seguían a la Wehrmacht en su avance y que estaban encargadas de “limpiar” el territorio ocupado de judíos, gitanos, comunistas…
Entre 500.000 y un millón de personas murieron a manos de estos asesinos implacables. Paralelamente, en Tokio se celebró otra serie de juicios contra 25 generales y políticos japoneses. Siete de ellos pagaron con su vida. Los tribunales de Núremberg no sólo tuvieron que enfrentarse a crímenes de una magnitud desconocida, sino también a la falta de precedentes. La fórmula: «Los crímenes contra el derecho internacional se realizan por personas, no por instituciones abstractas», recogida en su estatuto de creación, era totalmente novedosa. Aquellos juicios supusieron un punto de inflexión en la historia del derecho internacional y en la exigencia de responsabilidades penales por crímenes en tiempo de guerra. Una idea similar ya había sido planteada por Gustav Moynier, uno de los creadores del Comité Internacional de la Cruz Roja, cuando propuso la creación de un tribunal que juzgara los crímenes cometidos en 1870, durante la guerra franco-prusiana. La propuesta, que no prosperó, fue recuperada tras la Primera Guerra Mundial con la idea de procesar al káiser Guillermo, pero tampoco se llevó a efecto.
La Asamblea General de la ONU hizo varios intentos para establecer un tribunal permanente encargado de juzgar estos delitos, pero el inicio de la guerra fría echó por tierra la idea. Tuvieron que llegar tragedias como las de Ruanda o la antigua Yugoslavia, ya en los 90, para que se retomara la propuesta. El brutal asesinato de cientos de miles de tutsis, las operaciones de limpieza étnica en Bosnia, Croacia y Kosovo y los crímenes en Sierra Leona llevaron finalmente a que el Consejo de Seguridad estableciera tribunales especiales dedicados a cada una de estas atrocidades y resaltara la necesidad de crear un organismo judicial permanente, cuyo embrión empezó a gestarse en Núremberg.