El Maleconazo cumple 25 años entre la leyenda y el olvido
La zona ha cambiado bastante desde aquella explosión social que puso contra las cuerdas a Fidel Castro
«Este fue uno de los lugares donde más gente se unió», recuerda Loipa, una vecina de Malecón y Escobar en Centro Habana. A 25 años del Maleconazo, los sucesos de aquel día han tomado forma de leyenda urbana que cuentan los de más edad y desconocen los más jóvenes. «Ese 5 de agosto de 1994 parecía que todo se acababa», remacha la mujer.
La zona ha cambiado bastante desde aquella explosión social que puso contra las cuerdas a Fidel Castro. La calle San Lázaro cercana al Parque Maceo tiene ahora un cuarto de siglo más de deterioro, en varias puntos se han derrumbado edificios completos y «la mayoría de los que vivieron ese momento se han ido o se han muerto», cuenta Loipa.
«Yo era enfermera en el Hospital Hermanos Ameijeiras cuando se armó todo», recuerda de aquel viernes. «Amanecimos sin luz y no tenía que trabajar ese día pero había salido a buscar algo de comida porque en la casa llevábamos una semana solo con arroz y una salsa que mi madre inventaba con caña santa y orégano de la tierra».
La crisis, que el oficialismo había bautizado con el eufemismo de Período Especial llevaba varios años aguijoneando la vida de los cubanos. Tras la caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética, la economía de la Isla se hundió en la falta de combustible, el recorte abrupto de sus importaciones y la pérdida del sostén soviético que resultó «brutal», según el economista Carmelo Mesa-Lago.
Aquel 5 de agosto, Loipa estaba ajena a lo que se gestaba cerca de su casa. Desde días antes la tensión había crecido después que las autoridades interceptaron varias embarcaciones que navegaban hacia la costa de Estados Unidos. Un rumor comenzó a ganar fuerza en las calles: que el Gobierno iba a permitir la llegada de barcos desde Florida para buscar a los familiares en la Isla, tal y como se había hecho en 1980 durante el éxodo del Mariel.
«Mi hijo entró esa mañana a la casa y nos dijo que se iba», recuerda Fernando Soriano, un jubilado que vive en una cuartería «con vista al mar», como le gusta llamarla. En la avenida del Malecón y cerca de la esquina con Campanario, el ahora jubilado se dedica al negocio de recogida de latas de cerveza y refresco de los negocios de la zona para venderlas en los centros de materias primas y aumentar su pensión.
Poco meses antes, en un intento de sacarle presión a la olla social, Castro había impulsado el trabajo por cuenta propia al permitir algunas licencias para el sector privado. Nacieron así las primeras paladares , los primeros timbiriches en décadas que vendían dulces, frituras y pizzas de manera legal, pero la situación económica seguía tocando fondo para la gran mayoría de los cubanos, atrapados en un ciclo asfixiante de sobrevivencia.
«Mucha gente como mi hijo se fue para el embarcadero de la lancha de Regla para ver si se podían ir en los barcos que iban a llegar», recuerda Soriano. «Eso se llenó; ya la policía tenía rodeado el lugar pero los vecinos de esta zona siguieron bajando por todas las calles para llegar al muro del Malecón por si venían los barcos». En un momento la frustración se desató.
«El Malecón se convirtió en una ratonera, cuando la gente vino a darse cuenta que no la iban a dejar irse, ya estaban las tropas de choque aquí», explica. Soriano señala la intersección de la calle San Lázaro y Belascoaín. «Los constructores del contingente Blas Roca entraron por aquí, con cascos y cabillas en las manos, repartieron golpe por todos lados».
Soriano cree que la protesta no llegó a más porque «faltó liderazgo y eligieron mal la ruta». Cree que «de haberse metido por las de Centro Habana y La Habana Vieja hacia adentro, se hubieran sumado miles de personas y entonces todo habría sido diferente porque no es lo mismo reprimir a un puñado que a un mar de gente».
«De haberse metido por Centro Habana y La Habana Vieja hacia adentro, se hubieran sumado miles de personas y entonces todo habría sido diferente porque no es lo mismo reprimir a un puñado que a un mar de gente»
Castro tuvo la habilidad de enfrentar a civiles contra civiles para evitar la imagen de los militares uniformados golpeando a la población. «No se sabía quién era quién, aunque recuerdo que los que se estaban manifestando se veían más flaquitos y con la ropa más deteriorada», asegura este habanero.
Mesa-Lago considera que el peor año de la crisis que llevó al Maleconazo fue 1993, «pero la crisis empezó desde 1991», puntualiza. Lo perdido no era poca cosa, entre 1960 y 1990 la URSS inyectó cerca de 65.000 millones de dólares en la economía de la Isla. En la década de los 80 ese abultado subsidio generó una época «dorada» del socialismo cubano que todavía hoy algunos recuerdan con nostalgia.
Ernesto nació un año después de aquella revuelta popular y ahora maneja un bicitaxi en las inmediaciones de donde aquella jornada su padre se unió a un grupo de los que gritaban y reclamaba que les permitieran salir del país. «El viejo me ha contado algunas cosas pero no le gusta hablar de aquel día porque la policía lo arrestó y lo metieron encana«. Años después y tras salir de la cárcel, el padre de Ernesto logró el asilo político para Estados Unidos.
«Aquí ya casi nadie habla de eso, aunque todo el mundo sigue con el mismo desespero de irse», reflexiona el bicitaxista. «La gente no se tira a la calle porque ya se vio que no se logra nada, pero el Maleconazo de hoy es afuera de las embajadas», considera.
El suceso ha sido borrado de la historia oficial y cada agosto, los medios ensalzan el cumpleaños de Fidel Castro, el día 13, mientras silencian aquella otra jornada que marcó tantas vidas. La Crisis de los Balseros que se desencadenó después, en la que decenas de miles de cubanos se lanzaron al mar también ha sido borrada de las efemérides que se estudian en las escuelas y difunden los medios nacionales.
En la misma esquina de Malecón y Belascoaín, uno de los epicentros de la protesta, ahora hay una explanada donde juegan niños y en la noche se reúnen grupos de jóvenes a compartir sus sueños y mucho ron. En el edificio que colinda y tiene unas columnas que miran al mar, han tratado de disimular las grietas con algo de pintura. Un hombre se mece en un sillón en el portal mientras vende cucuruchos de maní. Dice que no se acuerda mucho de aquel día pero que en la escalera de entrada al edificio «se escondieron unos muchachos, uno de ellos lleno de sangre porque le habían partido la cabeza».
La barriada de San Leopoldo, en Centro Habana, fue una de las que se llevó la peor parte de la represión contra los manifestantes de aquel 5 de agosto. Impulsados por la frustración y la ira, algunos de ellos comenzaron a romper vidrieras de negocios estatales y vandalizar los contenedores de basura. «Aquí casi todas las familias tuvieron a un hijo golpeado ese día o que después se fue en una balsa», opina Soriano.
Los medios oficiales transmitieron la llegada de Fidel Castro a la zona, como una señal de que la revuelta había sido aplacada y el Gobierno había salido victorioso. «Solo llegó cuando ya todo estaba calmado y la verdad es que ese no fue un día feliz para nadie en este barrio», cuenta una vecina de San Leopoldo que prefiere el anonimato y a la que «todo eso» la sorprendió en plena calle.
Pero detrás del mutismo oficial, la cicatriz sigue abierta. «Entregué el carné del Partido Comunista poco después de eso», cuenta la testigo. «Había dejado de creer en todo cuando vi a los constructores partiendo cabezas y repartiendo golpes».