El mediocre dilema
Cada vez se ven más lejos aquellos años en que los políticos tenían cierta intersección con la cultura y al menos pretendían que les interesaba la literatura, el cine, el teatro o cualquier expresión artística. Aquellos años en que los políticos leían, eran miembros de la academia, humanistas.
Escribí esas líneas hace un par de años, recién habían asaltado al cine Tonalá en la colonia Roma a punta de pistola y nuestras inenarrables autoridades de entonces ni siquiera manifestaban un pestañeo de indignación.
Lo volví a leer y se me encogió el corazón pensando que hoy, dos años después, con triunfal cambio de administración y de partido, de visión histórica, de bastón de mando y de color de los cielos y la tierra… estamos en las mismas.
No salgo del pasmo por la virulencia con la que se persigue a la comunidad artística y cultural cuando manifiesta necesidad de ingresos. No me cabe en la cabeza la mezquindad de quienes esperan que nuestro trabajo sea gratis, sin remilgos, con disponibilidad total y, de ser posible, en dosis breves e inmediatas porque este imperio de atragantarse la existencia no tiene tiempo para nimiedades.
Llevo rato leyendo bibliografía sobre Rufino Tamayo y su obra. Ese hombre de origen humilde, crecido en la orfandad, sin más dinero que para comprar siete manzanas por semana cuando se aventuró a buscar fortuna en Nueva York junto al compositor Carlos Chávez.
Tamayo inicia sus Coloquios de Coyoacán en los que conversa con Víctor Alba con una frase demoledora; cuando Alba le pide que resuma la lección para crear algo bueno, Rufino responde: Saber pasar hambre.
Y cuánta hambre y críticas pasó por no apegarse al nacionalismo que el gobierno de la época exigía y al cual representaron fielmente Rivera, Siqueiros y Orozco; desde luego bajo el mecenazgo del Estado.
Pero Rufino dijo no. Yo soy pintor, no político. Mi arte es universal y humanista, no está al servicio de un discurso gubernamental.
Y le costó el aislamiento. Y aquel saber pasar hambre durante años, derivó en severos trastornos gástricos que lo acompañaron el resto de su vida.
Pero cuando Tamayo se convirtió en conocido pintor internacional y recibió reconocimientos en Japón, Europa, EEUU y Latinoamérica ¿adivinen qué? pues que entonces sí el gobierno se adjudicó el orgullo de que un pintor mexicano —aunque no mexicanista— tuviera tal alcance y tal talento.
Sucede una y otra vez con quienes reciben premios literarios, artísticos, académicos y deportivos. Bailarines, músicos, gimnastas y científicos que sin el menor apoyo consiguen abrir camino únicamente empujados por su pasión que luego el Estado se apropia y presume por todo lo alto “en el nombre de México”. Es indignante.
Vuelvo a Rufino, que más adelante en los Coloquios dice: “Hay que trabajar, en el arte como en cualquier otra profesión, de modo regular, con tenacidad, ocho horas al día. Para ser pintor, hay que pintar”
Atentos a lo que sigue y perdón de rodillas por simplificar el asunto pero es que intento explicar algo y tengo que seguir la lógica burda del planteamiento que nos tiene aquí: es curiosa la paradoja que representa el caso de Tamayo, pobre y artista.
El discurso de los defensores de la 4T y del propio presidente Andrés Manuel para justificar los recortes presupuestales en Cultura, es que primero hay que atender la pobreza.
Sí, somos un país con más de 50 millones de mexicanos en pobreza, ¿pero es que alguien de verdad cree que el dilema es elegir entre ser pobres o incultos? ¿pobres o mediocres?
Lo increíblemente despectivo, ofensivo y retrógrada es lo que ese mensaje entraña: que los pobres son subhumanos. Y, por lo tanto, sólo tienen necesidades de un espíritu menor, de un orden meramente físico, alimentario, si acaso patrimonial.
Una persona me decía que comprendía el recorte a Cultura porque él creció en pobreza y que llegar a la cultura era difícil. Y yo pensé: difícil pero no secundario. Yo también crecí pasando hambre junto a mis numerosos hermanos, viviendo en cuartos de servicio sin puerta, anhelando seguridad. Y sé que no hay tal disyuntiva, que es un planteamiento falaz. Que soy un ser humano completo y complejo que siente el mismo deseo de alimentarse que de acceder a experiencias culturales, al arte, a la belleza.
Por otro lado, si ustedes buscan el Presupuesto de Egresos de la Federación para el ejercicio del año 2019, verán que lo asignado a Cultura representa menos del 0.2%, cero punto dos, menos del cero punto cinco, muy lejos del uno por ciento. Punto una mierda.
¿Es de ahí donde pretenden compensar la inequidad social en México? No, pos sí.
El recorte a la de por sí raquítica partida de Cultura fue del 7.6% respecto del año pasado, el recorte a Medio ambiente —otro tema preocupante— del 29%.
Es una escandalosa evidencia de los intereses políticos pero poco estadistas que nos gobiernan. Desde luego las partidas que más crecieron tienen que ver con pensiones y apoyos sociales. Y aquí vuelvo a la paradoja.
¿Preferirían los Tamayos del mundo una tarjeta de despensa y apoyo doméstico que una infraestructura sólida que les permita crear?
México no es un país pobre y sin embargo hay pobreza.
Esa perversión no es consecuencia de presupuestos excesivos asignados a Cultura, acabáramos. Es por la corrupción y por el gran negocio que representa la pobreza para empresas y gobiernos. Sí, también para el actual: los estados con mayor índice de pobreza reciben partidas especiales inmensas y son también los estados con mayor desviación de recursos; los pactos políticos con las élites empresariales garantizan la usura vergonzosa, una rentabilísima estrategia para lucrar con los pobres: las tarjetas de apoyos, los créditos a tasas de interés inhumanas, el aseguramiento de una plataforma de votos sometida y dependiente de su “mesada”.
La pobreza es rentable porque financia industrias, sectores, y fortunas inimaginables.
La pobreza es rentable porque proporciona millones de votos.
Al pan pan y al vino vino. Y las chingaderas, chingaderas.
Con su perdón y sin él pero es que estoy furiosa.
Que en las partidas presupuestarias para Cultura también hay corrupción, no lo dudo; lo que toca es el camino largo de trabajo difícil para limpiarlas, no pensar en desaparecerlas. Toda corrupción enferma, toda corrupción es parte del cáncer, en eso no regateo; pero insisto, hay que transparentar y limpiar, no demoler lo construido.
Ya casi me voy.
Nomás les dejo este fragmento brillante que no me canso de leer y citar. Del psicólogo y sociólogo Pablo Fernández Christlieb que describe perfectamente a la calamidad de funcionarios que sólo van cambiando el color de la estafeta pero que resultan todos de la misma estirpe.
“Solían ser buenos muchachos: en los sesenta eran hipiosos; en los setenta, concientizados; en los ochenta, ecologistas; y en los noventa, democráticos. Ahora ya son cancilleres, funcionarios, mandos medios o dueños de su restaurante, vestidos casual, con buen verbo y culturita, como si les hubiera ido bien aunque no quisieran, y como si se hubieran decrepitado pronto, como a los treinta años.
Venían con buena educación, buena familia, buenos principios, buen corazón pero un día cayeron en las garras del triunfo; tenían todas las inteligencias; la técnica, la emocional, la práctica, menos una: la inteligencia moral”.