El mejor psicoanalista de Norteamérica nunca ejerció
Hay una escena en Ada o el ardor que suele pasar desapercibida por ser aparentemente menor (si es que eso es posible tratándose de una novela de Nabokov). En ella, Van siente un estremecimiento al rozar por casualidad una rosa real camuflada entre flores artificiales. La dueña de la tienda de copias de objetos de arte donde se desarrolla la escena se da cuenta entonces de que poner una rosa natural en un ramo de flores artificiales es la mejor manera de atrapar al cliente. Aunque Nabokov es famoso por sembrar sus obras de señuelos para volver locos a los psicoanalistas —lo que nos hace dudar incluso de que esa rosa que parece real al tacto realmente lo sea—, otros escritores sí han dejado algo de verdad oculta en el ramo de su ficción (o eso al menos nos gusta pensar a los lectores). Ese es el caso del escritor sobre el que trata este artículo, conocido, entre otras cosas, por pasarse la carrera literaria haciendo de trilero con esa rosa, dando una vuelta de tuerca (o varias) a la vieja cuestión de cuánto hay de autobiográfico en una novela.
En los años ochenta, al profesor universitario Jeffrey Berman le parece sentir ese tacto de la rosa natural entre las páginas de una novela llamada Mi vida como hombre. El protagonista de este libro es un novelista que ha tenido una mala experiencia con su psicoanalista, que ha escrito sobre él en una revista especializada sin su consentimiento. A Berman el resentimiento que destilan esas páginas le parece genuino y decide indagar [1]. Siguiendo las muchas pistas que el autor dejó en la novela, empezó a buscar un artículo sobre la creatividad y el narcisismo de los artistas en revistas de psicoanálisis de mediados de los sesenta. Así dio con un artículo de Hans J. Kleinschmidt [2], psicoanalista con consulta en Manhattan. El artículo en cuestión recogía sus interpretaciones sobre Kandinsky, Thomas Mann, Giacometti o varios pacientes, uno de ellos un dramaturgo de poco más de cuarenta años al que le dedicaba un par de páginas. De este decía que había empezado a ir a terapia por el elevado nivel de ansiedad que le había provocado su reciente divorcio. La ambivalencia que sentía hacia su exmujer reproducía, a su entender, la relación que tenía con su madre, a la que calificaba de fálica: «Pronto se hizo evidente que su principal problema era la ansiedad de castración en relación con una madre fálica». Para apuntalar su interpretación, se apoyaba en varios episodios de la infancia del analizado. En uno de ellos, el chaval se moría de vergüenza cuando su madre, delante de una dependienta, le preguntó para qué quería él un bañador de mayores si con esa «cosita» no le hacía ninguna falta.
Berman tenía razón. Buena parte de esas dos páginas aparecían, con mínimos cambios, en el rifirrafe analista-analizado que se relata en Mi vida como hombre. Además, la imagen del niño comprando el bañador le resultaba familiar. Estaba seguro de que ya había leído sobre esa «cosita» antes… Él y unos cuantos millones de lectores, de hecho, porque el libro donde lo había leído, El mal de Portnoy, se había convertido en un bestseller instantáneo. No había lugar a dudas. Pese a los torpes intentos de disimular la identidad del analizado, el dramaturgo narcisista dado a «prácticas de voyerismo, exhibicionismo y fetichismo» era el mismísimo Philip Roth.
Confieso que cuando me enteré de la existencia del artículo de Kleinschmidt, pensé que por fin iba a saber toda la verdad de uno de mis escritores favoritos. Enseguida me di cuenta de que eso era una soberana estupidez. Todo lo que iba a encontrar en él estaba ahí para avalar una teoría y, si de algo pecaban muchos psicoanalistas de aquella época, era de intentar meter por la fuerza los hechos en la horma de las teorías freudianas de la infancia. Así, Kleinschmidt relacionaba la preocupación de Thomas Mann por la muerte, tema recurrente en sus obras, con su madre: «La muerte es la “madre oscura” para este tipo particular de individuo creativo. La madre se percibe como la muerte porque es vivida como amenazante y destructiva».
Mención aparte merece la conclusión a la que llega sobre Proust, del que afirma que acabó traicionando a su madre al regalar los muebles que heredó de ella a un prostíbulo de hombres (hecho que, cuando menos, convendría matizar) [3]. Otros analistas fueron más lejos y llegaron a hablar de impulsos matricidas y «profanación» de la figura materna [4]. Es curioso que la interpretación que ha hecho el psicoanálisis del caso Proust sea tan parecida a la que Kleinschmidt hace sobre Roth: en ambos casos, nos encontramos con una madre muy controladora y unos hijos divididos entre la adoración y el odio hacia ella. Los dos darán salida a su agresividad reprimida a través de su relación con otras mujeres y su obra literaria. Técnicamente, se habla de «sexualidad polimorfa», o perversa, aunque sus preferencias no sean exactamente las mismas (sadismo y masoquismo, en el caso de Proust; fetichismo, voyerismo, exhibicionismo y fantasías masturbatorias hostiles, en el de Roth).
No sé a qué prácticas exhibicionistas se refiere el analista (ni me importan), pero hay que tener en cuenta que, para él, la propia escritura era un ejercicio de exhibicionismo. Hay una frase en La contravida que, como señala Berman, parece rebatir esta idea: «[La narrativa] es una forma imaginativa de pesquisa… Cualquier cosa, menos exhibicionismo. Es, en todo caso, exhibicionismo que no ha salido del armario». Algunos han visto en algunas novelas, como Mi vida como hombre, un ajuste de cuentas con su analista [5]. Lo más probable es que, simplemente, Roth decidiera utilizar su análisis como material literario, igual que hizo Samuel Beckett con el suyo con Wilfred Bion. Además, dada la gran cantidad de pistas que fue dejando en sus novelas, da la impresión de que quería que sus lectores conocieran este incidente (probablemente para seguir jugando con ellos al juego de la rosa). No hacía falta rebuscar la escena del bañador en El mal de Portnoy: el recuerdo al que alude la primera frase de la novela («La llevaba tan incrustada en la conciencia que, al parecer, me pasé el primer año de colegio convencido de que todas y cada una de mis profesoras eran mi madre disfrazada») aparece también en el artículo del analista. De hecho, la novela entera parece una parodia de esa madre fálica, castradora, dibujada por este y de esas «fantasías masturbatorias hostiles» que figuran en el «pliego de cargos» que le imputó.
Con todo, leer la obra de Roth como un intento de refutar las interpretaciones de su analista sería muy reduccionista. En mi opinión, la ambición del escritor es mucho mayor y en sus novelas hace una enmienda a la totalidad al psicoanálisis de la época. Para Roth, el padre del psicoanálisis «es el lector equivocado de literatura imaginativa más influyente de todos los tiempos». Y, aunque en otros muchos aspectos Freud dio en el clavo, es fácil estar de acuerdo en esto con el escritor. Así, en «Dostoievski y el parricidio», Freud concluía que los temas que el ruso trataba en sus libros, «su preferencia por caracteres egoístas, violentos y asesinos», indicaban «la existencia de tales inclinaciones en su fuero interno». Su epilepsia no tendría, a su entender, un carácter orgánico, sino neurótico: los ataques epilépticos eran una especie de castigo que le imponía el propio cuerpo a instancias del superyó por haber deseado la muerte del padre (deseo que, por otra parte, infirió al leer Los hermanos Karamazov).
Es justo decir que Freud ha sido también uno de los pensadores más malinterpretados de la historia y a veces sus ideas se han utilizado de forma torticera. Un ejemplo de ello es el caso de Philippe Halsman, condenado por asesinar a su padre sin más pruebas que su complejo de Edipo. Como cuenta Romero Aguirre en su artículo sobre el parricidio [6], según los peritos, Halsman había deseado la muerte del padre, por tanto, lo había matado. Detrás de este despropósito estaba el antisemitismo (Halsman era judío), factor que también se ha de tener en cuenta al considerar la recepción de la obra del propio Freud. Es cierto que la sexualidad es importante en la teoría psicoanalítica, pero, desde luego, no se reduce a eso. El hecho de que se pusiera el foco exclusivamente en lo sexual contribuyó a aumentar los prejuicios ya existentes sobre los judíos, tradicionalmente considerados «hipersexuales». Esta es también una de las acusaciones que más veces tuvo que escuchar el propio Roth, especialmente por parte de la comunidad judía, pues alegaban que su obra solo iba a contribuir a reforzar estos prejuicios y, por tanto, el antisemitismo.
Roth conocía bien estos prejuicios y, aunque su intención no siempre fue bien entendida, pensó que la mejor forma de desactivarlos era a través del humor. Cuando Alex Portnoy le dice al doctor Spielvogel que su vida es un chiste, un chiste de judíos, está hablando del Edipo: «¡Sáqueme de este papel que estoy interpretando en un chiste judío, el del hijo asfixiado!». Los personajes de Roth son neuróticos muy conscientes de serlo, esa es precisamente su tragicomedia: «Tengo más marcas que un mapa de carreteras, las represiones me señalan de la cabeza a los pies. Puede usted recorrer mi cuerpo entero, a lo ancho y a lo largo, por superautopistas de vergüenza e inhibición y miedo». También tienen clara la cura: hay que acabar con la represión que atenaza a los judíos. Se acabó lo de ser el pueblo sufriente.
Ahora bien, Roth tiene claro que la psicología del ser humano va más allá del «pantano edípico». Pronto se da cuenta de que el lenguaje desempeña un papel importante en el sufrimiento humano. En esto coincide con Lacan, continuador de Freud, para quien el sujeto está dividido por efecto de lenguaje. Habría en los judíos, dice Roth, una sensibilidad especial al lenguaje. Quizá por eso sean más conscientes de esa división tan propiamente humana: «Dentro de cada judío hay multitud de judíos. El judío bueno, el judío malo (…) El que ama a los judíos, el que los odia…». El lenguaje hace que sus personajes se dupliquen, inventen distintas versiones de sí mismos, «contrayoes», «contravidas», de forma que, cuanto más hablan de sí mismos, más se desconocen. Para el escritor, el problema de los judíos es que no paran de hablar. Y Freud, con su regla de asociación libre (es decir, que en las sesiones el analizado exprese todo lo que se le pase por la cabeza sin ningún tipo de filtro), les da alas para hacerlo. Así las cosas, parece que la única cura —o al menos alivio— es el silencio. No en vano, acabará rompiendo la mandíbula a su personaje más famoso, Nathan Zuckerman, para que se calle de una vez.
Como ocurre con Proust, la escritura del americano destaca por su potencia introspectiva. No obstante, su obra no es exactamente un autoanálisis. En el diván de Roth no yace él, sino la identidad judía (y la norteamericana), concluyendo que no es posible conocerse del todo. Los personajes de Roth, muchos de ellos novelistas, se escriben constantemente. Esta idea, además de ser un recurso literario muy del gusto de la posmodernidad, está en consonancia con algunas corrientes psicológicas más actuales, como la terapia narrativa de White y Epston. Según este enfoque, la identidad se construye a través de las historias que nos contamos —y contamos a otros— sobre quiénes somos y qué nos ha pasado. El hecho de que seamos, en parte, ficción hace que no nos sea posible saber toda la verdad sobre nosotros (ni siquiera a través del psicoanálisis). Como le dice Zuckerman a Roth en Los hechos, la supuesta autobiografía del novelista: «Has escrito metamorfosis de ti mismo tantas veces que ya no tienes ni idea de quién eres. A estas alturas, no eres más que un texto ambulante».
Se dice que cuando Freud estaba llegando en barco a Nueva York para dar una charla, le dijo a Jung: «No saben que les traemos la peste». Hay quien opina que este contagio nunca se produjo o que, en todo caso, se produjo a la inversa: para el psicoanalista Gustavo Dessal, el American way of life acabó alterando la esencia del psicoanálisis, que quedó diluido en la llamada «psicología del yo» de Lowenstein o Hartman, que pone el foco en el ego (yo) en detrimento del ello. Para Roth, el yo es, en parte, ficción y es dudoso que tengamos uno. Así, en La contravida, Zuckerman afirma: «Lo único que puedo decirte con toda certeza es que yo, por mi parte, no tengo yo (…) Lo que sí tengo es toda una variedad de imitaciones, y no solo de mi yo, sino también de un auténtico tropel de intérpretes interiorizados, una compañía estable de actores a los que puedo recurrir cada vez que necesito un yo, una cambiante reserva de obras y papeles que integran mi repertorio (…) Soy un teatro y nada más que un teatro».
La principal corriente de psicoanálisis norteamericana tiene fama de superficial, pero si incluyéramos al señor Roth en la nómina de psicoanalistas, esa afirmación sería muy injusta. Que me perdonen los más ortodoxos, pero, para mí, su indagación sobre el narcisismo no desmerece al lado de la de Kohut o Kernberg. Seguramente, el muy versado en psicoanálisis no va a descubrir nuevas teorías en sus novelas, pero las encontrará mejor escritas, sin esa «pulsión» de llevar el discurso hasta los confines de lo incomprensible que caracteriza muchos textos psicoanalíticos. Es muy posible, además, que se eche algunas risas.
Notas
[1] Berman J., «Revisiting Roth’s psychoanalysts», The Cambridge Companion to Philip Roth, Cambridge University Press, Cambridge, 2007; pp. 94-110.
[2] Kleinschmidt H. J., «The angry act: the role of aggression in creativity», American Imago, 1967; 24(1/2): 98-128.
[3] Albaret C., Monsieur Proust, R que R, Barcelona, 2004.
[4] P. e., Bychowski G., «Marcel Proust and his mother», American Imago, 1973; 30(1): 8-25.
[5] Echevarría R., «Los psicoanálisis de Philip Roth. Negociando con el propio narcisismo», CTXT, 15 de agosto de 2018.
[6] Romero Aguirre R., «Dostoievski mató a su padre: una lectura de Freud», Fuentes humanísticas, 2015; 50: 41-52