El método de Trump, nuestra locura
Jean Dubuffet, “Tissu d’episodes” (c. 1976).
A veces, cuando los psicoanalistas comienzan el tratamiento de un paciente nuevo, rápidamente sienten que no pueden dar sentido a lo que está pasando. Las declaraciones y el comportamiento del paciente simplemente no cuadran, y el aluvión de declaraciones y acciones disociadas pueden comenzar rápidamente a producir algo parecido a una niebla desorientadora.
La mayoría de los médicos experimentados han aprendido que no deben atribuir esta confusión, que normalmente se acompaña de una forma inconfundible de ansiedad, a su falta de habilidad. En lugar de ello, los médicos versados toman la experiencia en sí y la ansiedad que la acompaña como datos significativos, que indican que se trata de, si no de una psicosis en el sentido estricto del diagnóstico, por lo menos algo cercano a los fenómenos de tipo psicótico.
Freud distinguía entre neurosis y psicosis con el argumento de que mientras la primera se localiza físicamente, la segunda es relativamente global. En la neurosis, las personas rompen con una parte de la realidad que les resulta intolerable. Como resultado, su relación general con la realidad sigue estando más o menos intacta, pero se deteriora en un aspecto de su personalidad.
Por el contrario, debido a que los individuos psicóticos tienden a encontrar la realidad como un todo demasiado doloroso de soportar, rompen globalmente con ella, y construyen una realidad propia alternativa, delirante, «mágica«. Esta relación alternativa con la realidad, que se manifiesta en las reuniones iniciales con el paciente, está en la raíz de la confusión del terapeuta.
Ahora muchos de nosotros, en toda la sociedad estadounidense en general, después de una campaña electoral interminable y una fase transitoria hacia la presidencia de Donald J. Trump, hemos experimentado una forma de desorientación y ansiedad que tiene un gran parecido a la situación clínica que he descrito. Y los acontecimientos recientes indican que este sentimiento no va a disminuir en el corto plazo.
Por supuesto, una experiencia clínica psicoanalítica y la experiencia social en general no son estrictamente análogas. Sin embargo, una comparación entre ellas puede resultar esclarecedora. Así como la desorientación y el desconcierto le indican a los analistas algo significativo acerca de lo que están experimentando en el ámbito clínico, así también nuestra confusión y ansiedad frente al Trumpismo nos pueden decir algo importante sobre nosotros. Estoy sugiriendo, en otras palabras, que el Trumpismo como una experiencia social puede ser entendido como un fenómeno psicótico similar.
Esto no es una cuestión de la psicopatología personal de Donald Trump, por muy alarmante que dicha cuestión pueda ser. El punto es, más bien, que el Trumpismo como un fenómeno psicológico-social tiene aspectos que recuerdan la psicosis, ya que implica un sistemático – y parece que probablemente intencional – ataque a nuestra relación con la realidad.
Se ha escrito mucho acerca de la política de la «post-verdad» en el contexto de la reciente elección presidencial, y con razón, ya que la relación de Trump con la verdad no es igual a la vieja prestidigitación conservadora.
Pero en un sentido importante, las campañas anti-informativas -tales como el esfuerzo dirigido por ultraconservadores como los hermanos Koch para desacreditar la investigación científica sobre el cambio climático- se mantuvieron dentro del registro de la verdad. Se vieron obligados a actuar como si los hechos y la realidad todavía estuvieran en su lugar, aunque sólo fuera para subvertirlos. Por ejemplo, cuando intentaron socavar las conclusiones de científicos legítimos, a menudo utilizaban argumentos racionales en relación con la certeza, la probabilidad y las pruebas. La experiencia social colectiva de esta propaganda puede haber dado lugar a una mayor ignorancia sobre la ciencia del cambio climático, pero no alteró sustancialmente nuestra experiencia de la verdad como tal.
Pero Donald Trump y sus operativos buscan algo cualitativamente diferente. Armado con los recursos de los medios de comunicación social, Trump ha radicalizado esta estrategia de una forma que pretende subvertir nuestra relación con la realidad en general. Afirmar que hay «hechos» alternativos, como su asesora Kellyanne Conway hizo, es afirmar que hay una realidad alternativa, delirante, en la que los «hechos» y comentarios más convenientes para apoyar las políticas y la visión de Trump tienen validez. Que aceptemos la realidad de que Trump y sus partidarios tratan de imponernos, o la rechacemos, es una fuente importante y omnipresente de las específicas confusión y ansiedad que el Trumpismo evoca.
La relación de Donald Trump con Vladimir Putin es un área donde nuestro sentido del desconcierto está particularmente pronunciado. Más allá de lo que pueda o no estar pasando entre los dos líderes autoritarios, las similitudes en su estilo son sorprendentes. Un reciente documental de la BBC, «HyperNormalization «, de Adam Curtis – que a menudo es tan exagerado como perspicaz – es sugerente en este contexto. Curtis dirige nuestra atención hacia Vladislav Surkov, cuyo título oficial es «sub-director de la administración presidencial» y que ha sido llamado el «titiritero» de la Rusia de Putin. Surkov tiene experiencia en teatro de vanguardia y es un devoto de la cultura postmoderna, habiendo adoptado técnicas teatrales y artísticas de la «subversión» para desencadenar un ataque frontal sobre el sentido de la realidad de la sociedad rusa. Según Curtis, Trump ha tomado sus estratagemas para extender el caos del libro de tácticas de Surkov, con Steve Bannon – un producto de Hollywood y Goldman Sachs que ahora se sienta en el Comité Principal del Consejo Nacional de Seguridad – en calidad del Surkov de Trump.
A diferencia de la Unión Soviética o la actual Corea del Norte, Surkov, como Peter Pomerantsev observa en The London Review of Books, no tiene por objeto generar y mantener el poder del régimen exclusivamente a través del ejercicio notorio del terror (aunque hay mucho de eso). Por el contrario, su «fusión de despotismo y posmodernismo» implica «una estrategia de poder basada en mantener a cualquier oposición que pueda existir constantemente confundida,» creando «un incesante cambio de formas que es imparable porque es indefinible.» Para mantener a sus oponentes desequilibrados e impotentes, él puede, por ejemplo, patrocinar en un momento determinado a grupos de «cabezas rapadas nacionalistas» y en otro momento a «grupos de derechos humanos«. En la misma línea, Surkov podría haber proporcionado la disposición de los asientos para el Consejo de Seguridad Nacional, en donde Bannon, un nacionalista blanco de extrema derecha, que ha proporcionado una plataforma para los antisemitas, se sienta a un lado de Trump, y su yerno Jared Kushner, un Judío ortodoxo, se sienta en el otro.
Después de observar a Donald Trump durante todos estos meses agotadores, está claro que, bien sea él un titiritero calculador como Surkov o simplemente alguien que funciona con la intuición de un hombre del espectáculo, la ley de la no contradicción no se aplica en su universo.
Contradiciéndose continuamente a sí mismo, sin importarle, Trump genera tal confusión en los miembros de la prensa y en la oposición política que a menudo los ha hecho ineficaces, especialmente al hablar a los que no pertenecen a la base liberal. Tardaron mucho en darse cuenta de que estaba jugando con un conjunto diferente de reglas. Esto es el porqué de que, como Hillary Clinton antes que ellos, han tenido tanta dificultad para ganar terreno frente a él a través de una demanda a los hechos y otras normas muy preciadas de la democracia liberal. Ha demostrado ser experto en desviar una bien intencionada verificación de datos, independientemente de la frecuencia con que la misma lo ha atrapado en una contradicción, así como contra-argumentos racionales, que pueden rebotar de él como una pelota de goma. Mientras Steve Bannon y sus colegas sigan desestabilizando nuestro sentido de la realidad, y sus oponentes no puedan reconocer cómo funcionan estas técnicas, los que se oponen a Trump seguirán trastabillando.
En el ámbito psiquiátrico, sólo es posible tratar a un paciente en el rango psicótico del espectro del diagnóstico cuando un analista no se centra en el «contenido manifiesto» – sobre lo que realmente sucede en la superficie – sino que encuentra una manera de abordar las dinámicas subyacentes, para poder examinarlas y establecer, en primer lugar en el marco analítico, y después, con suerte, en la vida del paciente, una relación menos difícil con la realidad.
En el lado esperanzador, ha habido recientemente un intento robusto y enérgico no sólo por parte de los miembros de la prensa, sino también de la profesión legal y de ciudadanos comunes, para desafiar y contrarrestar el ataque del Trumpismo a la realidad.
Pero en el lado menos alentador, la experiencia clínica nos enseña que el trabajo con los pacientes más perturbados puede llevar mucho tiempo, es muy agotador y en ocasiones puede conducir al cansancio extremo. El temor es que si el presidente No. 45 mantiene este ritmo maníaco, puede desgastar la resistencia y se establezca una especie de agotamiento con Trump, haciendo que la desorientada experiencia de la realidad creada por él crezca cada vez más fuerte e insidiosa.
Traducción: Marcos Villasmil
NOTA ORIGINAL:
The New York Times
Trump’s Method, Our Madness
Joel Whitebook
Sometimes, when psychoanalysts begin treatment with a new patient, they quickly find themselves feeling that they can’t make sense of what is going on. The patient’s statements and behavior simply don’t add up, and the flurry of dissociated statements and actions can quickly begin to produce something like a disorienting fog.
Most seasoned clinicians will have learned that they shouldn’t attribute this confusion, which is typically accompanied by a distinct form of anxiety, to their lack of skill. Instead, adept clinicians take the experience itself and the accompanying anxiety as significant data, indicating that they are dealing with, if not psychosis in the strict diagnostic sense, at the very least something in the vicinity of psychotic-like phenomena.
Freud distinguished between neurosis and psychosis by arguing that while the former is psychically localized, the latter is relatively global. In neurosis, individuals break with a portion of reality that they find intolerable. As a result, their overall relation to reality remains more or less intact, but becomes impaired in one aspect of their personality.
In contrast, because psychotic individuals tend to find reality as a whole too painful to bear, they break with it globally, and construct an alternative, delusional, “magical” reality of their own. This alternate relation to reality, manifesting itself in the initial meetings with the patient, is at the root of the clinician’s confusion.
Now many of us throughout American society at large, after an interminable electoral campaign and transitional phase into the presidency of Donald J. Trump, have experienced a form of disorientation and anxiety that bears a striking resemblance to the clinical situation I have described. And recent events indicate that this feeling is not going to abate any time soon.
Of course, a clinical psychoanalytic experience and general social experience are not strictly analogous. But a comparison of them can prove illuminating. Just as disorientation and bewilderment tell analysts something significant about what they are experiencing in the clinical setting, so too our confusion and anxiety in the face of Trumpism can tell us something important about ours. I am suggesting, in other words, that Trumpism as a social experience can be understood as a psychotic-like phenomenon.
This is not a question of Donald Trump’s personal psychopathology, alarming as that question may be. The point is, rather, that Trumpism as a social-psychological phenomenon has aspects reminiscent of psychosis, in that it entails a systematic — and it seems likely intentional — attack on our relation to reality.
Much has been written about “post-truth” politics in the context of the recent presidential election, and rightly so, as Trump’s relationship with the truth is not the same old conservative legerdemain.
But in an important sense, anti-fact campaigns, such as the effort led by archconservatives like the Koch brothers to discredit scientific research on climate change, remained within the register of truth. They were forced to act as if facts and reality were still in place, even if only to subvert them. For example, when they attempted to undermine the findings of legitimate scientists, they often utilized rational arguments concerning certainty, probability and proof. The collective social experience of this propaganda may have led to greater ignorance about the science of climate change, but it didn’t substantially alter our experience of truth as such.
But Donald Trump and his operatives are up to something qualitatively different. Armed with the weaponized resources of social media, Trump has radicalized this strategy in a way that aims to subvert our relation to reality in general. To assert that there are “alternative facts,” as his adviser Kellyanne Conway did, is to assert that there is an alternative, delusional, reality in which those “facts” and opinions most convenient in supporting Trump’s policies and worldview hold sway. Whether we accept the reality that Trump and his supporters seek to impose on us, or reject it, it is an important and ever-present source of the specific confusion and anxiety that Trumpism evokes.
Donald Trump’s relation to Vladimir Putin is one area where our sense of bewilderment is particularly pronounced. Whatever may or may not be going on between the two authoritarian leaders, similarities in their style are striking. A recent BBC documentary, “HyperNormalization,” by Adam Curtis — who is often as over-the-top as he is insightful — is suggestive in this context. Curtis calls our attention to Vladislav Surkov, whose official title is “the vice head of the presidential administration” and has been referred to as the “puppet master” of Putin’s Russia. Surkov has a background in avant-garde theater and is a devotee of postmodern culture, and has adopted theatrical and artistic techniques of “subversion” to unleash a full frontal attack on Russian society’s sense of reality. According to Curtis, Trump has taken his stratagems for spreading pandemonium from Surkov’s playbook, with Steve Bannon — a product of Hollywood and Goldman Sachs who now sits on the National Security Council’s Principals Committee — acting as Trump’s Surkov.
As opposed to the Soviet Union or contemporary North Korea, Surkov, as Peter Pomerantsev observed in The London Review of Books, does not seek to generate and maintain the regime’s power exclusively through the exercise of overt terror (though there is plenty of that). On the contrary, his “fusion of despotism and postmodernism” comprises “a strategy of power based on keeping any opposition there may be constantly confused,” creating “a ceaseless shape-shifting that is unstoppable because it’s indefinable.” To keep his opponents off-balanced and powerless, he might, for example, sponsor “nationalist skinheads one moment” and “human rights groups the next.” In a similar vein, Surkov could have provided the seating arrangements for the N.S.C., where Bannon, a right-wing white nationalist who has provided a platform for anti-Semites, sits on one side of Trump, and his son-in-law Jared Kushner, an orthodox Jew, sits on the other.
After observing Donald Trump for all these exhausting months, it is clear that, whether he is as calculating as a puppet master like Surkov or simply functioning on a showman’s intuition, the law of noncontradiction does not apply in his universe.
By continually contradicting himself and not seeming to care, Trump generates confusion in the members of the media and political opposition that has often rendered them ineffectual, especially in speaking to those outside the liberal base. They were slow to realize that he was playing by a different set of rules. This is why they, like Hillary Clinton before them, have had such difficulty gaining traction against him via appeals to facts and other cherished norms of liberal democracy. He has proved adept at deflecting well-intentioned fact-checking, regardless of how often it has caught him in a contradiction, and rational counterarguments, which can bounce off him like rubber. As long as Steve Bannon and his colleagues continue to destabilize our sense of reality, and their opponents fail to recognize how these techniques work, those who oppose him will continue to stumble.
In the psychiatric setting, it only becomes possible to treat a patient in the psychotic range of the diagnostic spectrum when an analyst does not focus on the “manifest content” — on what actually happens on the surface — but finds a way to address the underlying dynamics in order to work them through and establish, first in the analytic setting, and then hopefully in the patient’s life, a less compromised relation to reality.
On the hopeful side, there has recently been a robust and energetic attempt not only by members of the press, but also of the legal profession and by average citizens to call out and counter Trumpism’s attack on reality.
But on the less encouraging side, clinical experience teaches us that work with more disturbed patients can be time-consuming, exhausting and has been known to lead to burnout. The fear here is that if the 45th president can maintain this manic pace, he may wear down the resistance and Trump-exhaustion will set in, causing the disoriented experience of reality he has created to grow ever stronger and more insidious.