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El México de AMLO aún padece los síntomas de un narco-Estado

Ricardo Raphael es un periodista, académico y escritor mexicano. Su libro más reciente es 'Hijo de la guerra’.

“Eso sí calienta”, suele repetir el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), cuando la prensa compara el desempeño de su gobierno con hechos y datos de los gobiernos anteriores. Nada le importa más que distinguirse del pasado a partir de una moral personal que él considera muy superior.

 

Con esta convicción, el 10 de agosto reconoció que, durante la administración del expresidente Felipe Calderón Hinojosa, México tuvo un narco-Estado. Refirió como evidencia la denuncia, en Estados Unidos, contra el entonces secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, por presuntos vínculos con el Cártel de Sinaloa: “Quienes tenían a su cargo el combate a la delincuencia, estaban al servicio de la delincuencia… (ellos) decidían a quién perseguir y a quién proteger”.

 

Acaso el presidente comete un error en el uso del tiempo verbal: a pesar de que le caliente, México aún padece síntomas graves de narco-Estado. No bastó que llegara un nuevo grupo gobernante para dar vuelta a esta página en la historia de la violencia mexicana.

 

No solo se trata de que los indicadores más preocupantes —como el homicidio, la extorsión, o las desapariciones— continúen elevándose, sino también del control que las empresas criminales sostienen sobre regiones extensas del territorio mexicano. Es insuficiente definir la existencia de un narco-Estado a partir de las personas, y en esto se parecen López Obrador y su alter ego, Calderón Hinojosa.

 

El 13 de febrero de 2009, en una reunión con la cúpula del opositor Partido Revolucionario Institucional, el entonces presidente Calderón advirtió que, de perder la batalla contra la delincuencia organizada que él había iniciado en 2006, un día México podría vérselas con un presidente narcotraficante. Quizá no imaginó que, 11 años después, Genaro García Luna iba a ser acusado en un tribunal de Nueva York por haber sido un secretario narcotraficante.

 

Al parecer, con este funcionario de la administración calderonista la penetración y el jaqueo del narco en el gobierno llegaron muy lejos. Mientras tanto, el entonces presidente cometió el peor de los errores al suponer que la clave de la honestidad de su gobierno radicaba en asumir que él era un hombre honesto. En su visión de las cosas, México no tenía todavía un narco-Estado porque él no era un narco-presidente.

 

A Calderón la historia le está cobrando muy cara su arrogancia y si AMLO continúa por esa brecha lo mismo va a sucederle. La existencia de un narco-Estado no se mide solamente por la corrupción de los funcionarios públicos; se trata, sin duda, de una condición necesaria, pero el fenómeno es más complejo.

 

El escritor Carlos Monsivais describió al narco-Estado como un Estado paralelo del narco. Para que este funcione, las empresas criminales cuentan con un brazo político y de relaciones públicas que permite corromper a cientos —quizá a miles— de funcionarios públicos en todos los niveles. Sin embargo, para perdurar, esas redes delincuenciales poseen otras estructuras igual de importantes: los brazos armado y financiero.

 

Gracias al primero, el crimen es capaz de competir con el Estado en el gobierno del territorio y la población. Cuenta con grupos de personas que tienen habilidades muy sofisticadas para el acopio de información e inteligencia, para monitorear el comportamiento de sus subordinados, aliados y enemigos, y para imponer —si es necesario y con los métodos más arbitrarios— el imperio de sus decisiones.

 

El brazo financiero es complejo porque incluye actividades tan diversas como el cobro por derecho de piso y los servicios de seguridad, los permisos de operación a las empresas rivales o subordinadas, el cohecho a servidores públicos, el financiamiento de campañas políticas, el lavado de dinero, el pago a proveedores y distribuidores, y otras tantas operaciones relacionadas.

 

En el discurso todos los gobiernos, desde el de Calderón hasta el de López Obrador, han presumido de tener “una estrategia integral” contra estas redes. Lo cierto es que durante los tres últimos lustros tanto las financieras como las criminales se han fortalecido sin contención.

 

En contraste, casi todos los esfuerzos públicos han sido destinados a cortar la cabeza de los mandos directivos de las empresas criminales y también de los funcionarios involucrados en los negocios ilícitos.

 

En el salón de la fama del narco-Estado mexicano abundan, como trofeo, las cabezas legendarias de cada empresa criminal que, al día siguiente de haber rodado, fueron sustituidas sin mayor contratiempo.

 

La lección ha sido amarga: si los brazos armado, financiero o criminal de las empresas ilegales permanecen intocados, de poco o nada sirve que los altos mandos del Estado se den baños de pureza, que presuman la honestidad de sus funcionarios, que apresen a los servidores corruptos o a los narcotraficantes más famosos.

 

El investigador Luis Daniel Vázquez Valencia asegura que estas son las condiciones de un contexto de macrocriminalidad al cual están sometidas extensas regiones del país.

 

No solamente se trata de un Estado dentro del Estado: es un contexto impune para la comisión de delitos, dentro de una región relativamente amplia, que se perpetúa gracias a la existencia de estructuras orgánicas sofisticadas dedicadas a actividades empresariales diversas, a hacer política en todos los niveles de gobierno y a imponerse, generalmente con violencia, sobre las poblaciones de esos territorios.

 

Es en este contexto que López Obrador no puede hablar de un pasado tan distinto al presente: México aún no se ha librado de las condiciones de macrocriminalidad que llevan dañando la vida y el patrimonio de millones de personas desde hace ya 14 años.

 

 

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