El miedo a Cristina Kirchner, clave de la impunidad
La Corte Suprema fue presa del «síndrome Alberto»: ayer dije una cosa, hoy digo la contraria. Lo que antes valía, ya no; lo que era definitivo, ahora es transitorio. A la mayoría peronista del Alto Tribunal le llevó más de un mes y 95 fojas dar semejante voltereta, pero la dio. Quedó patas para arriba, como el país. Los cortesanos dibujaron sesudos argumentos para correr a plazo fijo y con disimulo a dos camaristas cuyo pecado es aplicar la ley en las causas de corrupción que se le siguen a la vicepresidenta. En ese trámite culposo alteraron principios jurídicos esenciales. Con esas fintas y ese fallo, los encargados de velar por la casa de todos abrieron las puertas de la Justicia al asedio kirchnerista y al operativo impunidad, pero también sembraron graves incertezas sobre la estabilidad de los jueces, lo que debilita aún más al Poder Judicial ante la voracidad del Gobierno.
¿Cómo se explica el fallo de la Corte? Ensayemos una hipótesis. En la Argentina, los estamentos de poder se manejan con una lógica transparente, aunque velada: la obediencia puede más que el deber ser. Traducido, la fuerza mata la ley. Este principio, elemento ordenador de nuestro sistema corporativo (y de su mayor partido político, el peronismo) ha tomado un cariz más dramático con el liderazgo de Cristina Kirchner. La obediencia al caudillo se ha vuelto sumisión. Cimentado en el miedo y alimentado con humillaciones, este lazo tiene atenazados no solo al viejo peronismo, sino también al resto de las corporaciones que han disfrutado de los privilegios del poder durante décadas. Este vínculo perverso ha alcanzado una fuerza tal que la subordinación de las corporaciones o de muchos de sus representantes a esa voluntad omnipresente se impone incluso sobre el más básico instinto de supervivencia. Tal vez crean que están jugando al juego de siempre y no perciben que con esos actos de acatamiento firman al mismo tiempo su propia defunción. Se inmolan en el altar de aquella a la que por miedo le ofrendan la suma del poder. Al ir por todo, ella va también por ellos.
La vicepresidenta necesita que la juzguen militantes vestidos de jueces y la Corte se allana ante semejante pretensión
La suerte del país se juega en la disputa entre la verdad de los hechos y la verdad del relato, y quien debe definir la contienda es la Corte. Por eso el fallo del martes dejó a la sociedad argentina en estado de orfandad: la mayoría de los cortesanos se decidieron por el relato y abrieron un interrogante de vértigo sobre la capacidad del Tribunal de actuar como último recurso ante los que atentan contra la división de poderes para alcanzar una hegemonía autoritaria que garantice impunidad. Lejos de eso, les dedicaron un guiño: avancen, nomás (y a los jueces, otro guiño: el que investiga, pierde). Para hacerlo, violentaron un ramillete de presupuestos jurídicos, como señaló el constitucionalista Daniel Sabsay. Entre ellos, la cosa juzgada, la inamovilidad de los jueces, el principio del juez natural y la irretroactividad de la ley.
Si querían cambiar el régimen de los traslados, una costumbre discutible asentada durante 70 años, podrían haberlo hecho de aquí en más, sin afectar derechos adquiridos y sin producir un descalabro en la administración de justicia. La sociedad, por otra parte, tiene derecho a que actos gravísimos de corrupción de los que fue víctima sean juzgados por jueces imparciales. Sin embargo, la vicepresidenta necesita que la juzguen militantes vestidos de jueces y la Corte se allana ante semejante pretensión. Anteayer, con un nuevo fallo, la mayoría extendió lo decidido en el caso de los camaristas Leopoldo Bruglia y Pablo Bertuzzi al juez Germán Castelli, integrante del tribunal oral que debe juzgar a la vicepresidenta por la causa de los cuadernos de las coimas, una radiografía feroz de la matriz corporativa que la bulimia de los Kirchner llevó al límite (y que ahora el Gobierno busca dinamitar cuestionando la figura del arrepentido).
Además de los tres jueces en cuestión, de una valentía ejemplar, quien no siguió el juego habitual fue el presidente de la Corte Suprema. Carlos Rosenkrantz comprendió la gravedad institucional del caso y en su fallo mantuvo con coherencia la posición que el Tribunal había adoptado dos años atrás: votó en soledad por la permanencia de los jueces en sus cargos, subrayando la garantía de inamovilidad establecida por la Constitución. En un contexto adverso, de fuertes presiones, hizo lo que debía hacer. Votó de acuerdo a la ley. Allí reside su ejemplaridad.
La posición de Rosenkrantz representa un gesto de resistencia ante la costumbre de las corporaciones de defenderse entre sí o de cambiar favores de espaldas a la ciudadanía, que es lo que nos condujo hasta este presente de degradación institucional y económica. Difícil que se encamine la economía si el Gobierno, que debe ofrecer un marco de credibilidad y seguridad jurídica, sigue atacando las instituciones de la democracia (con el Presidente, abogado del lawfare, en la primera línea). ¿No hay más voces de los sectores empresarial, sindical y político que, actuando con un horizonte de más largo plazo que el de costumbre, o por mera autopreservación, se atrevan a señalar dónde está el problema? ¿Seguirá el país bailando al ritmo de una persona que lidera un ejército decidido a conquistar facciosamente lo que es de todos?
La resistencia más fuerte y decidida de la república viene de la calle. Cada uno de los banderazos es un reclamo no solo al Gobierno, sino también a aquellos que todavía conservan alguna cuota de poder en la Argentina. Les exigen que, antes de que sea demasiado tarde y venciendo el miedo, lo pongan al servicio de la verdad y la democracia republicana por las que velan los que marchan.