Martín Caparrós: El milagro de Sánchez
BARCELONA — Estaba muerto. Respiraba —de tanto en tanto respiraba—, pero su vida política se había acabado radical, catastróficamente. Acababa de ser destituido como secretario general del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), había devuelto su acta de diputado para no votar a Mariano Rajoy como presidente del Gobierno, sus aliados lo habían traicionado, se había peleado con Felipe González, con el diario El País y con Telefónica, y decidió subirse a su coche y “volver a la carretera para escuchar a los militantes” socialistas. Corría septiembre de 2016, y fue el blanco de todas las burlas, de todos los memes. Pedro Sánchez Pérez-Castejón estaba muerto: lo sabían todos salvo él.
Hijo de una abogada y de un economista, de clase media cómoda, Sánchez había nacido 44 años antes en Madrid en un 29 de febrero, un día casi falso. Hincha del Aleti, jugador de básquet, se licenció en economía, terminó un par de masters, trabajó en instituciones europeas y siempre fue amable y guapo; de metro noventa, la planta de galán antiguo. En julio de 2014, los “Viejos Astutos” —un viejo sabio es otra cosa— de su partido decidieron lanzarlo para cortarle el camino a un candidato demasiado autónomo. Sánchez no tenía historia, nadie lo conocía: sería, pensaron, un buen busto parlante, un títere adecuado.
Lo hicieron secretario general; se presentó a las elecciones de diciembre de 2015 y consiguió el peor resultado de la historia de su partido: 90 diputados de 350. Aún así, intentó formar gobierno con alianzas diversas; fracasó. Se convocaron nuevas elecciones: en junio de 2016, Pedro Sánchez volvió a conseguir el peor resultado en la historia de su partido: 84 diputados. Las derrotas lo habían debilitado y los Viejos Astutos (V. A.) consiguieron echarlo.
Al año siguiente los V. A. convocaron elecciones a secretario general del PSOE para que las ganara su nueva candidata, la líder andaluza Susana Díaz; Pedro Sánchez decidió presentarse. Todos decían que no tenía ninguna chance de derrotar al aparato. Lo hizo: había resucitado. Y después desapareció: hasta ahora llevaba meses como un líder casi ausente, del que poco se sabía, que caía mes tras mes en las encuestas.
Hasta que, este 24 de mayo, un tribunal condenó a varios exmilitantes del Partido Popular a muchos años de cárcel por una vieja causa de corrupción. Su presidente, Mariano Rajoy, aparecía nombrado en la sentencia, y el escozor social se hizo evidente. Ese día, Sánchez anunció que lanzaría una moción de censura. Era la cuarta en cuarenta años de democracia, ninguna había funcionado, y parecía un modo de hacer ruido y de recuperar algún espacio. Pero a partir del martes crecieron los rumores: la moción quizá tenía vida.
El viernes 1 de junio a las 11:32 sucedió lo inaudito: por mayoría absoluta de diputados, la moción triunfó y Sánchez fue proclamado nuevo presidente del Gobierno español. Rajoy, el líder que había puesto al país en pie de guerra y riesgo de secesión, reprimido votantes y encarcelado opositores, recortado prestaciones sociales y aumentado la desigualdad —y que nunca había perdido los votos de su pueblo— terminaba expulsado por una causa judicial. Un signo de los tiempos: el honestismo en todo su esplendor.
(Llámase honestismo a la convicción de que —casi— todos los males de un país son producto de la corrupción en general y de la corrupción de los políticos en particular. Honestismo: la convicción de que la solución de esos males es un asunto policial más que político, de que no hay izquierda ni derecha sino honestos y deshonestos).
Era un milagro. O una confusión: el parlamentarismo en todo su esplendor.
En cualquier caso, era una sorpresa extrema. El panorama político español se dio vuelta en seis días y el gobierno cambio de medio a medio. Hacer análisis político, últimamente, es una fuente constante de vergüenzas: la política se empeña en desmentir a los sabihondos.
Todo es raro. Yo mataría por ver el momento del “qué hice”: esta tarde, esta noche, cuando Pedro Sánchez se siente en un sofá y se dé cuenta de que ahora, de verdad, es el presidente del Gobierno español, que debe conducir este país, que todo lo que acaba de pasarle acaba de pasarle. Que dirige un gobierno en absoluta minoría parlamentaria, aliado con los nacionalistas vascos y catalanes y con Podemos. Que tendrá que formar —en tres o cuatro días— un gobierno con los cuadros de su partido que el año pasado quisieron echarlo; que tendrá que armar —en tres o cuatro días— una política de Estado que nadie había previsto; que tendrá que decidir qué espacio entrega a los partidos que lo apoyaron, Podemos incluido. Que le costará promulgar cada ley; que deberá intentarlo a fuerza de negociaciones, de tomas y de dacas. Que tendrá que gobernar con los presupuestos que armaron, hace unos días, sus rivales. Que esos rivales están sedientos de venganza.
Por supuesto, el nuevo presidente podría convocar a elecciones más o menos rápidas y lavarse las manos: que el pueblo decida. No parece probable. Se suponía que en este año y medio que faltaba hasta el final de la legislatura la derecha española intentaría producir su recambio: que Ciudadanos, más cool, moderno y presentable, terminaría de remplazar a los carcamales sospechosos del Partido Popular (PP) y ganaría las elecciones. Parecía seguro, hasta que Sánchez y su conejo sin galera se les metió en el medio. Ahora la tarea principal de su gobierno será tratar de impedirlo: producir, de aquí a las elecciones, argumentos para que lo voten a él y no a Albert Rivera, líder de Ciudadanos. Y su mejor aliado será su enemigo: el PP, muy herido, depende para su supervivencia de la caída de Rivera.
Para eso —y tantas otras cosas— el nuevo presidente precisa que su gobierno dure. No será fácil, pero Pedro Sánchez nunca se da por muerto y ahora enfrenta la oportunidad de su vida. Tiene, para eso, una bala de plata catalana. Los dirigentes independentistas saben que su obstinación no los llevó muy lejos —o demasiado lejos, cárceles y exilios— y ahora les toca negociar. No podían hacerlo con Rajoy, intransigente, sordo. Si el presidente, como ha dicho, se sienta con ellos y discuten, algo serio habrá cambiado en Cataluña y en España.
O quizá no: todo, ahora, es pura incertidumbre. Pero es probable que ya nadie repita el viejo error de dar por muerto a Pedro Sánchez.