El misterio de la inscripción española en la tumba de John Wayne, el hombre más temido del Oeste
Sobrevivió a miles de duelos en pantalla, al tabaco, al whisky y hasta a tres intentos de asesinato, uno de ellos orquestado por Stalin, pero el cáncer terminó matando a El Duque, «el hombre tranquilo»
Cuando era pequeño se burlaban de él por tener nombre de niña, pero terminó convertido en el tipo duro de Hollywood, en símbolo de la masculinidad de un país que vio cómo ese hombre de Iowa recuperaba junto a los maestros un género en declive. Nació como Marion y sin título nobiliario, pero murió convertido en John Wayne, El Duque y el hombre más temible del Oeste cinematográfico.
Le gustaban los libros casi tanto como disparar balas, y recitaba a Shakespeare con la misma soltura con la que cabalgaba. El actor, que ostenta el meritorio récord de tener más papeles protagonistas que ningún otro intérprete, era rudo y llenaba con su metro noventa y tres la pantalla, una envergadura imponente que sin embargo no eclipsaba la sensibilidad detrás de su sólida fachada. «Es duro como el acero por fuera, pero blando como la mantequilla por dentro», dijo del vaquero por antonomasia una de sus grandes amigas, Elizabeth Taylor.
Por recomendación de John Ford, y después de ver su planta mientras trabajaba de utillero, Raoul Walsh contrató a Wayne para «La gran jornada» (1930), un fracaso comercial que supuso el debut del actor en un wéstern con sonido. «Se iba riendo con una expresión tan cálida y tan saludable que me quedé ahí parado mirando su físico hermoso, su fuerza indiferente», alabó el director, que le cambió el nombre a aquel Duke Morrison y configuró al mito del género. Tras el desastroso debut en el filme de culto, casi una década tuvo que pasar para que el genio del parche rescatara a ese gigante bonachón y lo convirtiera en una estrella del género. Ya como Ringo Kid, Wayne se subió a «La diligencia» (1939) de Ford, y a base de palos aprendió a actuar, a moverse y a ganarse por fin al director, para quien pasó a ser su actor fetiche.
Aunque tenía claro que ese intérprete curtido en wésterns de serie B era su protagonista, hizo que cobrara 3.700 dólares, la mitad que Claire Trevor (la protagonista femenina), y cuando podía, le atizaba. Durante una prueba de cámara con Trevor, Ford agarró a Wayne por la barbilla y lo sacudió. «¿Qué estás haciendo con tu boca?», le gritó. «¿Por qué mueves tanto la boca? ¿No sabes que en el cine no se actúa con la boca? ¡Se actúa con los ojos!». No fueron las únicas calamidades que el actor tuvo que soportar del genio del parche durante el rodaje de «La diligencia»: «¿No sabes caminar? Eres tan torpe como un hipopótamo. Deja de arrastrar tu diálogo y muestra alguna expresión. Pareces un huevo escalfado» o «Estúpido bastardo, debería haber conseguido a Gary Cooper. ¿No puedes caminar como un hombre?».
El director de Maine se entretuvo durante el rodaje corrigiendo cada mínimo detalle del intérprete, a veces con malas formas, pero no consiguió nunca una respuesta similar del actor, que mantuvo su entereza. «Estaba tan jodidamente enfadado que quería matarlo», se desahogó Wayne tiempo después. Ya lo advirtió Peter Bogdanovich en esas conversaciones con el genio del cine que convirtió en libro («John Ford», de la editorial Hatari Books): «Cuando el señor Ford te insultaba o atacaba, sabías que le gustabas».
Tanto, que volvió a trabajar con él en 24 películas, imprescindibles títulos de la historia del cine como «Fort Apache», «Centauros del desierto» o «El hombre tranquilo», donde volvió a coincidir con su amiga Maureen O’Hara, que dijo de él que, junto a su padre y su último marido, había sido uno de los «tres grandes hombres» de su vida.
Wayne se libró de ir a la Segunda Guerra Mundial, algo que John Ford le recriminó durante toda su vida, pero batalló en un sinfín de combates a lo largo de casi 200 películas, venciendo a apaches y comanches y a su mayor enemigo, casi siempre él mismo. Sin embargo, fue incapaz de enfrentarse a la superstición, esa que le impedía pasar un bote de sal en la mesa o colocar el sombrero en el cabecero de la cama. Tampoco se le daba mal ganar al ajedrez, si bien su fortuna, para algunos como Robert Mitchum, no eran más que «trampas».
Fumador de seis cajetillas al día, John Wayne dedicó su vida al cine. Con medio siglo de trayectoria profesional, El Duque trabajó con los más grandes en títulos imprescindibles del séptimo arte como «Río Rojo» (Howard Hawks, 1948) o «El hombre que mató a Liberty Valance» (John Ford, 1960). Una dedicación que le valió el título del actor mejor pagado de Hollywood, pero que echó por tierra sus tres matrimonios con tres mujeres hispanas. «Aquello no era un actor. Era un héroe mitológico devuelto a la vida milagrosamente», llegó a decir Louise Brooks, con quien coincidió en «Overland Stage Raiders» (George Sherman, 1938). Ford coincidió con la actriz, pero, como siempre, admiraba a su manera. «¡Nunca supe que el gran hijo de puta podría actuar!».
Cuando Stalin intentó asesinarlo
Armado con su pistola y su sombrero, cabalgó por el Oeste cinematográfico sin rival alguno que se atreviera a presentarle batalla. Siempre con su whisky a mano —«nunca confío en un hombre que no bebe»—, Wayne salió indemne de tres intentos de asesinato, uno de ellos orquestado por Stalin. El ferviente anticomunismo del actor, que le llevó a apoyar a la caza de brujas de McCarthy, le acercó también a Richard Nixon, a quien defendió incluso después del Watergate. Tal lealtad caló en el trigésimo séptimo presidente de los Estados Unidos que, tras su muerte, dijo del actor: «Los papeles que interpretó y la vida que vivió inspiraron a los americanos durante generaciones».
Tuvo que ser frustrante para un hombre con 181 títulos en su filmografía que, en los sesenta, se hablara más de su ideología conservadora y su enfermedad que de sus películas, a las que literalmente había entregado su vida. En una charla en su remolque durante el rodaje de «El Dorado» (Howard Hawks, 1966), el actor le confesó a Bogdanovich: «¡Dios, ha sido genial hablar sobre… fotografías! Nadie habla conmigo de nada que no sea política y cáncer».
Un rodaje radioactivo
Una enfermedad que muchos atribuyen a las trece semanas de rodaje de «El conquistador de Mongolia» (1956), que se filmó en Utah sobre un terreno repleto de polvo radiactivo residual de varios ensayos nucleares, cuya gran mayoría se realizaron en el «Nevada Test Site», en las llanuras de Yucca, a 200 kilómetros de St. George, la localidad en la que se alojó el equipo de rodaje de «El conquistador de Mongolia».
Además, por si no fuera suficiente la exposición, los montadores Robert Ford y Kennie Marstella requirieron escenas extra que se rodaron ya en los estudios de California, a donde se transportaron hasta 60 toneladas de la tierra de la localización original para construir los escenarios. Sea como fuere, el día que Wayne decidió convertirse en Genghis Khan empezaron sus problemas. También de gran parte del reparto del filme maldito que, para más inri, fue un fracaso. A pesar de que se negó el peligro, y hasta existen varias fotografías de Wayne sujetando un contador Geiger, de un equipo formado por 220 personas, 91 murieron de cáncer en las siguientes tres décadas, entre ellos la coprotagonista, Susan Hayward, de un cáncer cerebral, el director Dick Powell y Pedro Armendáriz, un popular actor mexicano que se suicidó al conocer que su cáncer de riñón era terminal. Muy probablemente, rechazar el papel escrito por Oscar Millard le salvó la vida a Marlon Brando.
A El Duque le extirparon el pulmón izquierdo en 1964, además de parte del derecho y una costilla. Pese a todo, el intérprete de Iowa nunca dejó de mostrarse optimista. «Tengo la gran C, pero he vencido al hijo de puta». Cinco años después y con un pulmón menos, subió a por su único Oscar por su papel de Rooster Cogburn en «Valor de ley» (Henry Hathaway, 1969), ese alguacil tuerto, mascador de tabaco y con una infalible puntería.
Igual que Cary Grant, Wayne llegó a admitir que no había interpretado «el tipo de hombre» que era, sino el que le gustaría haber sido. Solo en su última película hizo de una suerte de sí mismo, ese crepuscular J.B. Brooks, también con cáncer, que describe así el Gillom Rogers de Ron Howard: «Tenía un par de 45 con empuñaduras antiguas de marfil dignas de admirar. No era un forajido. El hecho es que por un tiempo fue un hombre de la ley. Mucho antes de conocer al señor Brooks, él era un hombre famoso. Supongo que su fama era la razón por la que alguien siempre lo perseguía. La naturaleza le había enseñado a sobrevivir. Vivió y llevó su vida en solitario».
John Wayne en «Centauros del desierto» (The searchers)
John Wayne, que apenas había muerto en la gran pantalla, cayó abatido en «El último pistolero», pero el director, Don Siegel, tuvo la decencia de acabar con su vida con un disparo a traición. Solo un tiro por la espalda pudo acabar con ese héroe del Oeste tan indestructible como la leyenda que dejaba.
Feo, fuerte y formal
No así con el misterio de su tumba, anónima por petición de la familia, que no quería que la profanaran. El Duque murió en 1979, a los 72 años, de cáncer de estómago. Más allá de la ficción, el «hijo de puta C» sí pudo con él. Entre el mito y la realidad, se dice que el epitafio de su tumba en el Pacific View Memorial de Newport está escrito en español, querencia de esas esposas con las que intentó aprender un idioma que apenas logró chapurrear. Sin embargo, tal y como confirma Scott Eyman en «John Wayne: The Life and Legend», la famosa inscripción que se le achaca a la lápida del actor no era más que un dicho mexicano con el que se sentía identificado. «He tenido una vida increíblemente buena. No hay manera de que pudiera haberme divertido más de lo que lo he hecho. No tengo quejas, incluso con todas las cosas que me han sucedido. Hay un dicho que tienen en México: “Era feo, fuerte y formal”. Sí, eso es lo que me gustaría que dijeran de mí».