El mito tecnooptimista
Miravete de la Sierra, un pueblo de Teruel con tan solo seis habitantes. JULIÁN ROJAS
Hace unas semanas dejé una gran ciudad de Estados Unidos y me fui al pueblo de mi familia, en las Tierras Altas de Soria. Pasé de conducir por autopistas de siete carriles a visitar caminos solitarios donde poner el intermitente antes de girar implica una declaración de optimismo. Cambié las charlas del profesor de Harvard Steven Pinker, que defiende que el mundo va a mejor, según todos los indicadores, por conferencias donde el escritor Julio Llamazares denuncia la muerte de las zonas rurales y se habla de densidades de población de dos habitantes por kilómetro cuadrado.
Con Internet, pensé, puedo trabajar desde cualquier lugar, incluso desde aquí. En Estados Unidos se habla mucho últimamente de los nómadas digitales, unos afortunados cuyo estilo de vida consiste en ganarse la vida gracias a la Red desde lugares exóticos durante un viaje sin fin. Quizá yo también pueda hacer algo menos glamuroso y más simple, me dije, como irme al pueblo con el portátil.
No es tan fácil. Para poder vivir y trabajar en un sitio se necesita algo más que ADSL.
Necesitas luz, agua, recogida de basura, una buena carretera para llegar y para salir, transporte público, una tienda y una farmacia, servicio de correos, que alguien mantenga y limpie las calles y los caminos, un colegio, vecinos, lugares donde reunirte con esos vecinos, un fontanero, un albañil o un electricista no muy lejos, señal de televisión, industria para que —aunque tú vivas de Internet— tus vecinos puedan vivir de otras cosas. Necesitas, también, que los pueblos de alrededor no estén muertos, un Ayuntamiento que se ocupe y —si nos ponemos exquisitos—, una piscina pública o una biblioteca o un poco de vida cultural no demasiado lejos.
La señal desde mi casa es tan mala que a veces ni siquiera puedo realizar llamadas telefónicas
Solo al final de la lista llegamos a que hace falta también una conexión a Internet fiable. Sobre todo para abrir la aplicación del banco, mirar las citas del médico y realizar otro tipo de gestiones; después ya, para trabajar. En muchos lugares esas necesidades mínimas no están cubiertas.
La señal desde mi casa es tan mala que a veces ni siquiera puedo realizar llamadas telefónicas, y para enviar y recibir whatsapps debo subir a una loma. Aunque los esfuerzos por llevar el satélite y la fibra a las zonas rurales avanzan, aún existen millones de personas en España con una conexión nula o deficiente a Internet. Aquí, la alternativa es instalar un router 3G. Imaginen sobrevivir así como autónomo o intentar crear una empresa.
Donde aún hay que pelear por la banda ancha, una se da cuenta de que la fantasía de la desconexión, de la vuelta a un lugar más puro, bucólico y rural previo a la era digital, tiene más que ver con la importación de las obsesiones urbanitas anglosajonas que con el reflejo de un problema real. Primero hace falta que se cubran las infraestructuras y necesidades básicas. Una vez conseguido, que cada cual decida qué hacer con su tiempo.
En los últimos años hemos visto cómo caían uno a uno los mitos tecnooptimistas. Internet no se autorregula, no es neutro, no es fiable. Probablemente ni siquiera sea bueno para nuestros cerebros. Para mí, también cae el mito de que gracias a él puedes vivir donde quieras, de que ayudará a romper la brecha campo-ciudad. No solo no está quitando presión de las ciudades, sino que está rematando la falta de infraestructuras rurales. Es una más de las mil cosas que faltan. Debía ayudar a poblar, pero su ausencia contribuye a despoblar.
Ojalá el sueño de liberarse de la oficina no sea algo de privilegiados jóvenes fundadores de startups que alquilan Airbnbs y revientan el mercado inmobiliario de los puntos más atractivos del mundo. Ojalá sea algo sostenible, que pueda elegir cualquiera a quien su oficio se lo permita. En verano, de vez en cuando, quizá la mitad del año, como sea, porque ahora hay mil formas de dar vida a los lugares.
Mientras zonas enormes de España están despobladas todo sigue empujándonos a las ciudades, alimentando aún más los extrarradios que ya engordaron nuestros antepasados. Mientras permitimos que políticos y medios hablen únicamente de polémicas que solo interesan en Madrid y Barcelona, en la España vacía nada está garantizado. Lo único seguro es que cada año son menos habitantes y que los servicios que se pierden ya no se recuperan. Igual cuando acabe de llegar Internet ya no queda nadie allí para usarlo.
Delia Rodríguez es periodista y ensayista, especializada en la relación entre Internet, la sociedad y los medios.
@delia2d