El monstruo de la Transición
«Relevar a Pedro Sánchez del poder es necesario. Pero lo imprescindible es trascenderle, superar el sistema que lo ha alumbrado»
Ilustración de Alejandra Svriz.
Puede parecer paradójico que Pedro Sánchez, el monstruo más sublime que nuestro sistema político haya parido, esté determinado a liquidar la Transición. Pero no es paradójico, es de una coherencia absoluta. Sánchez es la sublimación del sistema político, su criatura más feroz, la más determinada a llevarlo hasta sus últimas consecuencias y por tanto a poner punto y final a su precario equilibrio.
Era de prever que nuestra democracia, con una separación de poderes más nominal que real, con partidos que sólo se representan a sí mismos y con presidentes a los que, en la práctica, se otorga un poder desmedido, acabara devorándose a sí misma. Un modelo político tan desguarnecido estaba por fuerza supeditado a la buena voluntad, a la honradez y la prudencia, a la contención y la decencia de quienes se dedican a la política, lo que por lógica no podía acabar bien.
Quizá, lo nuestro en vez de sistema político habría que renombrarlo simplemente «sistema», porque lo ha penetrado todo, sea político o no. Ya no es que la separación entre lo público y lo privado haya desaparecido, lo que alienta la corrupción, compromete los negocios y merma la actividad económica. Es que cualquier aspecto privado está intervenido en mayor o menor medida por el sistema.
En este contexto, la «mayoría social», a la que Sánchez apela constantemente para justificar sus excesos, cobra una relevancia especial. Porque ¿qué es exactamente para él la mayoría social? Parece evidente que no puede referirse a los escasísimos partidarios que logró convocar en las patéticas manifestaciones de apoyo a su continuidad después de revelar que no dimitía. Tampoco lo serían los siete millones de votos que obtuvo su partido en las últimas elecciones generales porque esa cifra, a pesar de ser significativa, está lejos de constituir una mayoría. No alcanza ni a un tercio del electorado.
Da igual la forma cuantitativa en que tratemos de verificar esa supuesta mayoría social a la que Sánchez apela como argumento de autoridad: no existe. Lo que respalda a Sánchez no es ninguna mayoría social. Si acaso, lo que aritméticamente le permite mantenerse en el Gobierno es una confluencia de intereses que, en el colmo de lo sublime, son incompatibles entre sí.
«Sánchez no es simplemente un presidente fuera de control, es la cuadratura del sistema»
Es la concepción del poder como botín, la esencia misma del sistema, lo que ha engendrado esta coalición gobernante de izquierdistas y separatistas, con Sánchez al frente, que lejos de salvaguardar el Estado de derecho, la concordia y la prosperidad de los españoles, actúa como un poderoso disolvente. Sánchez no es pues simplemente un presidente fuera de control, es la cuadratura del círculo; es decir, es la cuadratura del sistema.
Hasta ahora nuestra deficiente democracia habría mantenido las apariencias porque el sistema parecía imponer unos límites tácitamente asumidos al aprovechamiento de sus fallos. La separación de poderes podía ser pasteleada pero manteniendo un cierto equilibro: los agentes políticos debían repartirse de mutuo acuerdo el Poder Judicial. Del mismo modo, las grandes empresas permanecerían en manos privadas pero estrechamente vinculadas al sistema. Existiría por tanto una economía privatizada pero que operaría dentro de un modelo muy intervenido, en una entente cordial, un quid pro quo entre altos ejecutivos y políticos.
La deuda pública junto con el Estado clientelar —el Estado de partidos— serían explotados de forma más o menos alícuota, con variaciones que dependerían del signo del gobierno. Y la prensa, a cambio de su parte del pastel, cooperaría en el juego de las apariencias ejerciendo como correa de transmisión de sus partidos de referencia. Pero en realidad nadie controlaría estrictamente al poder, simplemente quienes integraban la vieja coalición gobernante y sus edecanes se vigilaban entre sí. Esta era la esencia más íntima del beatificado consenso… hasta que pareció Sánchez.
Sánchez simplemente ha llevado todos estos tácitos acuerdos y costumbres hasta sus últimas consecuencias en su propio beneficio. De ahí que ahora se disponga a asaltar el Poder Judicial, tomando el control del gobierno de los jueces, y a apoderarse de las grandes empresas, entrando en los consejos de administración. Esto último tiene una derivada muy inquietante que va más allá de extender su capacidad de colocación y mangoneo. En tanto que las grandes empresas son también los mayores anunciantes junto con la Administración, la presión sobre los medios se volverá insuperable. Ya no hará falta siquiera que el Gobierno los señale. Los medios acabarán asumiendo su estado de postración frente a un poder de coacción apabullante.
«Le basta con una mayoría aritmética, con la suma de la izquierda y los nacionalistas, para expulsar a la derecha del sistema»
En definitiva, Sánchez lo que ha hecho ha sido redefinir la coalición gobernante. Su muro de progreso consiste precisamente en eso, en imponer la segregación rompiendo el tácito acuerdo de la alternancia gatopardista que ha operado sin la inconveniente rendición de cuentas, tanto para unos como para otros. Lo ha hecho porque ha llegado al convencimiento de que no necesita ninguna mayoría social. Le basta con una mayoría aritmética, esto es, la suma de la izquierda y los nacionalistas, para expulsar a la derecha del sistema. Así que la mayoría social es un eufemismo. En realidad, Sánchez desprecia a la sociedad casi tanto como desprecia a sus propios votantes, de los que constantemente se burla agitando el fantasma de la extrema derecha.
Así, lo que para algunos es un golpe de Estado no sería más que los fallos del régimen del 78 llevados hasta sus últimas consecuencias por un personaje sin escrúpulos. Bien es cierto que la evolución de este mismo régimen podría haber discurrido en otra dirección mucho más prometedora, de subsanaciones y reformas, si los agentes políticos, no ya los de izquierda o los nacionalistas, sino los otros hubieran estado a la altura. Pero no lo han estado ni de lejos. La lección que todo esto nos enseña es pues bastante sencilla: no se puede delegar el éxito de un régimen democrático a la buena voluntad de los políticos, sean del signo que sean.
Desgraciadamente, el problema es más profundo de lo que podría desprenderse de esa sencillísima moraleja. Los hábitos y costumbres que los partidos han desarrollado a lo largo de décadas y la creciente dependencia de un gran número de ciudadanos de su magnanimidad, a través del poder del Estado, han ido dando forma a una pésima cultura que lo ha impregnado todo o casi todo. Reformar España requiere ahora de una pedagogía tan certera y sacrificada, tan inteligente y exhaustiva que la terea se antoja colosal. Así, a lo único que parece aspirar la derecha es a echar a Sánchez para colocarse en su lugar.
Relevar a Sánchez del poder es necesario, no lo discuto. Pero lo imprescindible es trascenderle, superar el sistema que lo ha alumbrado. Digo superar, no liquidar, con toda la intención porque son conceptos muy distintos. Y es que el sistema no es la Constitución. Es la combinación de sus carencias con la peor praxis imaginable. La cuestión es si hay algún político lo suficientemente preparado y corajudo como para asumir el envite. Y si lo hubiera, cuántos españoles, de partida, estarían dispuestos a apoyarle.